– No, no es sólo eso. Ve a buscar a Oz. Venga, nos lo pasaremos bien. Ya verás.
Lou parecía insegura.
– ¿Está muy lejos?
– No. No tendrás miedo a la oscuridad, ¿no?
– Espera aquí -dijo Lou, y cerró la ventana.
poco después Lou y Oz estaban vestidos y habían salido sigilosamente de la casa al encuentro de Diamond y Jeb.
Lou bostezó.
– Espero que valga la pena, Diamond, o te arrepentirás de habernos despertado.
Se dirigieron hacia el sur a buen ritmo. Diamond habló durante todo el camino, pero se negó a revelarles adónde iban. Finalmente, Lou desistió y observó los pies descalzos de Diamond trepar con facilidad por piedras puntiagudas. Lou y Oz llevaban zapatos.
– Diamond, ¿nunca tienes frío en los pies, nunca te duelen? -preguntó cuando se detuvieron en un montículo para recuperar el aliento.
– Cuando nieve, entonces puede ser que me veáis algo en los pies, pero sólo si hay tres metros de nieve o más. Venga, vamos.
Partieron de nuevo y al cabo de veinte minutos Lou y Oz oyeron un torrente de agua. Un minuto después Diamond levantó una mano y se detuvieron.
– Ahora tenemos que ir despacio -dijo.
Le siguieron de cerca mientras avanzaban por unas rocas cada vez más resbaladizas; el sonido del torrente de agua parecía proceder de todas partes a la vez, como si un maremoto estuviera a punto de engullirlos. Lou, nerviosa, agarró con fuerza la mano de Oz, quien debía de estar aterrorizado. Dejaron atrás un grupo de abedules imponentes y sauces llorones repletos de agua y Lou y Oz alzaron la vista, maravillados.
La cascada tenía casi treinta metros de altura. Surgía de un montón de piedras calizas desgastadas y caía en picado hasta un estanque natural de agua espumosa que luego discurría hacia la oscuridad. Entonces Lou cayó en la cuenta de lo que Diamond había querido decir con lo de la luna. Resplandecía tanto, y la cascada y el estanque estaban tan perfectamente situados, que el trío se vio rodeado de una luz tan intensa que parecía que se hubiera hecho de día.
Retrocedieron un poco hasta un lugar desde el que seguían dominándolo todo, pero el sonido del torrente no era tan fuerte y así no tenían necesidad de hablar a voz en cuello.
– Es el principal afluente del río McCloud -dijo Diamond-, y el más elevado.
– Es como si nevara hacia arriba -comentó Lou mientras, atónita, se sentaba sobre una piedra cubierta de musgo.
De hecho, con el agua espumosa salpicando hacia lo alto y la luz intensa parecía, en efecto, que la nieve regresaba al cielo. En uno de los extremos del estanque el agua brillaba aún más. Se dirigieron hacia aquel lugar.
– Aquí es donde Dios tocó la tierra -dijo Diamond con aire de gravedad.
Lou se inclinó hacia delante y observó el lugar atentamente. Se volvió hacia Diamond y anunció:
– Fósforo.
– ¿Qué? -preguntó Diamond.
– Creo que es fósforo. Lo aprendí en la escuela.
– Repite esa palabra -pidió Diamond.
Lou así lo hizo, y Diamond la pronunció una y otra vez hasta que acabó surgiendo con absoluta naturalidad de su boca. Declaró que era una palabra solemne y agradable pero que, de todos modos, era algo que Dios había tocado, y Lou no tuvo el valor de llevarle la contraria.
Oz se agachó e introdujo la mano en el agua, pero la sacó de inmediato y se estremeció.
– Siempre está así de fría -informó Diamond-, incluso el día más caluroso del año. -Miró alrededor, sonriendo-. Pero es bonito, ¿a que sí?
– Gracias por traernos -dijo Lou.
– Aquí traigo a todos mis amigos -explicó afablemente Diamond, y luego miró hacia el cielo-. Eh, ¿conocéis las estrellas?
– Algunas -respondió Lou-. La Osa Mayor y Pegaso.
