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– ¡Jeb, eres un estúpido!

– ¡Diamond! -gritó Lou mientras saltaba y veía al hombre dirigirse hacia su amigo.

– ¡Qué demonios! -Davis había emergido de la oscuridad, escopeta en mano.

– ¡Cuidado, Diamond! -volvió a gritar Lou.

El oso rugió, el perro ladró, Diamond chilló y Davis apuntó con la escopeta y maldijo. Disparó dos veces y el oso, el perro y el chico salieron corriendo como alma que lleva el diablo. Lou se agachó mientras los perdigones se abrían paso a través de las hojas y acababan incrustándose en la corteza.

– ¡Corre, Oz, corre! -le gritó Lou.

Oz se incorporó de un salto y echó a correr, pero estaba tan confundido que en lugar de alejarse de la hondonada se precipitó hacia la misma. Davis estaba cargando el arma cuando Oz se abalanzó sobre él. El chico se percató del error demasiado tarde, y Davis le sujetó por el cuello dé la camisa. Lou corrió hacia ellos.

– ¡Diamond! -volvió a gritar-. ¡Ayuda!

Davis había inmovilizado a Oz con una mano, mientras con la otra intentaba cargar el arma.

– ¡Maldito seas! -bramó Davis a un Oz aterrorizado.

Lou le golpeó con los puños, pero no logró hacerle daño ya que George Davis, aunque bajo, era duro como un ladrillo.

– ¡Suéltelo! -chilló Lou-. ¡Suéltelo!

Davis soltó a Oz, pero entonces golpeó de lleno a Lou, que cayó al suelo sangrando por la boca. Sin embargo, Davis no había visto a Diamond. El chico levantó el poste caído, lo balanceó y golpeó a Davis en las piernas, tras lo cual se desplomó. Entonces Diamond le propinó un buen golpe en la cabeza a Davis con el poste. Lou agarró a Oz y Diamond, a su vez, a Lou; los tres estaban a más de cincuenta metros de la hondonada cuando Davis se incorporó hecho una furia. A los pocos segundos oyeron otro disparo de escopeta, pero para entonces ya estaban fuera del alcance de ésta.

Se percataron de que alguien o algo los seguía, de modo que aceleraron el paso. Entonces Diamond se volvió y les dijo que no se preocuparan, que era Jeb. Regresaron corriendo a la granja y se desplomaron en el porche delantero, sin aliento y estremeciéndose tanto por el cansancio como por el miedo.

Cuando se incorporaron Lou pensó en echar a correr de nuevo porque vio a Louisa con el camisón y una lámpara de queroseno en la mano. Quería saber dónde habían estado. Diamond intentó explicárselo pero Louisa le dijo que se callara en un tono tan cortante que Diamond se quedó mudo.

– La verdad, Lou -ordenó Louisa.

Lou se la contó, incluyendo el encuentro casi mortal con George Davis.

– Pero la culpa no fue nuestra -aclaró Lou-. El oso…

– Vete al establo, Diamond. Y llévate ese maldito perro -espetó Louisa.

– Sí, señora -dijo Diamond, tras lo cual se escabulló con Jeb.

Louisa se volvió hacia sus nietos. Lou se dio cuenta de que estaba temblando.

– Oz, a la cama. Ahora mismo.

El chico miró a su hermana y luego se fue corriendo. Lou y Louisa se quedaron solas. Lou nunca se había sentido tan nerviosa como en esos momentos.

– Esta noche tu hermano y tú podríais haber muerto.

– Pero, Louisa, no fue culpa nuestra. Verás…

– ¡Sí ha sido vuestra culpa! -exclamó Louisa con dureza, y entonces Lou sintió los ojos arrasados en lágrimas-. No te traje a esta montaña para que murieras a manos de George Davis, niña. Que te fueras sola ya habría sido de lo más insensato, pero que te llevaras a tu hermanito ha sido el colmo. ¡Me avergüenzo de ti!

Lou inclinó la cabeza.

– Lo siento. Lo siento de veras.

Louisa se mantuvo firme.

– Nunca le he levantado la mano a un niño, aunque más de una vez me han agotado la paciencia. Pero si vuelves a hacer algo parecido, te daré una paliza que nunca olvidarás. ¿Entiendes?

