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Aquélla era otra mañana de cielo despejado, montañas inquietantes, el vuelo juguetón de los pájaros, las actividades eficientes de los animales, árboles y flores. Sin embargo, Lou no estaba preparada para ver a Diamond y a Jeb saliendo del establo y dirigiéndose a la carretera.

Lou se vistió rápidamente y bajó las escaleras. Louisa había preparado el desayuno, aunque Oz aún no había aparecido.

– Anoche lo pasamos bien -comentó Lou al tiempo que se sentaba a la mesa.

– Ahora seguro que te ríes, pero cuando era joven se me daba muy bien bailar -apuntó Louisa mientras dejaba un bollo untado con mermelada y un vaso de leche en la mesa para Lou.

– Diamond debe de haber dormido en el establo -dijo Lou al tiempo que daba un bocado al bollo-. ¿Sus padres no se preocupan por él? -Miró a Louisa de soslayo y añadió-: Supongo que antes debería preguntar si tiene padres.

Louisa exhaló un suspiro y luego miró a su biznieta.

– Su madre murió cuando él nació. Aquí arriba sucede a menudo. Demasiado a menudo, en realidad. Su padre murió hace cuatro años.

Lou soltó el bollo.

– ¿Cómo murió su padre?

– No es asunto tuyo, Lou.

– ¿Tiene alguna relación con lo que Diamond le hizo al coche de ese hombre?

Louisa se sentó y tamborileó sobre la mesa con los dedos.

– Por favor -rogó Lou-, quiero saberlo. Diamond me preocupa. Es mi amigo.

– Dinamitando una de las minas -explicó Louisa sin rodeos-. Cayó por una ladera. Una ladera que Donovan Skinner estaba cultivando.

– Entonces, ¿con quién vive Diamond?

– Es como un pájaro salvaje. Si lo metieras en una jaula moriría. Si necesita algo, sabe que puede pedírmelo.

– ¿La compañía minera le pagó algo por el accidente?

Louisa negó con la cabeza.

– Utilizaron artimañas legales. Cotton intentó ayudar, pero no podía hacer gran cosa. Aquí Southern Valley es una empresa muy poderosa.

– Pobre Diamond.

– Seguro que el chico protestó -apuntó Louisa-. En una ocasión las ruedas del coche de un maquinista se cayeron cuando salía de la mina. Y luego un volquete no se abría

y tuvieron que ir a buscar a gente de Roanoke. Encontraron una piedra atascada en el engranaje. Ese mismo jefe de la mina de carbón estaba una vez en un retrete que volcó. La puerta no se abría y pasó una hora terrible en el interior. Hasta hoy nadie ha sido capaz de imaginar quién lo hizo o cómo pudieron rodearlo con una cuerda.

– ¿Diamond se ha metido alguna vez en problemas?

– Henry Atkins, el juez, es buen hombre; sabe qué tiene entre manos y nunca le ha procesado. Pero Cotton siguió hablando con Diamond y al final el chico dejó de hacer trastadas. -Hizo una pausa-. Por lo menos hasta que el estiércol de caballo apareció en el coche del hombre.

Louisa se volvió, pero Lou ya había visto la amplia sonrisa de la mujer.

Lou y Oz montaban a Sue todos los días y habían conseguido que Louisa dijera que eran jinetes buenos y competentes. A Lou le encantaba montar a la yegua. Le daba la impresión de que desde esa posición privilegiada podía ver hasta el infinito y Sue tenía el lomo tan ancho que le parecía imposible caer.

Después de las tareas matutinas, iban a nadar con Diamond al estanque de Scott, que según Diamond no tenía fondo. A medida que avanzaba el verano Lou y Oz se broncearon mientras que a Diamond le salieron más pecas.

Eugene les acompañaba siempre que podía, y Lou se sorprendió al enterarse de que sólo tenía veintiún años. No sabía nadar, pero los niños le enseñaron y enseguida practicó distintos estilos, ya que la pierna lisiada no le impedía realizar ningún tipo de movimiento en el agua.

