24
Dos días después, Lou estaba lavando los platos de la cena mientras Oz escribía con cuidado las letras del abecedario en una hoja de papel sobre la mesa de la cocina. Louisa estaba sentada a su lado, ayudándolo. Parecía cansada. Era mayor y la vida en la montaña no resultaba nada fácil, eso Lou lo sabía por experiencia. Había que luchar por todas las cosas, por pequeñas que fuesen, y ella llevaba haciéndolo toda la vida. ¿Durante cuánto tiempo más aguantaría? En cuanto Lou hubo secado el último plato, llamaron a la puerta. Oz se apresuró a abrirla.
Cotton estaba ante la puerta principal vestido con traje y corbata y con una caja grande entre los brazos. Detrás de él se veía a Diamond. El muchacho llevaba una camisa blanca limpia, la cara bien lavada, el pelo alisado con agua y quizá savia pegajosa, y Lou estuvo a punto de dar un grito ahogado porque el chico llevaba zapatos. Aunque iba con los dedos al aire, tenía la mayor parte de los pies cubiertos. Diamond los saludó tímidamente a todos con la cabeza, como si el hecho de que lo hubieran restregado y calzado lo convirtiera en una especie de espectáculo.
Oz dirigió la mirada a la caja.
– ¿Qué hay ahí dentro?
Cotton dejó la caja sobre la mesa y se tomó su tiempo para abrirla.
– Aunque hay mucho que decir sobre la palabra escrita -les dijo- nunca debemos olvidar ese otro gran producto artístico. -Con un floreo digno del mejor espectáculo de vodevil, descubrió el gramófono-. ¡Música!
Cotton extrajo un disco de una funda y lo colocó cuidadosamente en el gramófono. Acto seguido giró la manivela con fuerza y puso la aguja en su sitio. Rayó un momento el disco y luego la sala se llenó con lo que Lou reconoció como música de Beethoven. Cotton miró alrededor y apoyó una silla contra la pared. Hizo una señal hacia los otros hombres.
– Caballeros, por favor.
Oz, Diamond y Eugene se levantaron, haciendo un espacio en el centro de la estancia.
Cotton recorrió el pasillo y abrió la puerta de Amanda.
– Señorita Amanda, tenemos varias melodías conocidas para deleitarla esta noche. -Volvió al salón.
– ¿Por qué has movido los muebles? -preguntó Lou.
Cotton sonrió y se quitó la chaqueta.
– Porque no se puede escuchar la música así sin más. Hay que sentirla. -Hizo una reverencia exagerada hacia Lou-. ¿Me concede este baile, señorita?
Lou se sonrojó ante la formalidad de la invitación.
– Cotton, estás loco.
– Venga, Lou, eres una buena bailarina -dijo Oz antes de añadir-: Mamá le enseñó.
Entonces comenzaron a bailar. Al comienzo de forma torpe pero luego cogieron el ritmo y pronto estuvieron dando vueltas por la habitación. Todos sonreían ante la pareja y Lou se echó a reír tontamente.
Embargado por la emoción, como era habitual en él, Oz fue corriendo a la habitación de su madre.
– ¡Mamá, estamos bailando, estamos bailando!
Acto seguido regresó rápidamente para no perderse el resto del espectáculo.
Louisa movía las manos al ritmo de la música y seguía el compás con los pies. Diamond se acercó a ella.
– ¿Le apetece salir a la pista, señora Louisa?
Ella le cogió de las manos.
– Es la mejor oferta que me han hecho en años.
Cuando se unieron a Lou y Cotton, Eugene aguantó a Oz encima de sus zapatos y bailaron dando fuertes pisadas junto a los demás.
La música y las risas fluían por el pasillo hasta la habitación de Amanda. Desde su llegada, el invierno había dado paso a la primavera y la primavera al verano, y durante todo ese tiempo el estado de Amanda no había cambiado. Lou interpretaba esto como una prueba fehaciente de que su madre nunca volvería a estar con ellos, mientras que Oz, con su optimismo característico, veía como algo positivo que su madre no hubiera empeorado. A pesar del futuro sombrío que preveía para ella, Lou ayudaba a Louisa a bañarla todos los días y a lavarle el pelo una vez a la semana. Además, tanto Lou como Oz cambiaban de postura a su madre y le daban masaje en los brazos y las piernas a diario. Sin embargo, nunca se producía reacción alguna por su parte; se limitaba a estar allí, con los ojos cerrados y las extremidades inertes. Lou pensaba a menudo que no estaba «muerta» pero no cabía duda que el estado de su madre tampoco podía considerarse «vida». No obstante, en aquel momento la música y las risas que se filtraban en la habitación hacían que se respirase un ambiente extraño. Si fuera posible sonreír sin mover un solo músculo de la cara, Amanda Cardinal lo habría conseguido.
