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Finalmente, oyeron el pitido y Cotton detuvo el coche en un lugar seguro y esperó. A los pocos minutos un tren cargado hasta los topes pasó junto a ellos, como si fuera una serpiente de enormes dimensiones. Avanzaba lentamente porque en las vías había muchas curvas.

– ¿Lleva carbón? -inquirió Oz al tiempo que observaba las grandes piedras que se veían en los vagones.

Cotton negó con la cabeza.

– Es coque. Se extrae del cisco y se prepara en los hornos. Lo llevan a las plantas de laminación de acero. -Sacudió lentamente la cabeza-. Los trenes llegan vacíos y se van llenos. Carbón, coque, madera… Nunca traen nada, excepto más mano de obra.

En un ramal de la línea principal, Cotton les señaló una población minera compuesta de pequeñas casas idénticas con una vía férrea justo en el centro y una tienda de la empresa que, según les explicó Cotton, que conocía el lugar, estaba repleta de artículos. Una larga serie de edificaciones de ladrillo adosadas con forma de colmena ocupaba uno de los caminos. En todas había una puerta metálica y una chimenea cubierta de suciedad. De los cañones de las chimeneas se elevaban columnas de humo que ennegrecían más aún el cielo oscuro.

– Hornos de coque -explicó Cotton.

Vieron una casa grande frente a la cual estaba aparcado un resplandeciente y nuevo Chrysler Crown Imperial. Cotton les dijo que era la casa del encargado de la mina. Al lado había un corral con varias yeguas y un par de añojos saltando y correteando.

– Tengo que ocuparme de un asunto personal -dijo Diamond, que ya había comenzado a desabrocharse los tirantes del peto-. Demasiados refrescos. Iré detrás de esa cabaña; no tardaré nada.

Cotton detuvo el coche, Diamond se apeó y se alejó corriendo. Cotton y los niños hablaron mientras esperaban, y el abogado les explicó otros asuntos de interés.

– Ésta es una explotación hullera de Southern Valley. Se llama Clinch Número Dos. Da mucho dinero, pero el trabajo es muy duro, y tal como la empresa gestiona las tiendas los mineros acaban debiendo más a la empresa de lo que les pagan. -Cotton guardó silencio y miró pensativo en la dirección en que Diamond se había ido, con el ceño fruncido, y luego prosiguió-. Los mineros también enferman y mueren de neumoconiosis o a consecuencia de derrumbamientos, accidentes y cosas parecidas.

Se oyó un pitido y vieron emerger de la entrada de la mina a un grupo de hombres con el rostro ennegrecido y, probablemente, exhaustos. Un grupo de mujeres y niños corrió a su encuentro; todos se encaminaron hacia las casas idénticas, las fiambreras metálicas de la comida y sacando los cigarrillos y las petacas para echar un trago. Otro grupo de hombres, que parecían tan agotados como los anteriores, paró lentamente por su lado para ocupar su lugar bajo la superficie de la tierra.

– Antes había tres turnos, pero ahora sólo hay dos -informó Cotton-. El carbón se está acabando.

Diamond regresó y se subió de un salto al asiento trasero.

– ¿Estás bien, Diamond? -preguntó Cotton.

– Ahora sí -respondió el chico al tiempo que esbozaba una sonrisa y se le encendían los felinos ojos verdes.

Louisa se enfadó cuando supo que habían estado en Dickens. Cotton le explicó que no debería haber retenido a los niños tanto tiempo y que, por lo tanto, él era el culpable. Sin embargo, Louisa replicó que recordaba que su padre había hecho lo mismo y que era difícil eludir el espíritu de los antepasados, así que no pasaba nada. Louisa aceptó el chal, emocionada hasta las lágrimas, y Eugene se puso el sombrero y aseguró que era el mejor regalo que le habían hecho en toda la vida.

