– No pasa nada -dijo-. Es grueso y ancho. Mecachis, se puede cruzar con los ojos cerrados. Venga, vamos. -Pasó al otro lado sin siquiera mirar hacia abajo. Jeb le siguió corriendo-. Venga, vamos -los apremió al llegar a tierra firme.
Lou puso un pie sobre el álamo pero no dio paso alguno.
– No mires abajo. Es fácil -gritó Diamond desde el otro lado del abismo.
Lou se volvió hacia su hermano.
– Quédate aquí, Oz. Yo lo comprobaré.
Lou apretó los puños y comenzó a caminar sobre el tronco. No apartó la mirada de Diamond ni por un instante y, al poco, llegó al otro lado. Los dos miraron a Oz, quien no hizo ademán de dirigirse hacia el tronco y clavó la mirada en la tierra.
– Sigue, Diamond. Me vuelvo con Oz -dijo Lou.
– No, no. ¿No has dicho que querías ir a la ciudad? Bueno, maldita sea, pues entonces vamos a la ciudad.
– No pienso ir sin Oz.
– No te preocupes.
Diamond volvió corriendo por el puente de álamo tras decirle a Jeb que no se moviera. Hizo que Oz se le subiera a la espalda y Lou vio, no sin admiración, cómo cruzaba el puente cargado con Oz.
– Qué fuerte eres, Diamond -declaró Oz al tiempo que se deslizaba con cuidado hasta el suelo con un suspiro de alivio.
– Vaya, eso no es nada. Un oso me persiguió una vez por ese árbol y llevaba a Jeb y un saco de harina a la espalda. Y era de noche. Y llovía tanto que parecía que Dios estaba berreando. No veía nada. Estuve a punto de caerme dos veces.
– Vaya, santo Dios -dijo Oz.
Lou disimuló una sonrisa.
– ¿Qué le pasó al oso? -preguntó, como si aquello realmente le fascinara.
– Me perdió de vista, se cayó al agua y nunca más volvió a molestarme -respondió.
– Vamos a la ciudad -dijo Lou mientras le tiraba del brazo- antes de que el oso regrese.
Atravesaron otro puente similar, hecho de cuerda y listones de cedro. Diamond les contó que los piratas, los colonos y luego los refugiados confederados habían hecho aquel viejo puente y lo habían reparado en varias ocasiones. Les explicó que sabía dónde estaban enterrados pero que había jurado mantener el secreto a una persona que no pensaba nombrar.
Descendieron por unas laderas tan empinadas que tenían que sujetarse de los árboles, los matojos y los unos de los otros para no caer de cabeza. Lou se detenía de vez en cuando para contemplar el paisaje mientras se agarraba con fuerza de algún árbol joven. Resultaba emocionante bajar por aquel terreno empinado y disfrutar del vasto panorama. Cuando la inclinación disminuyó y Oz comenzó a cansarse, Lou y Diamond se turnaron para llevarlo.
Al pie de la montaña toparon con otro obstáculo. Había un tren que transportaba carbón, de al menos cien vagones; estaba detenido y obstaculizaba el paso. A diferencia de los vagones de los trenes de pasajeros, éstos estaban demasiado juntos para permitir pasar entre ellos. Diamond cogió una piedra y la arrojó contra uno de los vagones. Golpeó el nombre estampado en el mismo: Southern Valley Coal and Gas.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Lou-. ¿Trepamos? -Observó los vagones cargados y los escasos asideros y se preguntó si sería posible.
– Qué va -replicó Diamond-. Por debajo. -Se metió la gorra en el bolsillo, se tumbó boca abajo y se deslizó entre las ruedas de los vagones. Lou y Oz lo siguieron de inmediato, al igual que Jeb. Emergieron por el otro lado y se sacudieron el polvo.
– El año pasado un chico murió cortado por la mitad haciendo lo mismo -informó Diamond-. El tren arrancó cuando aún estaba debajo. Bueno, yo no lo vi, pero he oído decir que el espectáculo no fue nada agradable.
– ¿Por qué no nos lo has dicho antes de que nos arrastráramos por debajo? -preguntó Lou, asombrada.
