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Llamaron a la puerta. Era Cotton; llevaba el abrigo empapado a pesar de que la distancia que separaba el coche del porche era poca. No parecía el de siempre ya que ni siquiera sonreía. Aceptó una taza de café, un poco de pan de maíz y se sentó junto a Diamond. El chico levantó la vista hacia él, como si supiera lo que se avecinaba.

– El sheriff ha venido a verme, Diamond.

Todos miraron primero a Cotton y luego al chico. Oz tenía los ojos abiertos como platos.

– ¿Y eso? -preguntó Diamond mientras se introducía en la boca un tenedor lleno de judías y cebolla.

– Parece ser que una pila de excremento de caballo entró en el nuevo Chrysler del encargado de la mina Clinch Número Dos. El hombre se sentó en el coche sin saberlo, a oscuras, y como estaba resfriado no olió el estiércol. Comprensiblemente, la experiencia le enojó bastante.

– Caray, qué raro -dijo Diamond-. Me pregunto cómo se las ingeniaría el caballo para entrar allí. Seguramente se apoyó en la ventana y lo dejó caer. -Acto seguido, Diamond continuó comiendo aunque no así los demás.

– Recuerdo que te dejé salir por allí para solucionar algún asuntillo personal cuando volvíamos de Dickens.

– ¿Se lo has dicho al sheriff? -se apresuró a preguntar Diamond.

– No -repuso Cotton-, curiosamente la memoria me falló justo cuando me lo preguntó. -Vio que el chico parecía aliviado, y prosiguió-: Pero pasé una hora terrible en el juzgado con el encargado y un abogado de la empresa minera; ambos estaban completamente seguros de que aquello había sido obra tuya. Pero, claro, gracias a mis prudentes repreguntas logré demostrar que no había testigos presenciales ni ninguna prueba que te relacionara con este… asuntillo. Y, por suerte, no se pueden tomar huellas dactilares en el excremento de caballo. El juez Atkins se mostró de acuerdo conmigo, así que, bueno, ésa es la situación. Pero los de la mina nunca olvidan nada, hijo, ya lo sabes.

– Yo tampoco -replicó Diamond.

– ¿Por qué iba a hacer algo así? -preguntó Lou.

Louisa miró a Cotton, éste le devolvió la mirada y luego dijo:

– Diamond, estoy contigo, hijo, te lo digo en serio. Lo sabes. Pero la ley no. Y la próxima vez tal vez no sea tan fácil salir airosos. Y es probable que la gente empiece a solucionar las cosas a su manera. Así que te aconsejo que te andes con ojo. Te lo digo por tu bien, hijo, lo sabes de sobra.

Cotton se levantó y se puso el sombrero. No quiso responder a más preguntas por parte de Lou ni quedarse a dormir. Se detuvo y miró a Diamond, que observaba lo que quedaba de comida sin excesivo entusiasmo.

– Diamond, cuando los de la mina se largaron, el juez Atkins y yo nos reímos un buen rato. Diría que ha sido un buen modo de acabar con tu incipiente carrera de abogado, hijo. ¿Estamos?

Finalmente, el chico sonrió y dijo:

– Estamos.

20

Una mañana Lou se levantó temprano, antes incluso que Louisa y Eugene, porque no escuchó ningún movimiento abajo. Se había acostumbrado a vestirse a oscuras, y no tenía dificultad ni siquiera cuando se ataba los cordones de las botas. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Estaba tan oscuro que tuvo la sensación de encontrarse bajo el agua. Se estremeció porque creyó ver que algo salía del establo para desaparecer al cabo de un instante, como por arte de magia. Abrió la ventana para ver mejor pero, fuera lo que fuera, ya no estaba allí. Debía de haberlo imaginado.

Bajó las escaleras lo más silenciosamente posible, se encaminó hacia la habitación de Oz para despertarlo pero se detuvo en la puerta del dormitorio de su madre. Estaba entreabierta, y Lou permaneció allí durante unos instantes, como si algo le impidiera el paso. Se apoyó en la pared, se desplazó un poco, deslizó las manos por el marco de la puerta y se echó hacia atrás. Finalmente, Lou asomó la cabeza en el dormitorio.

