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– Lou -dijo la señora McCoy-, ¿te pasa algo?

Lou cerró el pupitre y miró a Billy, que apretaba la boca y fingía leer su libro.

– No -respondió Lou.

Era la hora de la comida y aunque brillaba el sol, hacía frío, por lo que los niños salieron fuera para comer, con las fiambreras en la mano. Todos tenían algo con lo que llenarse el estómago, aunque sólo fueran restos de pan de maíz o bollos, y se veían muchas jarritas de leche o de agua del arroyo. Los niños se recostaban en el suelo para comer, beber y charlar. Los más pequeños corrían en círculos hasta que estaban tan mareados que se caían, y entonces los hermanos mayores los ayudaban a levantarse y les decían que comieran.

Lou y Oz se sentaron a la sombra del nogal, donde la brisa mecía con suavidad los cabellos de Lou. Oz mordió con ganas el bollo con mantequilla y se bebió la fría agua del arroyo que habían traído en un tarro. Sin embargo, Lou no comió; parecía como si esperara algo, y estiró las piernas como si se preparara para una carrera.

Billy Davis se pavoneó entre los pequeños grupos de niños, agitando con ostentación la fiambrera de madera, que no era más que un cuñete con un alambre que servía para sujetarlo. Se detuvo junto a un grupo, dijo algo, se rió, miró a Lou y volvió a reírse. Finalmente, se subió a las ramas bajas de un arce y abrió la fiambrera. Chilló, se cayó del árbol y aterrizó con la cabeza. Tenía una serpiente encima y se agitó y pataleó para sacudírsela. Luego se percató de que era la víbora cobriza, que habían atado a la tapa de la fiambrera, que todavía sujetaba con la mano. Cuando dejó de chillar como un cerdo degollado vio que todos los niños se estaban riendo de él a mandíbula batiente.

Todos salvo Lou, que seguía sentada con los brazos cruzados y fingía hacer caso omiso de aquel espectáculo. Luego, en su rostro se dibujó una sonrisa tan amplia, que parecía querer eclipsar el sol. Cuando Billy se incorporó ella hizo otro tanto. Oz se llevó a la boca lo que quedaba del bollo, se bebió el agua y se apresuró a ponerse a salvo tras el nogal. Lou y Billy, con los puños preparados, se encontraron en el centro del patio. La multitud se cerró a su alrededor y la chica norteña y el montañés dieron comienzo al segundo asalto.

Lou, esta vez con el otro extremo del labio cortado, se sentó en su pupitre. Le sacó la lengua a Billy, que se sentaba frente a ella y tenía la camisa desgarrada y el ojo derecho amoratado. Estelle McCoy estaba frente a ellos, con los brazos cruzados y expresión ceñuda. Tras detener el asalto del campeonato, la enojada maestra había dado por concluida las clases antes de la hora habitual y había informado de lo sucedido a las familias de los luchadores.

Lou estaba de muy buen humor porque le había vuelto a dar una paliza a Billy delante de todos. Billy, que no parecía muy contento, se movía inquieto en la silla y miraba nervioso hacia la puerta. Finalmente, Lou comprendió el motivo de su preocupación al ver que la puerta de la escuela se abría y aparecía George Davis.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -bramó con tal fuerza que hasta Estelle McCoy se encogió de miedo.

Mientras George Davis avanzaba, la maestra retrocedió.

– Billy se ha peleado, George -dijo la señora McCoy.

– ¿Me has hecho venir por culpa de una maldita pelea? -le espetó, y luego se irguió amenazadoramente sobre Billy-. Estaba trabajando en el campo, desgraciado, no tengo tiempo para estas tonterías.

Cuando George vio a Lou sus ojos salvajes se tornaron más malvados aún y entonces le propinó a Billy un revés en la cabeza que lo arrojó al suelo. Luego se inclinó sobre él y masculló:

– ¿Has dejado que una maldita niña te hiciera eso?

– ¡George Davis! -gritó Estelle McCoy-. Deja en paz a tu hijo.

George alzó la mano en ademán amenazador.

– A partir de hoy el chico trabajará en la granja. Se acabó esta maldita escuela.

– ¿Por qué no dejas que sea Billy quien lo decida? -inquirió Louisa mientras entraba en la clase, seguida de Oz, quien se aferraba con fuerza a sus pantalones.

