– ¿Por qué no nos vamos a Virginia? -preguntó Amanda, y luego contuvo la respiración.
Jack apretó el volante. En la carretera no había más coches ni luces, salvo las del Zephyr. Una espesa neblina cubría el camino y no se atisbaba el resplandor de estrella alguna que los guiara. Era como si condujeran por un océano llano y azul, por lo que el cielo y la tierra se confundían. Semejante conspiración entre los elementos engañaría fácilmente a cualquier persona.
– ¿Qué hay en Virginia? -inquirió en tono cauto.
Amanda le sujetó el brazo con fuerza, cada vez más frustrada.
– ¡Tu abuela! La granja en las montañas. El entorno de todas esas hermosas novelas. Te has pasado la vida escribiendo sobre ella y nunca has regresado. Los niños no conocen a Louisa. Dios mío, ni siquiera yo la conozco. ¿No crees que ha llegado el momento?
La voz de Amanda sobresaltó a Oz. Lou tendió la mano, la apoyó en el pecho del niño y transmitió a éste su calma. Era algo que Lou hacía de forma automática; Amanda no era la única protectora de Oz.
Jack clavó la vista en la carretera, visiblemente irritado por el cariz que estaba tomando la conversación.
– Si todo sale como planeo, Louisa vendrá a vivir con nosotros. Nos ocuparemos de ella; no puede quedarse allá arriba a su edad -añadió con amargura-. Es una vida demasiado dura.
Amanda negó con la cabeza.
– Louisa nunca abandonará las montañas. Sólo la conozco por las cartas y lo que me has contado, pero aun así sé que no se marchará de allí.
– Bueno, no se puede vivir siempre en el pasado. Y vamos a ir a California. Allí seremos felices.
– Jack, eso no te lo crees ni tú. ¡No te lo crees ni tú!
Lou volvió a inclinarse hacia delante. Era todo codos, cuello, rodillas, extremidades que parecían crecer ante los ojos de sus padres.
– Papá, ¿no quieres escuchar mi historia?
Amanda puso la mano en el brazo de Lou en el instante en que ésta miraba al asustado Oz e intentaba tranquilizarle con la sonrisa, si bien ella no se sentía tranquila en absoluto. Resultaba evidente que aquél no era un buen momento para la discusión.
– Lou, espera un momento, cariño. Jack, hablaremos luego, pero no delante de los niños. -De repente, temía el curso que pudiera tomar la conversación.
– ¿A qué te refieres con que no me lo creo? -preguntó Jack.
– Jack, ahora no.
– Tú has empezado la conversación, de modo que no me culpes si quiero acabarla.
– Jack, por favor…
– ¡Ahora, Amanda!
Amanda nunca había oído a su esposo hablar en ese tono, pero en lugar de amilanarse se enfadó.
– Casi nunca estás con los niños. Siempre viajando, dando conferencias, asistiendo a certámenes y congresos. Todos quieren un trozo de Jack Cardinal aunque no te paguen por ese privilegio. ¿De veras crees que las cosas nos irán mejor en California? Lou y Oz nunca te verán.
El rostro de Jack parecía un muro de contención. Al hablar, su voz destiló un tono que era una mezcla de su propia aflicción y el deseo de infligírsela a Amanda.
– ¿Me estás diciendo que no me ocupo de los niños?
Amanda conocía la táctica, pero aun así sucumbió a la misma.
– No intencionadamente, pero escribir te absorbe tanto…
Lou estuvo a punto de saltar al asiento delantero.
– Papá se ocupa de nosotros. No sabes lo que dices. ¡Te equivocas! ¡Te equivocas!
El impenetrable muro de Jack se volvió hacia Lou.
– No vuelvas a hablarle así a tu madre. ¡Jamás!
Amanda miró a Lou, intentó decirle algo conciliador, pero su hija fue más rápida que ella.
– Papá, ésta es la mejor historia que he escrito. Te lo juro. Déjame que te cuente cómo empieza.
Sin embargo, a Jack Cardinal, quizá por primera vez en su vida, no le interesaba una historia. Se volvió y miró de hito en hito a su hija. Bajo aquella mirada fulminante la expresión de la niña pasó de la esperanza a la mayor de las desilusiones en apenas unos instantes.
