Lou se olvidó de la escuela. Tenía una idea y, al igual que Diamond, prefería que las acciones se antepusieran a las explicaciones.
– ¿Quieres ayudarme a hacer algo?
Al cabo de un rato Diamond comenzó a moverse, nervioso, y Lou le dio un golpe en la cabeza para que se quedara quieto. A ella le resultaba fácil porque estaba sentada sobre sus hombros mientras escudriñaba el dormitorio de su madre. Amanda estaba recostada en la cama. Cotton estaba en la mecedora, junto a ella, leyendo. Lou, sorprendida, se percató de que no le leía el libro que había traído sino una carta; asimismo, tuvo que reconocer que la voz de Cotton resultaba agradable.
Cotton había elegido la carta que estaba leyendo de entre un grupo que Louisa le había entregado. Había pensado que resultaba la más apropiada.
Bueno, Louisa, seguro que te alegras si te digo que los recuerdos que guardo de la montaña son tan vividos ahora como el día en que me marché, hace ya tres años. De hecho, no me cuesta nada imaginarme en las montañas de Virginia. Cierro los ojos y, de inmediato, veo a muchos amigos en quienes puedo confiar repartidos aquí y allá como si fueran libros favoritos que se guardan en un lugar especial. Conoces el grupo de abedules que está junto al arroyo. Bueno, cuando las ramas estaban bien juntas siempre pensaba que se transmitían secretos. Entonces, justo delante de mí, varios cervatillos avanzan sigilosamente por la zona donde tus campos arados se acurrucan contra la madera noble. Luego miro al cielo y sigo el vuelo irregular de los cuervos irascibles y después me fijo en un halcón solitario que parece bordado en el cielo de azul cobalto.
Ese cielo. Oh, ese cielo. Tantas veces me contaste que en la montaña parece que basta alargar la mano para cogerlo, sostenerlo, acariciarlo como si fuera un gato soñoliento, admirar su gracia infinita. Siempre consideré que era una manta generosa con la que me apetecía envolverme, Louisa, con la que echarme una larga siestecita en el porche bajo su fresca calidez. Cuando se hacía de noche siempre pensaba en ese cielo hasta que llegaba el rosa ardiente del alba.
También recuerdo que me decías que solías mirar la tierra sabiendo de sobra que jamás te había pertenecido por completo, del mismo modo que no podías exigirle nada al sol ni ahorrar el aire que respirabas. A veces me imagino a nuestros antepasados en la puerta de la casa, observando el mismo suelo. Pero en algún momento la familia Cardinal acabará por desaparecer. Después, mi querida Louisa, anímate, porque las convulsiones de la tierra abierta en los valles, el discurrir de los ríos y las suaves sacudidas de las colinas cubiertas de hierba, con pequeños destellos de luz asomando aquí y allá, como si fueran trozos de oro… Anímate, porque todo ello proseguirá su curso. Nada empeorará, porque, como me explicaste en muchas ocasiones, no somos más que un soplo de mortalidad comparados con la existencia eterna que Dios les ha dado.
Aunque mi vida ahora es distinta y vivo en la ciudad, jamás olvidaré que la transmisión de recuerdos es el vínculo más poderoso en el etéreo puente que une a las personas. Y si hay algo que me enseñaste es que lo que atesoramos en el corazón es el elemento más intenso de nuestra humanidad.
Cotton oyó un ruido y detuvo la lectura. Miró hacia la ventana y alcanzó a ver a Lou antes de que se agachara. Cotton leyó en silencio la última parte de la carta y luego decidió que la leería en voz alta. Así, se dirigiría tanto a la hija, que sabía que acechaba al otro lado de la ventana, como a la madre, que descansaba en el lecho.
Y tras ver que durante todo esos años te comportaste con honestidad, dignidad y compasión, sé que no existe nada tan poderoso como la amabilidad y la valentía de un
ser humano que ayuda a otro que se encuentra sumido en la desesperación. Pienso en ti todos los días, Louisa, y seguiré pensando en ti hasta que mi corazón deje de latir. Con todo mi cariño, Jack.