– Nunca he oído hablar de ésas. -Diamond señaló hacia
la zona septentrional-. Inclinad un poco la cabeza y veréis la que yo llamo «el oso al que le falta una pierna». Y más allá la «chimenea de piedra». Y allí -señaló hacia el sur- está «Jesús sentado junto a Dios», sólo que Dios no está porque se ha ido a hacer buenas obras. Porque es Dios. Pero se ve la silla. -Los miró-. ¿La veis?
Oz contestó que las veía todas como si fuera de día, aunque fuera de noche. Lou vaciló, preguntándose si sería mejor o no que Diamond aprendiera el nombre correcto de las constelaciones. Finalmente, sonrió.
– Conoces muchas más estrellas que nosotros. Ahora que las has señalado las veo todas.
Diamond esbozó una sonrisa.
– Bueno, aquí en la montaña estamos mucho más cerca que en la ciudad. No os preocupéis, os las enseñaré bien.
Estuvieron una hora allí y entonces Lou pensó que había llegado el momento de regresar.
Estaban a mitad de camino cuando Jeb comenzó a gruñir y a trazar círculos en la hierba, mostrando los dientes.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Lou.
– Ha olido algo -respondió Diamond-. Hay muchos bichos por aquí. No le hagáis caso.
De repente, Jeb comenzó a correr y a aullar con ferocidad.
– ¡Jeb! -le gritó Diamond-. Vuelve ahora mismo.
El perro no se detuvo y, finalmente, supieron por qué: un oso negro avanzaba a grandes zancadas por el prado.
– Maldita sea, Jeb, deja al oso tranquilo -le ordenó Diamond, y echó a correr tras el perro. Lou y Oz lo imitaron, pero el oso y el perro eran más rápidos que ellos. Finalmente, Diamond se detuvo, jadeando, y Lou y Oz continuaron corriendo hasta darle alcance, tras lo cual se desplomaron, con los pulmones a punto de estallar.
Diamond se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra.
– Maldito perro -masculló.
– ¿El oso le hará daño? -preguntó Oz, preocupado.
– No, qué va. Jeb seguramente lo arrinconará y luego se cansará y volverá a casa. -Sin embargo, no parecía muy convencido-. Venga, vamos.
Caminaron con brío durante varios minutos hasta que Diamond aflojó el paso, miró alrededor y levantó la mano para que se detuvieran. Se volvió, se llevó un dedo a los labios y les hizo señas para que le siguieran agachados. Avanzaron unos diez metros y entonces Diamond se tumbó boca abajo y Lou y Oz hicieron otro tanto. Se arrastraron y al cabo de unos instantes llegaron a una pequeña hondonada. Estaba rodeada de árboles y maleza y las ramas y las enredaderas que colgaban formaban un techo natural, pero los rayos de la luna se abrían paso por distintos puntos, iluminando aquel lugar.
– ¿Qué pasa? -preguntó Lou.
– ¡Chist! -susurró Diamond. Se llevó la mano a la oreja para oír mejor y añadió-: El hombre está en el alambique.
Lou volvió a mirar y entonces vio el voluminoso aparato con la enorme panza metálica, las tuberías de cobre y las patas de madera. Varios tarros que serían llenados de whisky de maíz descansaban en unas tablas colocadas sobre un montón de piedras. Una lámpara de queroseno encendida colgaba de un poste fino clavado en el suelo húmedo. Del alambique salía vapor. Oyeron ruidos.
Lou se estremeció al ver a George Davis dejando caer al suelo una bolsa de arpillera de unos cien kilos junto al alambique. Se le veía concentrado en el trabajo y, al parecer, no les había oído. Lou miró a Oz, que temblaba tanto que temió que George Davis sintiera los temblores en el suelo. Lou le dio un tirón a Diamond y le señaló el lugar por el que habían venido. Diamond asintió y comenzaron a retroceder lentamente. Lou volvió la vista, pero Davis había desaparecido de la destilería clandestina. Se quedó inmóvil. De pronto estuvo en un tris de gritar porque oyó que alguien o algo los seguía y temió lo peor.
Primero vio al oso y luego a Jeb. Aquél arrinconó al perro, que salió disparado, golpeó el poste del cual colgaba la lámpara y lo derribó. La lámpara cayó al suelo y se rompió. El oso arremetió a toda velocidad contra la destilería y el metal cedió bajo los noventa kilos del oso, se rompió y las tuberías de cobre se soltaron. Diamond corrió en dirección a la hondonada, gritando al perro.