– Entremos -dijo.
Lou sujetó la puerta con fuerza, la abrió, lo cual hizo tintinear una campana, y entró. Oz la siguió. Diamond, se quedó fuera el tiempo suficiente para expresar su desagrado y luego se apresuró a entrar.
El local olía a café, humo de leña y tartas de fruta. Del techo colgaban paraguas a la venta. Había un banco junto a una de las paredes y tres taburetes atornillados al suelo con asientos verdes y acolchados frente a un mostrador que llegaba a la altura de la cintura. En las vitrinas había recipientes de cristal llenos de caramelos. Había también una sencilla máquina de helados y batidos y a través de unas puertas de cantina oyeron el ruido de platos y les llegó el- aroma de la comida cocinada. En un rincón había una estufa panzuda y la tubería para el humo, sujeta por un cable, atravesaba una de las paredes.
Un hombre con camisa blanca, mangas recogidas hasta el codo, corbata pequeña y delantal entró procedente de la cocina y se instaló detrás del mostrador. Tenía un rostro agradable y el cabello peinado con raya al medio, cubierto con abundante brillantina.
Los miró como si fueran una brigada del ejército de la Unión enviada por orden directa del general Grant para humillar un poco más a las buenas gentes de Virginia. Retrocedió un paso cuando los vio avanzar hacia él. Lou se sentó en uno de los taburetes y miró la carta escrita en cursiva en una pizarra. El hombre retrocedió un poco más. Deslizó la mano y los nudillos golpearon una vitrina colocada en la pared. La frase «NO SE FÍA» estaba escrita con gruesos trazos blancos en el cristal.
Lou, en respuesta a un gesto tan poco sutil, extrajo cinco billetes de un dólar y los alineó en el mostrador. El hombre vio el dinero y sonrió, dejando entrever un diente de oro. Acto seguido, Oz se sentó en otro taburete, se inclinó sobre el mostrador y olió los maravillosos aromas que llegaban a través de las puertas de bar. Diamond se quedó atrás, como si quisiera estar lo más cerca posible de la puerta por si tenían que salir corriendo.
– ¿Cuánto cuesta un trozo de tarta? -preguntó Lou.
– Cinco centavos -respondió el hombre sin apartar la mirada de los cinco dólares.
– ¿Y la tarta entera?
– Cincuenta centavos.
– Entonces con el dinero que tengo podría comprar diez tartas, ¿no?
– ¿Diez tartas? -exclamó Diamond-. ¡Toma ya!
– Exacto -se apresuró a responder el hombre-. Y también podemos hacértelas. -Miró a Diamond, de arriba abajo y preguntó-: ¿Va con vosotros?
– No, ellos van conmigo -dijo Diamond al tiempo que se dirigía sin prisa hacia el mostrador enganchando con los pulgares los tirantes del peto.
Oz observó otro letrero que había en la pared:
«SÓLO SE SIRVE A BLANCOS» -leyó en voz alta y luego, turbado, miró al hombre-. Bueno, nosotros somos rubios y Diamond es pelirrojo. ¿Significa eso que sólo sirven tarta a los viejos?
El hombre miró a Oz como si a éste le pasara «algo» en la cabeza, se metió un palillo entre los dientes y observó a Diamond.
– ¿De dónde eres, chico? ¿De la montaña?
– No, de la luna. -Diamond se inclinó hacia delante y sonrió de forma exagerada-. ¿Quieres ver mis dientes verdes?
Como si estuviera blandiendo una espada minúscula, el hombre agitó el palillo delante de la cara del chico.
– De modo que nos ha salido listillo. Pues ya puedes marcharte de aquí ahora mismo. Venga, andando. ¡Regresa a la montaña a la que perteneces y quédate allí!
En lugar de obedecer, Diamond se puso de puntillas, cogió uno de los paraguas que colgaban del techo y lo abrió.
El hombre salió de detrás del mostrador.
– No hagas eso. Da mala suerte.
– Vaya, pues ya lo he hecho. A lo mejor una roca cae rodando por la ladera de la montaña y te aplasta.
Antes de que el hombre le alcanzara, Diamond arrojó el paraguas abierto, el cual cayó sobre la máquina de soda e hizo que un chorro saliera disparado y manchara de marrón una de las vitrinas.
– ¡Eh! -gritó el hombre, pero Diamond ya se había marchado corriendo.