Después de varios discos la música había cambiado en el salón y ahora era de las que hacía levantar los pies. Las parejas de baile también habían cambiado: Lou y Diamond saltaban y daban vueltas con energía juvenil, Cotton hacía girar a Oz, y Eugene, aun con la pierna mala, y Louisa estaban entregados a un baile muy movido.
Cotton dejó la pista de baile al cabo de un rato, fue al dormitorio de Amanda y se sentó al lado de ésta. Le habló con voz queda, transmitiéndole las noticias del día, cómo estaban los niños, el siguiente libro que pensaba leerle. En realidad se trataba de una conversación de lo más normal, y Cotton confiaba en que le oyera y se sintiera más animada con sus palabras.
– He disfrutado con las cartas que le escribiste a Louisa. Tus palabras revelan una actitud maravillosa. De todos modos, estoy ansioso por conocerte personalmente, Amanda. -Le tomó las manos suavemente y las movió con lentitud al ritmo de la melodía.
Se oía la música procedente del exterior y la luz se fundía en la oscuridad. Durante un momento maravilloso todo en la casa pareció rezumar felicidad y seguridad.
La pequeña mina de carbón de la finca de Louisa se encontraba a unos tres kilómetros de la casa. Había un sendero tortuoso que conducía hasta la misma y que enlazaba con una pista polvorienta que serpenteaba de regreso a la granja. La abertura de la mina era ancha y lo bastante alta para que la mula y la rastra entraran con facilidad, lo cual hacían cada año para extraer el carbón que les proporcionaría calor durante el invierno. Ahora que la luna quedaba oculta detrás de las nubes altas, la entrada de la mina resultaba invisible a primera vista.
A lo lejos se veía una luz parpadeante, como una luciérnaga. Luego se vio otro destello, y otro más. El grupo de hombres surgió lentamente de la oscuridad y se dirigió a la mina, los parpadeos de luz se materializaron entonces en lámparas de queroseno. Los hombres llevaban cascos provistos de luces de carburo. Para entrar en la mina se quitaron el casco, llenaron la lámpara con bolitas de carburo humedecidas, hicieron girar el tirador que ajustaba la mecha, encendieron una cerilla y una docena de lámparas se iluminaron a la vez.
El hombre más corpulento del grupo llamó a los otros para que se congregaran y formaron una buena piña. Se llamaba Judd Wheeler y había pasado la mayor parte de su vida adulta buscando entre la suciedad y las piedras en busca de objetos de valor. En una de las manazas llevaba un rollo de papel largo que extendió y uno de los hombres lo enfocó con una linterna. En el papel había unas marcas detalladas, escritos y dibujos. En la parte superior del mismo se veía un título escrito con trazos vigorosos: «ESTUDIO GEOLÓGICO DE SOUTHERN VALLEY COAL AND GAS.»
Mientras Wheeler daba órdenes a sus hombres sobre las labores de la noche se les unió otro hombre surgido de la oscuridad. Llevaba el mismo casco y ropa vieja. George Davis también sostenía una lámpara de queroseno y parecía emocionado por la actividad. Davis charló animadamente con Wheeler durante unos minutos y luego todos entraron en la mina.
25
A la mañana siguiente Lou se levantó temprano. El sonido de la música había permanecido en su cabeza a lo largo de la noche, sumiéndola en un sueño placentero. Se desperezó, tocó el suelo con cuidado y fue a mirar por la ventana. El sol ya había iniciado su ascenso y Lou sabía que tenía que ir al establo a ordeñar, tarea que ya había asumido como propia, porque había acabado gustándole el frescor del establo por la mañana, así como el olor de las vacas y el heno. A veces subía al pajar, abría las puertas para el heno y se sentaba en el hueco para contemplar las tierras desde aquella posición privilegiada, escuchar los sonidos de los pájaros y pequeños animales que correteaban entre los árboles, los cultivos y la hierba alta y disfrutar de la brisa que siempre parecía soplar allí.