– Porque si os lo hubiera dicho no habrías pasado, ¿a qué no?
En la carretera principal un camión Ramsey Candy se detuvo y les llevó en dirección a Dickens. El conductor, regordete y de uniforme, les dio una chocolatina Blue Banner a cada uno.
– Corred la voz -les dijo-. Son de primera.
– Sin duda -convino Diamond al tiempo que mordía la chocolatina. La masticó lenta y metódicamente, como si fuera un entendido en chocolates buenos probando una remesa nueva-. Si me da otra haré correr la voz el doble de rápido, señor.
Tras un trayecto largo y repleto de baches, el camión les dejó en el centro de Dickens. Diamond tocó el asfalto con los pies descalzos y, acto seguido, comenzó a apoyarse en un pie y luego en otro, alternando.
– ¡Qué raro! -exclamó-. No me gusta.
– Diamond, estoy segura de que caminarías sobre clavos sin rechistar -comentó Lou mientras miraba alrededor. Dickens no era ni un bache en la carretera comparado con lo que Lou estaba acostumbrada a ver, pero tras pasar un tiempo en la montaña le parecía que era la metrópoli más sofisticada que había visto en su vida. Aquel sábado por la mañana las aceras estaban repletas de personas, si bien algunas también caminaban por la calzada. La mayoría vestía bien, pero resultaba fácil identificar a los mineros ya que se avanzaban pesadamente, encorvados, y tosían sin cesar.
En la calle habían colgado una pancarta enorme que rezaba «EL CARBÓN ES EL REY» en letras tan negras como el mineral. Debajo de una viga que sobresalía de uno de los edificios a la cual se había atado la pancarta se encontraba una oficina de la Southern Valley Coal and Gas. Había una hilera de hombres entrando y otra saliendo, todos muy sonrientes y aferrándose unos al dinero en metálico y los otros a la promesa de un buen trabajo.
Los hombres, vestidos con terno y sombrero flexible de fieltro, arrojaban monedas de plata a los niños que esperaban impacientes en la calle. El concesionario de automóviles vendía más que nunca y las tiendas estaban repletas de artículos de calidad y de personas deseosas de comprarlos. Resultaba evidente que la prosperidad se había apoderado de aquel pueblo situado al pie de la montaña. En el ambiente se respiraba felicidad y energía, lo que provocó que Lou añorara la ciudad.
– ¿Cómo es que tus padres nunca te han traído aquí? -le preguntó a Diamond mientras caminaban.
– Porque nunca han tenido motivos para venir aquí -respondió él.
Se metió las manos en los bolsillos y observó un poste telefónico cuyos cables se introducían en un edificio. Luego vio saliendo de una tienda a un hombre encorvado con traje y a un niño con pantalones de deporte negros y una camisa de vestir que llevaba una enorme bolsa de papel llena. Los dos se encaminaron hacia uno de los coches aparcados junto a los bordillos de la calle y el hombre abrió la puerta. El niño miró a Diamond y le preguntó de dónde era.
– ¿Cómo sabes que no soy de aquí? -preguntó Diamond mientras lo miraba fijamente.
El chico observó el rostro y las prendas sucias de Diamond, sus pies descalzos y el cabello alborotado, luego subió al coche y cerró la puerta.
Continuaron caminando y pasaron por delante de la gasolinera Esso con los surtidores idénticos y un hombre sonriente con el uniforme de la empresa y rígido como la estatua del indio de los estancos. Luego escudriñaron a través del
cristal de una tienda Rexall, donde se liquidaba «todo lo que hay en el escaparate». Las dos docenas de artículos variados costaban unos tres dólares cada uno.
– No lo entiendo. Todo eso lo puede hacer uno mismo. No pienso comprarlo -dijo Diamond tras percatarse de que Lou tenía la tentación de entrar y comprar cuanto había en el escaparate.
– Diamond, hemos venido a gastarnos el dinero. Diviértete.
– Me estoy divirtiendo -repuso él frunciendo el entrecejo-. No me digas que no me estoy divirtiendo.
Pasaron junto al Dominion Café y sus letreros de Chero Coke y «SE VENDEN HELADOS», y entonces Lou se detuvo.