Lou se apresuró a recoger el dinero y se dispuso a abandonar el local seguida por su hermano.
– ¿Adónde vais? -preguntó el hombre.
– He decidido que no me apetece la tarta -respondió Lou afablemente, y salió del local.
– ¡Paletos! -le oyeron gritar.
Alcanzaron a Diamond y los tres se echaron a reír, los habitantes de Dickens pasaban por su lado y los miraban con curiosidad.
– Me alegro de que os lo estéis pasando tan bien -dijo una voz.
Se volvieron y vieron a Cotton, vestido con chaleco, corbata y abrigo, con el maletín en la mano y expresión alborozada.
– Cotton -dijo Lou-. ¿Qué haces aquí?
Cotton señaló hacia el otro lado de la calle y dijo:
– Pues resulta que trabajo aquí, Lou.
Los tres miraron hacia el lugar que había indicado. El juzgado se elevaba ante ellos, los bonitos ladrillos sobre el feo hormigón.
– Vaya, ¿qué hacéis por aquí? -preguntó.
– Louisa nos ha dado el día libre. Hemos estado trabajando duro -respondió Lou.
Cotton asintió.
– Ya lo creo.
Lou observó el bullicio que les rodeaba.
– Cuando vi este lugar por primera vez me sorprendí. Parece muy próspero.
Cotton miró en torno.
– Bueno, las apariencias engañan. Lo que sucede en esta parte del Estado es que nos dedicamos a una industria hasta que agotamos los recursos por completo. Primero fue la madera y ahora la mayoría de los trabajos depende del carbón. La gran parte de los negocios de por aquí depende de las personas que invierten dólares en la industria minera. Si eso desaparece este lugar dejará de parecer próspero. Un castillo de naipes se desmorona rápidamente. Quién sabe, es probable que dentro de cinco años Dickens ni siquiera exista. -Se volvió hacia Diamond y sonrió-. Pero los de la montaña seguirán aquí. Siempre logran arreglárselas. -Miró nuevamente a su alrededor-. Os diré algo: tengo que hacer varias cosas en el juzgado; hoy no hay ninguna sesión pero siempre hay algo de trabajo. Podríamos quedar allí dentro de dos horas y luego estaría encantado de invitaros a comer.
– ¿Dónde? -preguntó Lou.
– En un sitio que creo os gustará, Lou. Se llama New York Restaurant. Abre las veinticuatro horas y se puede desayunar, almorzar o cenar a cualquier hora del día o de la noche. Claro que en Dickens no hay muchas personas que estén levantadas después de las nueve de la noche, pero supongo que resulta alentador pensar que es posible tomar huevos revueltos, sémola de maíz y beicon a medianoche.
– Dos horas -repitió Oz-, pero no tenemos forma de saber qué hora es.
– Bueno, en el juzgado hay una torre del reloj, pero suele atrasarse. Mira, Oz, toma. -Cotton extrajo su reloj de bolsillo y se lo dio-. Úsalo y cuídalo. Es un regalo de mi padre.
– ¿Te lo regaló cuando decidiste venir aquí? -inquirió Lou.
– Eso mismo. Me dijo que tendría mucho tiempo libre y supongo que quería que siempre supiese qué hora era. -Se llevó una mano al ala del sombrero a modo de saludo-. Dos horas -repitió, y se alejó caminando.
– ¿Qué haremos durante las dos horas? -preguntó Diamond.
Lou miró a su alrededor y los ojos se le encendieron.
– Vamos -dijo y comenzó a correr-. Ha llegado la hora de que vea una peli, señor Diamond.
Durante casi dos horas estuvieron en un lugar bien remoto de Dickens, Virginia, los montes Apalaches y las preocupaciones de la vida diaria. Se sumergieron en la impresionante tierra de El mago de Oz, que gozaba de gran éxito en los cines de la zona. Cuando salieron, Diamond los acribilló a preguntas sobre cómo era posible lo que acababan de ver.
– ¿Es obra de Dios? -les preguntó en más de una ocasión en voz baja.
– Vamos o llegaremos tarde -apremió Lou al tiempo que señalaba el juzgado.
Cruzaron la calle corriendo y subieron los anchos escalones del juzgado. Un ayudante del sheriff, uniformado y con un bigote poblado, los detuvo.