– ¿Adónde creéis que vais?
– Tranquilo, Howard, vienen a verme -dijo Cotton saliendo por la puerta-. Puede que algún día sean abogados. Vienen a visitar los tribunales de justicia.
– Dios no lo quiera, Cotton, no necesitamos más abogados buenos -dijo Howard sonriendo y luego se retiró.
– ¿Os habéis divertido? -preguntó Cotton.
– Acabo de ver un león, un maldito espantapájaros y un hombre de hojalata en una pared enorme -dijo Diamond-, y todavía no sé cómo lo han hecho.
– ¿Queréis ver dónde trabajo cada día? -instó Cotton.
Los tres gritaron que sí. Antes de entrar Oz le devolvió el reloj de bolsillo a Cotton con aire de solemnidad.
– Gracias por cuidarlo, Oz.
– Han pasado dos horas justas -dijo el pequeño.
– La puntualidad es una virtud -dijo el abogado.
Entraron en el juzgado y Jeb se quedó fuera, esperándolos. El amplio pasillo estaba repleto de puertas a ambos lados, y sobre las mismas colgaban placas de latón que anunciaban «REGISTRO MATRIMONIAL», «RECAUDACIÓN DE IMPUESTOS», «NACIMIENTOS Y DEFUNCIONES», «ABOGADO DEL ESTADO», etcétera. Cotton les explicó cada una de las funciones y luego les mostró la sala del tribunal, tras lo cual Diamond dijo que nunca había visto un sitio que fuera tan grande como aquél. Cotton les presentó a Fred, el funcionario del juzgado, que acababa de salir de otra dependencia cuando habían entrado. Les informó que el juez Atkins se había ido a almorzar.
En las paredes había retratos de hombres canos vestidos con togas negras. Los niños pasaron las manos por la madera labrada y, por turnos, se sentaron en el estrado y en la tribuna del jurado. Diamond quiso sentarse en la silla del juez pero ni Cotton ni Fred creyeron que fuera buena idea. Diamond, aprovechando los momentos en que no le miraban, se sentó de todas maneras y luego se marchó, henchido como un gallito, hasta que Lou, que había visto la infracción, le dio un golpe en las costillas y le bajó los humos.
Salieron del juzgado y se encaminaron al siguiente edificio, que albergaba varios despachos pequeños, entre los que se encontraba el de Cotton. Era una estancia grande con un suelo de roble que crujía y estanterías en tres de las paredes sobre las que descansaban libros de Derecho gastados, cajas de testamentos y escrituras, y un bonito ejemplar de los Estatutos de Virginia. Un enorme escritorio de nogal, repleto de documentos y con un teléfono, ocupaba el centro de la habitación. Había un viejo cajón que hacía las veces de papelera y, en un rincón, un perchero. De éste no colgaba sombrero alguno, y en el lugar en que debían estar los paraguas sólo se veía una vieja caña de pescar. Cotton dejó que Diamond marcara un número en el teléfono y hablara con Shirley, la operadora. El chico estuvo a punto de morirse del susto cuando oyó una voz áspera al otro lado de la línea.
Cotton les enseñó a continuación el apartamento en que vivía, ubicado en la parte superior del mismo edificio. Tenía una cocina pequeña, repleta de verduras en conserva, tarros de melaza y pan y encurtidos, sacos de patatas, mantas y faroles, entre muchos otros objetos.
– ¿De dónde has sacado todo eso? -preguntó Lou.
– La gente no siempre cuenta con dinero. A veces pagan las facturas con lo que tienen. -Abrió una nevera pequeña y les enseñó trozos de pollo, ternera y beicon. No puedo ponerlo en el banco, pero de lo que no cabe duda es de que sabe mucho mejor que el dinero.
Había un dormitorio minúsculo con un catre de tijera, una lamparita en una pequeña mesa de noche y otra habitación más grande tan llena de libros que parecía imposible que cupieran más.
Mientras observaban las pilas de libros Cotton se quitó las gafas.
– No es de extrañar que me esté quedando ciego -dijo.
– ¿Te has leído todos los libros? -preguntó Diamond, sorprendido.
– Me declaro culpable. De hecho, muchos los he leído más de una vez.
