Se dirigieron hacia la primera parcela que sembrarían, un rectángulo inclinado de cuatro hectáreas. El viento había arrastrado las nubes grises hasta la línea montañosa, dejando así el cielo despejado. Sin embargo, las montañas parecían más bajas de lo normal. Louisa esparció con sumo cuidado los granos de maíz de la temporada anterior, abiertos y guardados en el granero durante el invierno. Enseñó a los demás el modo como debían proceder.
– Cada media hectárea hay que poner unos treinta kilos de maíz -dijo-. Si podemos, más.
Durante un rato todo marchó sobre ruedas. Oz recorría sus surcos, arrojando en cada montón de tierra el número de granos que Louisa le había indicado. Sin embargo, Lou no prestaba la atención necesaria, por lo que a veces echaba más y otras menos.
– Lou -dijo Louisa con aspereza-. ¡Tres granos por montón, niña!
Lou la miró fijamente.
– Como si cambiara algo.
Louisa puso las manos en jarras.
– Pues cambia algo básico: comer o no comer.
Lou permaneció inmóvil por unos instantes y luego prosiguió sembrando, al ritmo de tres granos por montón cada veinte centímetros, más o menos. Al cabo de dos horas habían sembrado la mitad de la parcela. Durante la hora siguiente Louisa les enseñó a utilizar la azada para cubrir el maíz sembrado. Al poco, a Oz y a Lou se les formaron ampollas rojizas en las manos, a pesar de que llevaban guantes. A Cotton también le habían salido.
– Hacer de abogado no te prepara para el trabajo verdadero -les explicó al tiempo que les mostraba las dos dolorosas ampollas que le habían salido en las manos.
Louisa y Eugene, cuyas manos tenían tantos callos que no necesitaban guantes, trabajaban el doble de rápido que los otros y las palmas de las manos apenas se les enrojecían un poco.
Tras acabar con el último montón Lou, más aburrida que cansada, se sentó en el suelo y comenzó a darse golpecitos en la pierna con los guantes.
– Vaya, qué divertido. ¿Y ahora qué?
Un palo curvo apareció frente a su rostro.
– Antes de ir a la escuela Oz y tú iréis a buscar las vacas desobedientes.
Lou miró a Louisa de hito en hito.
Lou y Oz recorrieron los bosques a pie. Eugene había dejado las vacas y el ternero pastando en campo abierto y los animales, como harían las personas, vagaban por el campo buscando mejores pastos.
Lou golpeó una lila con el palo que Louisa le había dado para asustar a las serpientes. A Oz no le había mencionado la amenaza que éstas suponían porque suponía que si lo hacía acabaría llevándole cargado a la espalda.
– No puedo creerme que estemos buscando a esas vacas estúpidas -dijo enojada-. Si son tan tontas como para perderse nadie debería ir a buscarlas.
Se abrieron paso por la maraña de cornejos y laureles de montaña. Oz se colgó de la rama más baja de un pino irregular y luego silbó mientras un cardenal revoloteaba a su lado, si bien la mayoría de los habitantes de la montaña lo habrían llamado pájaro rojo.
– Mira, Lou, un cardenal.
Más interesados en encontrar pájaros que vacas, pronto vieron muchas variedades, la mayor parte de las cuales les resultaban desconocidas. Los colibríes revoloteaban en torno a varios grupos de campanillas y violetas; los niños asustaron a un grupo de alondras que estaba en la densa maleza. Un gavilán les hizo saber de su presencia mientras que unos arrendajos azules no dejaban de molestarles. Los rododendros salvajes comenzaban a florecer, rojos y rosados, al igual que el tomillo de Virginia, de flores blancas y de color azul lavanda en el extremo. En las laderas inclinadas vieron madroños trepadores y capuchas de fraile entre la pizarra apilada y otras rocas amontonadas. Los árboles estaban en su máximo esplendor, coronados por el intenso azul del cielo. Y allí estaban, persiguiendo bovinos que habían perdido el norte, pensó Lou.
Oyeron un cencerro hacia el este.
Oz parecía entusiasmado.
– Louisa nos dijo que nos guiásemos por el sonido del cencerro.