Lou asintió en silencio.

– Venga, a la cama -ordenó Louisa-. Y no se hable más del asunto.

A la mañana siguiente George Davis llegó en un carro tirado por dos muías. Louisa salió para plantarle cara, con las manos a la espalda.

Davis escupió en el suelo, junto a la rueda del carro.

– Esos mocosos causaron destrozos en mi propiedad. Vengo a que se me pague.

– Quieres decir que destrozaron tu alambique.

Lou y Oz salieron y miraron a Davis de hito en hito.

– ¡Demonios! -bramó-. ¡Malditos críos!

Louisa se encaminó hacia Davis.

– Si piensas hablar así será mejor que salgas de mi propiedad. ¡Ya mismo!

– ¡Quiero mi dinero! ¡Y quiero que reciban su merecido por lo que hicieron!

– Vete a buscar al sheriff y enséñale lo que le hicieron a tu destilería y entonces él me dirá qué hacer.

Davis le clavó la mirada en silencio, con la fusta para las muías apretada en una mano.

– Sabes que no puedo hacerlo.

– Entonces ya sabes cuál es el camino para salir de mis tierras, George.

– ¿Y si incendio la granja?

Eugene salió con un palo largo en la mano.

Davis sostuvo en alto la fusta.

– Ni Hablar, quédate bien quietecito antes de que te haga probar mi látigo como le hicieron a tu abuelo. -Davis comenzó a descender del carro-. Vaya, quizá lo haga de todos modos. ¡Quizá lo haga con todos vosotros!

Louisa sacó el rifle de detrás de la espalda y apuntó a George Davis. El hombre se detuvo en cuanto vio la boca del largo cañón del Winchester.

– Vete de mis tierras -masculló Louisa mientras amartillaba el arma y se llevaba la culata hacia el hombro con el dedo en el gatillo-, antes de que pierda la paciencia y tú un poco de sangre.

– Te pagaré, George Davis -gritó Diamond al tiempo que salía del establo, seguido de Jeb.

– La maldita cabeza todavía me da vueltas por culpa del golpe que me diste, muchacho -dijo Davis, iracundo.

– Tienes suerte, porque podría haberte pegado mucho más fuerte si hubiera querido.

– ¡No te hagas el listillo conmigo! -bramó Davis.

– ¿Quieres el dinero o no? -dijo Diamond.

– ¿Qué es lo que tienes? No tienes nada.

Diamond introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una moneda.

– Esto es lo que tengo. Un dólar de plata.

– ¡Un dólar! Rompiste la destilería. ¿Crees que un maldito dólar la arreglará? ¡Idiota!

– Lo heredé de mi bisabuelo. Tiene cien años. Un hombre en Tremont me dijo que me daría veinte dólares a cambio.

Los ojos de Davis se encendieron al oír aquello.

– Déjame verlo.

– No. Lo tomas o lo dejas. Te digo la verdad. Veinte dólares. El hombre se llama Monroe Darcy. Tiene una tienda en Tremont. Lo conoces.

Davis permaneció en silencio durante unos instantes.

– Dámelo -insistió.

– ¡No se lo des, Diamond! -gritó Lou.

– Tengo que saldar una deuda -dijo Diamond. Se dirigió hacia el carro con paso despreocupado. Cuando Davis alargó la mano para recibir la moneda, el muchacho la retiró-. Óyeme bien, George Davis, así estamos en paz. Jura que si te la doy no vendrás más por aquí a molestar a la señora Louisa.

Davis parecía dispuesto a golpear a Diamond con la fusta, pero dijo:

– Lo juro. ¡Dámelo, venga!

Diamond le tiró la moneda a Davis, que la atrapó, la observó de cerca, la mordió y se la metió en el bolsillo.

– Ahora lárgate, George -dijo Louisa.

Davis la fulminó con la mirada.

– La próxima vez no fallaré con la escopeta.

El carro y las muías dieron la vuelta y Davis desapareció en una nube de polvo. Lou miró a Louisa de hito en hito, que siguió apuntando a Davis hasta que se desvaneció por completo.

– ¿Le habrías disparado de verdad? -inquirió Lou.

Louisa desmontó el rifle y entró en la casa sin responder a la pregunta.