Tras la cena Oz se excusó y se dirigió al dormitorio de su madre. Lou, curiosa, lo siguió y se puso a espiarlo por la pequeña rendija que quedaba entre la puerta y la pared. Oz desenvolvió cuidadosamente el paquete que había comprado en el pueblo y sostuvo con firmeza un cepillo para el pelo. El rostro de Amanda transmitía serenidad, y como de costumbre, tenía los ojos cerrados. Para Lou su madre era una princesa que yacía medio moribunda, y ninguno de ellos poseía el antídoto necesario para devolverla a la vida. Oz se arrodilló en la cama y comenzó a cepillarle el pelo a Amanda y a contarle lo bien que se lo habían pasado ese día. Lou vio que le costaba utilizar el cepillo, de modo que entró para ayudarlo. Sostuvo los cabellos de su madre y le enseñó a Oz cómo debía manejar el cepillo. A Amanda le había crecido el pelo, pero todavía era corto.

Más tarde Lou se retiró a su habitación, puso a un lado los calcetines que se había comprado, se tumbó en la cama completamente vestida, pensando en el maravilloso día que habían pasado en el pueblo, y no cerró los ojos ni una vez hasta que llegó la hora de ordeñar las vacas a la mañana siguiente.

19

Varias noches después estaban sentados a la mesa, cenando, mientras fuera diluviaba. Habían invitado a Diamond, que a modo de impermeable se había puesto una vieja lona hecha jirones con un agujero para introducir la cabeza. Jeb se había sacudido y dirigido hacia la chimenea, como si la casa fuera suya. Cuando Diamond se hubo quitado la lona que lo cubría, Lou observó que llevaba algo atado al cuello, y que no olía precisamente bien.

– ¿Qué es eso? -preguntó Lou al tiempo que se tapaba la nariz, ya que el hedor resultaba insoportable.

– Asa fétida -respondió Louisa-. Una raíz. Previene contra las enfermedades. Diamond, cielo, creo que si te calientas junto a la chimenea podrías dármela. Gracias. -Aprovechando que el chico no miraba, Louisa salió al porche trasero y arrojó la raíz hedionda a la oscuridad.

De la sartén de Louisa surgía un delicioso aroma a manteca y costillas. Éstas procedían de uno de los puercos que habían tenido que sacrificar. La matanza solía realizarse en invierno, pero, dadas las circunstancias, se habían visto obligados a hacerlo en primavera. Eugene lo había matado mientras los niños estaban en la escuela. Sin embargo, Oz insistió tanto que Eugene aceptó que lo ayudara a vaciar el puerco y sacarle las costillas, la falda, el beicon y el mondongo. No obstante, cuando Oz vio el animal muerto colgado de un trípode de madera con un gancho de acero atravesándole la boca ensangrentada y un caldero de agua hirviendo cerca que, pensó, esperaba el pellejo de un pequeñín como él para proporcionar el mejor de los sabores, salió corriendo. Los gritos resonaron por todo el valle, como si un gigante se hubiera golpeado en el dedo gordo del pie. Eugene se había quedado admirado ante la velocidad y la capacidad pulmonar de Oz, y luego había comenzado a descuartizar el puerco.

Todos comieron la carne con ganas, así como los tomates en conserva y las judías verdes que habían pasado seis meses macerándose en salmuera y azúcar, y las alubias pintas que quedaban.

Louisa llenó todos los platos salvo el suyo. Mordisqueó el tomate y las judías y mojó el pan de maíz en la manteca caliente, pero eso fue todo. Sorbió un poco de café de achicoria y miró a los demás, que se reían de alguna tontería que había dicho Diamond. Escuchó la lluvia que caía sobre el tejado. De momento todo iba bien, aunque el que lloviera entonces no significaba nada; si no llovía en julio y agosto la cosecha sería polvo, y el polvo nunca le había llenado el estómago a nadie. Pronto comenzaría la recolección: maíz, judías trepadoras, tomates, calabazas, cidras, colinabos, patatas tardías, coles, boniatos y judías verdes. En el suelo ya había patatas y cebollas bien apiladas para evitar la escarcha. Este año la tierra se portaría bien con ellos; ya era hora de que así fuera.

Louisa continuó escuchando la lluvia. «Gracias, Señor, pero asegúrate de que tu generosidad también nos llegue este verano. No demasiado porque los tomates se echan a perder ni muy poco porque el maíz apenas crece hasta la cintura. Sé que pido mucho, pero te lo agradecería infinitamente», pensó. Dijo «amén» en silencio y luego se esforzó por unirse a los demás y disfrutar de la velada.