Lou volvió a asomar la cabeza por el alféizar. Subió centímetro a centímetro, hasta ver a su madre. Sin embargo, Amanda no había cambiado. Lou se apartó de la ventana, enfadada. El pobre Diamond se tambaleó peligrosamente, porque con el impulso Lou le había hecho perder el equilibrio. El pobre chico acabó perdiendo el equilibrio, y ambos rodaron por el suelo, emitiendo una serie de gruñidos y gemidos.
Cotton corrió hacia la ventana justo a tiempo para verlos rodear la casa. Se volvió hacia la mujer que yacía en la cama.
– Tiene que volver y unirse a nosotros, señora Amanda -dijo, y luego, como si temiera que alguien le escuchara, añadió en voz baja-: Por muchos motivos.
17
La casa estaba a oscuras y las nubes que cubrían el cielo anunciaban lluvia para la mañana siguiente. Sin embargo, cuando las caprichosas nubes y las frágiles corrientes cubrían las montañas, el clima solía cambiar rápidamente: la nieve se convertía en lluvia y lo claro en oscuro, y la tormenta se desataba cuando menos se la esperaba. Las vacas, puercos y ovejas estaban a resguardo en el establo, porque el Viejo Mo, el puma, había rondado por los alrededores, y se decía que la granja de los Tyler había perdido un ternero y los Ramsey un cerdo. Los montañeros proclives a utilizar la escopeta o el rifle mantenían los ojos bien abiertos por si aparecía el viejo carroñero.
Sam y Hit permanecían en silencio en su corral. El Viejo Mo no los atacaría. Una mula con malas pulgas podría matar a coces a cualquier otro animal en cuestión de minutos.
La puerta principal de la casa se abrió. Oz la cerró sin hacer ruido alguno. Estaba vestido y sujetaba el osito con fuerza. Miró alrededor por unos instantes y luego pasó junto al corral, dejó atrás los campos y se internó en el bosque.
La noche era negra como el carbón, el viento agitaba las ramas de los árboles, en la maleza se oían multitud de movimientos sigilosos y la hierba parecía aferrarse a las piernas de Oz. El pequeño estaba seguro de que había regimientos de duendes vagando en las inmediaciones y que él era su único blanco en la tierra. Sin embargo, había algo en el interior del niño que se había impuesto a aquellos temores, ya que ni en una sola ocasión pensó en volver sobre sus pasos. Bueno, quizás una vez, reconoció. O puede que dos.
Corrió sin parar durante unos minutos, abriéndose paso por lomas, pequeños barrancos entrecruzados y bosques densos. Dejó atrás una última arboleda, se detuvo, esperó por unos instantes y luego se dirigió hacia el prado. Más arriba vislumbró lo que lo había impulsado a hacer aquello: el pozo. Respiró hondo, agarró el osito con fuerza y, armado de valor, se encaminó hacia él. Sin embargo, Oz no era tonto de modo que, por si acaso, susurró:
– Es un pozo de los deseos, no un pozo encantado. Es un pozo de los deseos, no un pozo encantado.
Se detuvo y observó la construcción de ladrillo y mortero, luego se escupió en una mano y se la frotó en la cabeza para darse suerte. Después observó su querido osito durante largo rato y, finalmente, lo colocó con suavidad junto a la boca del pozo y retrocedió.
– Adiós, osito. Te quiero, pero tengo que entregarte. Ya sabes por qué.
Oz no sabía muy bien cómo seguir. Al final, se persignó y entrelazó las manos como si rezara, pensando que aquello satisfaría hasta al más exigente de los espíritus que concedían deseos a los jovencitos que los necesitaban más que nada en el mundo.
– Deseo que mi madre despierte y vuelva a quererme -añadió alzando la vista al cielo. Hizo una pausa y luego añadió con solemnidad-: Y a Lou también.
Se quedó allí, expuesto al viento y a los peculiares sonidos que llegaban de todas partes y eran, estaba seguro de ello, diabólicos. No obstante, a pesar de todo ello, Oz no tenía miedo: había cumplido su misión.
– Amén, Jesús -concluyó.
Poco después de que se volviera y se marchara corriendo, Lou salió de entre los árboles y siguió a su hermano con la mirada. Se dirigió hacia el pozo, se agachó y recogió el osito.