Lou siguió a Oz por las arboledas de hayas, álamos y tilos mientras las poderosas ramas de la glicina se aferraban a ellos como si fueran unas manos fastidiosas, y tropezaban con las raíces que sobresalían de la tierra. Llegaron a un pequeño claro rodeado de cicuta y árboles del caucho y volvieron a oír el cencerro, aunque no vieron las vacas. Un pinzón dorado pasó volando junto a ellos, asustándolos.
De pronto oyeron un mugido, y el cencerro volvió a sonar.
Los dos miraron alrededor, desconcertados, hasta que Lou alzó la vista y vio a Diamond subido a un arce, agitando un cencerro e imitando el mugido de las vacas. Iba descalzo, con la misma ropa de siempre, un cigarrillo en la oreja, y el pelo de punta, como si un ángel travieso tirara de la pelambre rojiza del chico.
– ¿Qué haces? -preguntó Lou, furiosa.
Diamond saltó de rama en rama con gran agilidad, luego al suelo y volvió a agitar el cencerro. Lou se percató de que utilizaba un cordel para sujetar al peto la navaja que le había regalado.
– Os creísteis que era una vaca.
– No me ha hecho ninguna gracia -le espetó Lou-. Tenemos que encontrarlas.
– Tranquila, que las vacas nunca se pierden; sólo dan vueltas hasta que alguien las encuentra. -Silbó y Jeb surgió de la maleza para unirse a ellos.
Diamond los condujo por una franja de nogales y fresnos; en el tronco de uno de los fresnos un par de ardillas parecían pelearse por el reparto de un botín. Se detuvieron para contemplar, admirados, un águila real encaramada a la rama de un imponente álamo de veinticinco metros de altura. En el claro siguiente vieron a las vacas pastando en un corral natural formado por árboles caídos.
– Enseguida supe que eran las de la señora Louisa. Me imaginé que vendríais a buscarlas.
Con la ayuda de Diamond y Jeb llevaron las vacas de vuelta al corral. Por el camino Diamond les enseñó a sujetarse de las colas de los animales para que éstos les arrastraran colina arriba para que así, les dijo, pagaran un poco por haberse escapado. Tras cerrar la puerta del corral, Lou dijo:
– Diamond, explícame por qué pusiste excremento de caballo en el coche de aquel hombre.
– No puedo, porque yo no lo hice.
– Venga, Diamond. Lo admitiste ante Cotton.
– Estoy sordo como una tapia, no oigo nada de nada.
Lou, frustrada, se puso a trazar círculos en la tierra con el pie.
– Mira, Diamond -dijo-, tenemos que ir a la escuela. ¿Quieres venir con nosotros?
– No voy a la escuela -replicó el chico al tiempo que se colocaba el cigarrillo sin encender entre los labios.
– ¿Cómo es que tus padres no te obligan a ir?
A modo de respuesta, Diamond llamó a Jeb con un silbido y los dos se marcharon corriendo.
– ¡Eh, Diamond! -gritó Lou.
El chico y el perro corrieron más deprisa aún.
21
Lou y Oz llegaron corriendo al patio vacío y entraron enseguida en la escuela. Jadeando, se dirigieron rápidamente a sus asientos.
– Sentimos llegar tarde -dijo Lou a Estelle McCoy, que ya había comenzado a escribir en la pizarra-. Estábamos trabajando en el campo y… -Miró alrededor y se percató de que la mitad de los asientos estaban vacíos.
– No pasa nada, Lou -le dijo la profesora-. Ha comenzado la época de la siembra. Me alegro de veras de que os haya dado tiempo de hacerlo todo.
Lou se sentó. Con el rabillo del ojo vio que Billy Davis estaba en la clase. Parecía tan angelical que Lou se dijo a sí misma que debía ser prudente. Cuando abrió el pupitre para guardar los libros no pudo contener el grito: había una serpiente enrollada y muerta en su pupitre; medía casi un metro de longitud y su piel era cobriza con anillos amarillos. Sin embargo, lo que realmente hizo que Lou se enfadase fue el trozo de papel sujeto en la serpiente con las palabras «NORTEÑOS A CASA» garabateadas en él.