– Lou, te he dicho que ahora no.
Jack se volvió lentamente. Amanda y él vieron lo mismo a la vez y palidecieron de inmediato: había un hombre inclinándose sobre el maletero de su coche parado. Estaban tan cerca que Amanda divisó, a la luz de los faros, el contorno de la cartera del hombre en su bolsillo trasero. Ni siquiera tendría tiempo de volverse y ver a la muerte dirigirse hacia él a ochenta kilómetros por hora.
– ¡Oh, Dios mío!-gritó Jack.
Viró bruscamente a la izquierda y evitó la embestida mortal, permitiendo que aquel hombre despreocupado viviera al menos un día más. Sin embargo, el Zephyr se había salido de la carretera y había entrado en un terreno inclinado repleto de árboles. Jack giró a la derecha.
Amanda chilló y alargó las manos hacia los niños mientras el coche avanzaba sin control. Intuyó que incluso un vehículo tan pesado como el Zephyr volcaría.
Una expresión de pánico asomó a los ojos de Jack, que estaba sin aliento. Mientras el coche se deslizaba por la carretera resbaladiza y llegaba al arcén, Amanda saltó al asiento trasero. Rodeó a los niños con los brazos y colocó su cuerpo entre ellos y todo cuanto pudiera resultar peligroso en el coche. Jack viró hacia el otro lado, pero ya había perdido el control del Zephyr, cuyos frenos no respondían. El coche evitó una arboleda que habría resultado mortal, pero entonces sucedió lo que Amanda había temido: comenzó a dar vueltas de campana.
Cuando el techo del automóvil impactó contra la tierra, la puerta del lado del conductor se abrió por completo y, como un nadador perdido en un remolino, Jack Cardinal desapareció de la vista. El Zephyr dio otra vuelta de campana y golpeó contra un árbol, lo que amortiguó la caída. Llovieron cristales rotos sobre Amanda y los niños. El sonido del metal rasgado mezclado con los gritos era terrible; el olor a gasolina y a nubes de humo, penetrante. Tras cada vuelta de campana y su subsiguiente impacto, Amanda sujetaba a Lou y Oz contra el asiento con una fuerza que parecía sobrehumana, moderando cada golpe y evitando que sufrieran.
El metal del Zephyr libró una batalla colosal con la tierra compacta, pero, finalmente, ésta venció y el techo y los laterales del coche se hundieron. Un fragmento afilado hirió a Amanda en la nuca, que comenzó a sangrar profusamente. Mientras Amanda perdía las esperanzas, el coche, tras una última vuelta, quedó boca abajo, señalando con el morro el camino por el que habían venido.
Oz alargó la mano para tocar a su madre; la incomprensión era lo único que separaba al pequeñín del pánico absoluto.
Con un movimiento rápido y ágil Lou salió del vehículo destrozado. Los faros del Zephyr seguían encendidos, y buscó desesperadamente a su padre en aquel caos de luz y oscuridad. Escuchó pasos y comenzó a rezar para que su padre hubiera sobrevivido. Entonces dejó de mover los labios. La luz de los faros le permitió ver el cuerpo tendido en la tierra; el cuello estaba tan torcido que era imposible que viviese. Alguien golpeó el coche con la mano y la persona a la que habían estado a punto de matar les habló. Lou no quiso escuchar al hombre por cuya culpa su familia había quedado hecha añicos. Se volvió y miró a su madre.
Amanda Cardinal también había visto el perfil de su esposo bajo la inmisericorde luz. Por unos instantes que parecieron eternos, madre e hija se miraron expresando todo el alcance de sus sentimientos. Amanda vio que en el semblante de su hija se dibujaban la traición, la ira, el odio. Esos sentimientos cubrieron a Amanda como si fueran una losa de hormigón sobre su cripta; eran mucho peores que todas las pesadillas que había tenido en vida. Cuando Lou apartó la mirada, dejó tras de sí a una madre destrozada, que cerró los ojos y oyó a su hija gritarle a su padre que fuese a buscarla, que no la abandonara. Entonces, para Amanda Cardinal aquello fue el final.