– En una ocasión leí un libro -dijo Diamond, no sin orgullo.
– ¿Cómo se titulaba? -preguntó Lou.
– No me acuerdo bien, pero estaba lleno de dibujos. No, retiro lo dicho, he leído dos libros contando la Biblia.
– Creo que la Biblia cuenta, Diamond -dijo Cotton, sonriendo-. Ven aquí, Lou. -Cotton le enseñó una estantería repleta de volúmenes cuidadosamente ordenados; muchos de ellos eran obras de autores famosos encuadernadas en cuero-. Éste es el lugar reservado para mis escritores favoritos.
Lou observó los títulos y, acto seguido, vio todas las novelas y recopilaciones de cuentos que su padre había escrito. Cotton intentaba congraciarse pero Lou no estaba de humor para ello.
– Tengo hambre -dijo Lou-. ¿Podemos comer ya?
En el New York Restaurant no servían nada ni remotamente parecido a la oferta de Nueva York, pero la comida era buena y Diamond se tomó el primer refresco de su vida. Le gustó tanto que se bebió otros dos. Luego caminaron por la calle, saboreando caramelos de menta. Entraron en una tienda de saldos y oportunidades y Cotton les explicó que, debido a la inclinación de la tierra, las seis plantas de la tienda estaban a ras del suelo, hecho del que se había llegado a hablar en los medios de comunicación nacionales.
– Dickens destaca por los ángulos únicos que forma la tierra -dijo, riendo entre dientes.
La tienda estaba repleta de artículos de confección, herramientas y productos alimenticios. El intenso aroma del café y del tabaco parecía haberse adueñado del lugar. Varias colleras colgaban junto a unas estanterías con bobinas de hilo,
colocadas cerca de unos enormes barriles llenos de dulces. Lou compró varios pares de calcetines para ella y una navaja para Diamond, quien se mostró reacio a aceptarla hasta que Lou le dijo que, a cambio, tendría que tallarle algo. También compró un osito de peluche para Oz, y se lo dio sin decirle nada sobre el destino del otro.
Lou desapareció durante unos minutos y regresó con un regalo para Cotton. Era una lupa.
– Así podrás leer mejor todos esos libros -le dijo, sonriendo.
– Gracias, Lou. -Cotton le devolvió la sonrisa-. Así, cada vez que abra un libro, me acordaré de ti.
Lou le compró un chal a Louisa y un sombrero de paja a Eugene. Oz le pidió dinero prestado y se fue con Cotton a curiosear. Cuando volvieron llevaba un paquete envuelto en papel marrón y se negó categóricamente a revelar qué era.
Tras pasear por el pueblo, mientras Cotton les enseñaba cosas que Lou y Oz ya habían visto pero que Diamond no, entraron en el Oldsmobile de Cotton, que estaba aparcado frente al juzgado. Salieron de Dickens, Diamond y Lou apretados en el asiento trasero descubierto y Oz y Jeb en el delantero junto a Cotton. El sol comenzaba a descender y la brisa les resultaba agradable. Tenían la sensación de que no existía nada más hermoso que el sol poniéndose tras las montañas.
Pasaron por Tremont y al poco cruzaron el pequeño puente situado cerca de McKenzie's e iniciaron el ascenso. Llegaron a un cruce con la vía del tren y en lugar de proseguir por la carretera Cotton viró y condujo el Oldsmobile por las vías.
– Es mejor que por la carretera -explicó-. Ya la retomaremos después. En las estribaciones hay asfalto y macadán, pero aquí no. Las carreteras de la montaña se construyeron con manos que usaban picos y palas. La ley decía que cualquier hombre sano entre dieciséis y sesenta años tenía que ayudar a construir las carreteras durante diez días al año con sus propias herramientas y sudor. Sólo se libraban los profesores y los curas, aunque supongo que esos trabajadores rezarían de vez en cuando. Hicieron un buen trabajo, construyeron unos ciento treinta kilómetros de carretera en cuarenta años, pero viajar por la misma todavía deja el trasero dolorido.
– ¿Y si viene un tren? -preguntó Oz, preocupado.
– Entonces supongo que tendremos que apartarnos -contestó Cotton.