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Apenas había cambiado de aspecto: el mismo pantalón con peto, la misma camisa y los mismos pies descalzos. Lou pensó que seguramente tendría las plantas de los pies tan encallecidas como cascos de caballo, ya que le vio correr por encima de rocas puntiagudas, maderas e incluso por un matorral espinoso y, sin embargo, no apreció que le sangraran y su rostro tampoco denotó gesto alguno de dolor. Llevaba una gorra manchada de aceite hundida hasta las cejas. Lou le preguntó si era de su padre, pero recibió un gruñido por toda respuesta.

Llegaron hasta un roble alto que se elevaba en un claro o, al menos, donde la maleza estaba cortada. Lou vio que había varios trozos de madera serrada clavados en el tronco del árbol, formando una escalera tosca. Diamond apoyó un pie en el primer escalón y comenzó a trepar.

– ¿Adónde vas? -preguntó Lou mientras Oz sujetaba con fuerza a Jeb, que parecía deseoso de seguir a su dueño.

– A ver a Dios -repuso Diamond al tiempo que señalaba hacia lo alto. Lou y Oz miraron hacia el cielo.

Más arriba vieron varias tablas de madera de pino colocadas en dos de las enormes ramas del roble, formando una especie de plataforma. Sobre una de las ramas más sólidas y resistentes había una lona tendida cuyos laterales estaban sujetos mediante cuerdas a los pinos, formando así una especie de tosca tienda de campaña. Si bien era cierto que prometía diversión, aquel refugio se encontraba a bastante altura del suelo.

Diamond, que se movía con soltura, ya había trepado las tres cuartas partes.

– Venga, vamos -dijo.

Lou, que habría preferido morir de la manera más horrible imaginable antes que admitir que existía algo fuera de su alcance, puso una mano y un pie en sendos escalones.

– Quédate abajo si quieres, Oz -dijo-. No tardaremos mucho. -Comenzó a subir.

– Aquí tengo mis cosas -dijo Diamond para tentarles. Había llegado arriba y sus pies descalzos asomaban por el borde.

Oz, con toda ceremonia, se escupió en las manos, se agarró con fuerza a un trozo de madera y trepó tras su hermana. Se sentaron con las piernas cruzadas sobre las tablas de madera de pino, que formaban un cuadrado de dos metros por dos, con el techo de lona arrojando una sombra agradable, y Diamond les mostró sus pertenencias. Primero, una punta de flecha de sílex que, según les dijo, tenía un millón de años y le había sido entregada en sueños. Luego, de una mohosa bolsa de tela, extrajo el esqueleto de un pequeño pájaro que no se veía desde los tiempos en que Dios creara el universo.

– Quieres decir que se ha extinguido.

– No, quiero decir que ya no está por aquí.

A Oz le llamó la atención un cilindro hueco de metal que tenía un fragmento de cristal encajado en uno de los extremos. Miró a través del mismo y, aunque todo se veía aumentado, el cristal estaba tan sucio y rayado que comenzó a dolerle la cabeza.

– Puedes ver a alguien a varios kilómetros de distancia -aseguró Diamond al tiempo que abarcaba con un ademán la totalidad de su reino-. Enemigo o amigo. -A continuación les enseñó una bala disparada por un fusil U.S. Springfield de 1861.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Lou.

– Porque mi bisabuelo se la dio a mi abuelo y mi abuelo a mí antes de morir. Mi bisabuelo luchó por la Unión, ya sabéis.

– ¡Oh! -exclamó Oz.

– Sí, pusieron su cuadro en la pared y todo, eso hicieron. Pero nunca apuntaba a alguien que fuera desarmado. No es justo.

– Eso es admirable -dijo Lou.

– Mirad esto -dijo Diamond. De una pequeña caja de madera extrajo un trozo de carbón y se lo pasó a Lou-. ¿Qué os parece? -preguntó. Lou observó la piedra: estaba cubierta de esquirlas y era rugosa.

– Es un trozo de carbón -aventuró al tiempo que se la devolvía y se limpiaba la mano en el pantalón.