Jugaban al béisbol en un campo que habían segado. Eugene había hecho un bate con la rama de un roble. Utilizaban la pelota sin revestimiento de Diamond y otra hecha con una bola de caucho envuelta en lana de oveja y cordel. Las bases eran trozos de pizarra dispuestos en línea recta, pues según Diamond así era como se hacía. Lou, que era seguidora de los New York Yankees, se guardaba su opinión al respecto y dejaba que el muchacho se divirtiese. Jugaban de tal forma que ninguno de ellos, ni siquiera Eugene, era capaz de golpear una pelota que hubiera lanzado Oz, por lo rápido y astuto que era lanzando.

Pasaron muchas tardes reviviendo las aventuras del Mago de Oz, inventando fragmentos que habían olvidado o que, con su desparpajo juvenil, consideraban que podían mejorar. Diamond sentía cierta debilidad por el espantapájaros; Oz, por supuesto, tenía que ser el león cobarde, y, por rebeldía, Lou era el hombre de hojalata sin corazón. Por unanimidad proclamaron a Eugene el gran y poderoso mago y él salía de detrás de una roca y cantaba a voz en cuello las estrofas que le habían enseñado y de forma tan airada que el León Cobarde preguntó a Eugene, el Mago Poderoso, si podía bajar un poco la voz. Libraron muchas batallas cuerpo a cuerpo contra monos voladores y brujas enternecedoras, y ayudados por un poco de ingenuidad y de suerte justo en los momentos adecuados, el bien siempre triunfaba sobre el mal en la maravillosa montaña de Virginia.

Diamond les contó que en invierno patinaría en la superficie helada del estanque de Scott, y que empleando un hacha de empuñadura corta cortaría una tira de corteza de roble y que la utilizaría como trineo para deslizarse por las pendientes heladas de las montañas a una velocidad desconocida hasta entonces para los seres humanos. Dijo que le encantaría enseñarles a hacerlo, pero que tendrían que prometerle que lo mantendrían en secreto, no fuera que quienes no debían lo descubriesen y quizá se apoderaran del mundo gracias a ese conocimiento tan valioso.

Lou no insinuó ni una sola vez que sabía lo que había ocurrido con los padres de Diamond. Tras varias horas d diversión se despedían y Lou y Oz se iban a casa a lomo

de Sue o se turnaban con Eugene cuando iba con ellos. Diamond se quedaba atrás y nadaba un poco más o le daba al balón, hacía, como solía decir, lo que le venía en gana.

Un día que volvían a casa después de una de estas salidas, Lou decidió ir por otro camino. Una ligera neblina rodeaba las montañas cuando ella y Oz se acercaron a la granja desde la parte posterior. Llegaron a una cuesta y en lo alto de una pequeña loma, situada a unos ochocientos metros de la casa, Lou detuvo a Sue. Oz se retorció detrás de ella.

– Venga, Lou, tenemos que volver. Hay cosas que hacer.

Sin embargo, la chica desmontó a Sue y dejó las riendas a Oz, lo que a punto estuvo de hacerle caer del animal. Enfadado, le gritó, pero Lou no pareció oír nada.

Lou se acercó al pequeño espacio despejado bajo la densa sombra de un árbol de hoja perenne y se arrodilló. Las marcas de la tumba no eran más que trozos de madera oscurecidos por el tiempo. Lo cierto es que había pasado mucho tiempo. Lou leyó los nombres de los muertos y las fechas de su nacimiento y su muerte, que estaban bien grabadas en la madera.

El primer nombre era Joshua Cardinal. La fecha de su nacimiento y muerte hizo pensar a Lou que debió de ser el esposo de Louisa, el bisabuelo de Lou y Oz. Había muerto a los cincuenta y dos años, por lo que había tenido una vida no muy larga, pensó Lou. El segundo era un nombre que Lou conocía por su padre. Jacob Cardinal era el padre de su padre, es decir su abuelo. Mientras leía el nombre, Oz se unió a ella y se arrodilló en la hierba. Se quitó el sombrero de paja y permaneció en silencio. Su abuelo había muerto a edad mucho más temprana que su padre. Lou se preguntó si aquel lugar tenía algo de extraño, pero entonces se acordó de la edad de Louisa y dejó de formularse preguntas.