Se sorprendió al ver dos figuras en la cama. Oz estaba tumbado junto a su madre. Llevaba unos calzoncillos largos y las pantorrillas se le veían un poco porque las perneras se le habían subido y se había puesto unos gruesos calcetines de lana. Tenía el trasero un tanto elevado y el rostro ladeado de modo que Lou lo veía a la perfección. Sonreía dulcemente y sujetaba con fuerza el nuevo osito.

Lou entró con sigilo y le colocó la mano en la espalda. Oz no se movió y Lou deslizó la mano hacia abajo y tocó con suavidad el brazo de su madre. Cuando ejercitaba las extremidades de su madre una parte de Lou siempre confiaba en que ésta empujase un poco. Sin embargo, nunca sucedía, no era más que un peso muerto. Al producirse el accidente Amanda había demostrado que poseía una gran fuerza, y había evitado que sus hijos resultaran heridos. Lou pensó que al salvarlos tal vez la hubiese agotado por completo. Lou los dejó allí y se dirigió a la cocina.

Puso carbón en la chimenea del salón, encendió el fuego y se sentó frente al mismo durante un rato para que el calor calentara su cuerpo aterido. Al alba abrió la puerta y sintió el aire helado en el rostro. Tras la tormenta pasada había en el cielo unas grandes nubes grises cuyos contornos eran de un intenso color rojizo. Debajo se encontraban los descomunales bosques verdes que parecían llegar al cielo. Era uno de los finales de los amaneceres más maravillosos que recordaba. Lou jamás había visto ninguno parecido en la ciudad.

Aunque no había transcurrido tanto tiempo a Lou le parecía que habían pasado varios años desde que había caminado por las calles de Nueva York, viajado en metro, corrido para buscar un taxi con sus padres, caminado entre las multitudes de compradores en Macy's después del día de Acción de Gracias o ido al estadio de los Yankees para ver jugar a su equipo favorito y engullir perritos calientes. Varios meses atrás todo aquello había dado paso a la tierra inclinada, los árboles y los animales que olían y hacían respetar el lugar. Los tenderos de la esquina se habían convertido en pan crujiente y leche espesa, el agua del grifo en agua bombeada o transportada en cubos, la biblioteca pública en una pequeña vitrina con unos pocos libros y los rascacielos en montañas elevadas. Por una razón que no alcanzaba a comprender, Lou no sabía si podría quedarse en la montaña mucho más tiempo. Quizás existieran motivos sobrados para que su padre no hubiera regresado nunca.

Fue al establo, ordeñó las vacas, llevó un cubo lleno de leche a la cocina y el resto al cobertizo del arroyo, donde la depositó en la fría corriente de agua. El aire ya estaba más cálido.

Lou ya había puesto a calentar la cocina y preparado la sartén con manteca cuando Louisa entró. Estaba enfadada, porque Eugene y ella habían dormido más de la cuenta. Luego vio los cubos llenos en el fregadero y Lou le dijo que ya había ordeñado las vacas. Cuando se percató de todo lo que la chica había hecho, Louisa sonrió agradecida.

– Si me descuido acabarás haciéndote cargo de este lugar sin mi ayuda.

– Lo dudo mucho -replicó Lou en un tono que hizo que Louisa dejara de sonreír.

Media hora después Cotton llegó sin previo aviso. Vestía pantalones de trabajo remendados, una camisa vieja y unos zapatos de cuero desgastados. No llevaba las gafas de montura metálica, y en lugar del sombrero flexible de fieltro se cubría la cabeza con uno de paja que, según Louisa, demostraba que había sido de lo más previsor, porque todo indicaba que ese día el sol sería implacable.

Todos saludaron a Cotton, aunque Lou lo hizo farfullando; cada vez le molestaba más que le leyese a su madre. Sin embargo, le gustaban sus modales y cortesía. Era una situación perturbadora y compleja.

Aunque había hecho frío durante la noche, la temperatura resultaba más agradable. Louisa no tenía un termómetro, pero, tal y como dijo, sus huesos eran tan fiables y precisos como el mercurio. Anunció que había llegado el momento de la siembra. Si lo hacían más tarde de lo debido la cosecha no sería tan buena.