– No, no es sólo eso. Mirad, hay un diamante dentro. Un diamante, como yo.

Oz se movió lentamente y sostuvo la roca.

– ¡Oh, oh! -fue cuanto logró articular.

– ¿Un diamante? -dijo Lou-. ¿Cómo lo sabes?

– Porque me lo dijo el hombre que me la dio. Y no me pidió nada a cambio y eso que ni siquiera sabía que me llamaba Diamond. Para que veas -añadió indignado al ver la expresión incrédula de Lou. Le quitó el trozo de carbón a Oz-. Todos los días le arranco un trocito. Y llegará el día en que le daré un golpecito y ahí estará, el diamante más grande y bonito del mundo.

Oz miró la piedra con la reverencia que solía reservarse para los adultos y la iglesia.

– ¿Y qué harás entonces?

Diamond se encogió de hombros.

– No lo sé. Puede que nada. Puede que lo deje aquí. Puede que te lo dé. ¿Te gusta?

– Si ahí hay un diamante podrías venderlo por un montón de dinero -dijo Lou.

Diamond se frotó la nariz.

– No necesito dinero. En la montaña tengo todo lo que necesito.

– ¿Alguna vez te has marchado de la montaña? -preguntó Lou.

Diamond la miró de hito en hito, visiblemente ofendido.

– ¿Qué pasa, es que crees que soy un paleto? He ido muchas veces hasta McKenzie's, cerca del río. Y a Tremont.

Lou miró en dirección a los bosques que estaban más abajo.

– ¿Y a Dickens?

– ¿Dickens? -Diamond estuvo a punto de caerse del árbol-. Se tarda un día en llegar. Además, ¿para qué demonios querría alguien ir allí?

– Porque es diferente de esto. Porque estoy cansada de la tierra y las mulas y el estiércol y de cargar agua -afirmó Lou. Se dio unas palmaditas en el bolsillo-. Y porque tengo veinte dólares que me traje de Nueva York que me están quemando las manos -añadió mirándole fijamente.

La mención de semejante suma dejó pasmado a Diamond, quien no obstante pareció comprender las posibilidades que ofrecería.

– Demasiado lejos para ir a pie -dijo mientras toqueteaba el trozo de carbón como si intentara que surgiese el diamante de su interior.

– Entonces no vayamos a pie -replicó Lou.

Diamond la miró.

– Tremont está más cerca.

– No, Dickens. Quiero ir a Dickens.

– Podríamos ir en taxi -sugirió Oz.

– Si llegamos al puente de McKenzie's -conjeturó Lou- entonces es posible que alguien nos lleve hasta Dickens. ¿Cuánto se tarda en llegar a pie al puente?

Diamond caviló al respecto.

– Bueno, por carretera cuatro horas largas. Es lo que se tarda en bajar, luego hay que volver. La verdad es que es una forma bastante cansada de pasar el día libre.

– ¿Hay otro camino que no sea por carretera?

– ¿De verdad quieres ir allá abajo? -preguntó Diamond.

Lou respiró hondo.

– Sí, Diamond -respondió.

– Bueno, entonces vámonos. Conozco un atajo. Llegaremos en un santiamén.

Desde la época de la formación de las montañas el agua había continuado erosionando la piedra caliza, creando entre ellas barrancos de cientos de metros de profundidad. La línea de cordilleras se desplazaba a su lado mientras caminaban. El barranco al que llegaron era ancho y aparentemente infranqueable, pero Diamond los condujo hasta un árbol. Los álamos amarillos eran tan gigantescos que se medían con un calibrador que calculaba en metros y no en centímetros. Muchos eran más gruesos que la altura de un hombre y alcanzaban los cuarenta y cinco metros de altura. Un solo álamo proporcionaría una cantidad de madera desorbitada. Un ejemplar en buenas condiciones hacía de puente sobre el barranco.

– Por aquí se ataja mucho -informó Diamond.

Oz se asomó al borde y no vio sino rocas y agua al final de una larga caída y retrocedió como una vaca atemorizada. Lou también parecía vacilante. Sin embargo, Diamond se dirigió hacia el tronco con paso decidido.