– Louisa -dijo la maestra, aliviada.

Davis se mantuvo firme.

– Es un niño y hará lo que le diga.

Louisa ayudó a Billy a sentarse en el pupitre y le consoló antes de volverse hacia su padre.

– ¿Tú ves un niño? Pues yo veo a todo un hombrecito.

– ¡No es un hombre! -bramó Davis.

Louisa dio un paso hacia Davis y le habló en voz baja, pero su mirada era tan intensa que Lou dejó de respirar durante unos instantes.

– Pero tú sí que lo eres, de modo que no vuelvas a pegarle.

Davis la señaló en la cara con un dedo sin uña.

– No me vengas con cómo debo tratar a mi chico. Tú tuviste uno. Yo he tenido nueve y hay otro en camino.

– El número de niños que se traen al mundo poco tiene que ver con ser un buen padre.

– Ese negro enorme, Ni Hablar, vive contigo. Dios te castigará por eso. Debe de ser esa sangre de cherokee. Ésta no es tu tierra. Nunca lo ha sido, india.

Lou, sorprendida, miró a Louisa. No sólo era norteña, sino india también.

– Se llama Eugene -replicó Louisa-. Y mi padre no era cherokee sino medio apache. Y el Dios que conozco castiga a los malvados. Como los hombres que pegan a sus hijos. -Dio otro paso hacia Davis-. Si vuelves a ponerle una mano encima será mejor que supliques a tu Dios para que no me cruce en tu camino.

Davis soltó una carcajada.

– Qué miedo me das, vieja.

– Entonces es que eres más listo de lo que me pensaba.

Davis apretó el puño y parecía dispuesto a golpear pero en ese preciso instante vio a Eugene en la entrada y cambió de parecer.

Davis sujetó a Billy con fuerza.

– Chico, vete a casa. ¡Vete!

Billy salió corriendo de la clase. Davis lo siguió lentamente, tomándose su tiempo. Se volvió para mirar a Louisa.

– Esto no se ha acabado. No, señor.

Cerró de un portazo.

22

El curso escolar había llegado a su fin y en la granja había comenzado el trabajo duro. Louisa se levantaba todos los días bien temprano, antes incluso de que amaneciera, y despertaba a Lou. La chica realizaba sus tareas así como las de Oz por haberse peleado con Billy, y luego pasaban el resto del día trabajando en los campos. Tomaban un almuerzo sencillo y bebían agua fría del manantial bajo la sombra de un magnolio, sin hablar demasiado y sintiendo la ropa húmeda por el sudor. Durante los descansos Oz lanzaba piedras tan lejos que los otros sonreían y le aplaudían. Estaba creciendo y los músculos de los brazos y hombros comenzaban a marcársele; el trabajo estaba convirtiéndolo en un muchacho fuerte y esbelto, al igual que a su hermana. Al igual que a todos los que luchaban por sobrevivir en aquellas montañas.

Hacía tanto calor que Oz sólo llevaba el pantalón con peto, sin camisa ni zapatos. Lou también iba descalza, pero llevaba una vieja camiseta de algodón. El sol era más intenso en las alturas, y cada día que pasaba su pelo estaba más rubio y su piel más morena.

Louisa no paraba de enseñarles cosas: les explicó que las judías trepadoras, que crecen por los tallos del maíz y tienen hebras, deben pelarse o, de lo contrario, podrían asfixiarse. Y que podrían cultivar la mayoría de las semillas, excepto la avena, que requería maquinaria para trillarla, maquinaria que los granjeros de las montañas nunca tendrían. Y cómo lavar la ropa empleando la tabla de lavar y el jabón necesario, hecho de lejía y grasa de cerdo, aunque no mucha, manteniendo caliente el fuego, enjuagando la ropa de la forma adecuada y añadiendo azulete al tercer aclarado para que quedara bien limpia. Y luego, por la noche y a la luz de la lumbre, cómo zurcir con aguja e hilo. Louisa también les dijo cuándo sería el mejor momento para que Lou y Oz aprendieran las artes de herrar a las muías y enguatar.

Finalmente, Louisa encontró tiempo para enseñarles a montar a Sue, la yegua. Eugene los subiría por turnos a la yegua y montarían a pelo, sin una manta siquiera.