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La tercera marca parecía la más antigua. Sólo tenía un nombre, sin fechas de nacimiento o muerte.

– Annie Cardinal -leyó Lou en voz alta. Durante un rato los dos se quedaron allí arrodillados y contemplaron las placas de madera que señalaban los restos mortales de unos familiares a los que nunca habían conocido. Entonces Lou se levantó, se acercó a Sue, agarró las crines de la yegua, subió a ella y luego ayudó a Oz a montar. Ninguno de ellos habló durante el camino de regreso a casa.

Mientras cenaban aquella noche Lou, en más de una ocasión, estuvo a punto de formular una pregunta a Louisa sobre lo que habían visto, pero en el último momento se callaba. Era obvio que a Oz le picaba la misma curiosidad, pero, como de costumbre, estaba predispuesto a seguir el ejemplo de su hermana. Lou pensó que ya tendrían tiempo de saber la respuesta a todas las preguntas. Antes de acostarse, Lou salió al porche trasero y lanzó una mirada a aquella loma. Aunque la luna estuviera en lo alto, desde ahí no se veía el cementerio, si bien ya sabía dónde estaba. Nunca se había interesado demasiado por los muertos, sobre todo desde que había perdido a su padre. Ahora era consciente de que volvería pronto a ese cementerio y que examinaría una vez más aquellos nombres grabados en la madera correspondientes a personas de su misma sangre.

26

Cotton apareció con Diamond al cabo de una semana y dio unas pequeñas banderas americanas a Lou, Oz y Eugene. También trajo una lata de veinte litros de gasolina, que vació en el depósito del Hudson.

– No cabemos todos en el Olds -explicó-. Y me hice cargo de un problema de propiedades que tuvo Leroy Meekins, el encargado de la gasolinera Esso. Sin embargo, a Leroy no le gusta pagar en efectivo, por lo que puede decirse que ahora mismo estoy bien surtido de productos derivados del petróleo.

Con Eugene al volante, los cinco bajaron a Dickens a ver el desfile. Louisa se quedó para cuidar de Amanda, pero prometieron traerle algún regalito.

Comieron muchos perritos calientes con un montón de mostaza y catsup, y algodones de azúcar y refrescos suficientes para que los niños tuvieran que ir a los baños públicos con mucha frecuencia. Había concursos de habilidad en las casetas instaladas por todas partes, y Oz arrasó en todas las que había que lanzar algo para derribar lo que fuera. Lou le compró un bonito sombrero a Louisa y dejó que Oz lo llevara en una bolsa de papel.

El pueblo estaba adornado con banderolas de color rojo, blanco y azul y tanto los habitantes de la localidad como los de las montañas iban agolpándose a ambos lados de la calle a medida que bajaban las carrozas. Estas barcazas de tierra iban tiradas por caballos, muías o carros y representaban los momentos estelares de la historia de América, la cual, para la inmensa mayoría de los virginianos, se había producido en el estado de Virginia. En una de esas carrozas había un grupo de niños, que representaban las treces colonias originales; uno de ellos llevaba los colores de Virginia, que eran mucho mayores que las banderas de otros niños y además vestía el traje más vistoso. Un regimiento de veteranos de guerra condecorados de la zona desfilaba al lado, incluidos varios hombres delgados y con una barba bien larga que afirmaban haber servido tanto con el honorable Bobby Lee como con el sumamente beato Stonewall Jackson.

Una de las carrozas, patrocinada por Southern Valley, estaba dedicada a la extracción del carbón y tiraba de ella un camión Chevrolet adaptado y pintado de color dorado. No había ningún minero con la cara negra y la espalda inclinada a la vista, sino que, en pleno centro de la barcaza, sobre una plataforma elevada que simulaba un volquete para el carbón, había una hermosa joven rubia, con un cutis perfecto y la dentadura blanquísima, llevando una banda que rezaba «MISS CARBÓN BITUMINOSO 1940» y saludando con la mano de forma tan mecánica como una muñeca de cuerda. Incluso el más duro de entendederas de entre los miembros del público habría sido capaz de advertir la relación implícita entre los trozos de roca negra y el recipiente dorado que tiraba de los mismos. Y los hombres jóvenes y viejos recibieron a la belleza que desfilaba con la típica reacción de vítores y silbidos. De pie al lado de Lou había una mujer vieja y jorobada que le dijo que su esposo y sus tres hijos trabajaban en las minas. Observó a la reina de la belleza con una mirada de desdén y luego comentó que probablemente aquella joven no hubiera estado cerca de una mina en toda su vida y que sería incapaz de reconocer un trozo de carbón en el mismísimo infierno.

Los mandamases del pueblo pronunciaron discursos grandilocuentes que motivaron los aplausos entusiastas del público. El alcalde pontificó desde un escenario improvisado, arropado por hombres sonrientes y con ropa cara que, según le explicó Cotton a Lou, eran directivos de Southern Valley. El alcalde era joven y dinámico, tenía el pelo lacio y brillante, lucía un buen traje y una cadena y un reloj modernos, aparte de transmitir un entusiasmo inagotable con su radiante sonrisa y sus manos alzadas al cielo, como si estuviera preparado para abalanzarse sobre cualquier arco iris que intentara escapársele de las manos.

– El carbón es el rey -anunció el alcalde por un micrófono de sonido metálico que era casi tan grande como su cabeza-. Y entre la guerra que se está fraguando al otro lado del Atlántico y los poderosos Estados Unidos de América construyendo barcos, armas y tanques a un ritmo febril, la demanda de las plantas de laminación de acero harán que el coque, nuestro buen coque de Virginia, suba como la espuma. La prosperidad está aquí en abundancia, y aquí se quedará. No sólo nuestros hijos vivirán el glorioso sueño americano, sino también sus hijos. Y todo será gracias al buen trabajo de gente como la de Southern Valley y su implacable voluntad de extraer el negro mineral que conduce a este pueblo a la grandeza. Tened por seguro, amigos, que nos convertiremos en la Nueva York del sur. Un día, algunos mirarán atrás y dirán: «¿Quién iba a imaginar la suerte excepcional que el destino depararía a la gente de Dickens, Virginia?» Pero vosotros ya lo sabéis porque os lo estoy diciendo ahora mismo. ¡Un viva por Southern Valley y Dickens, Virginia!

El eufórico alcalde lanzó su canotié al aire. La multitud se unió a él en los vítores y más sombreros fueron catapultados por encima de las cabezas. Aunque Diamond, Lou, Oz, Eugene y Cotton también aplaudieron y los niños se miraron los unos a los otros sonriendo, Lou advirtió que la expresión de Cotton no era precisamente de optimismo.

Al caer la noche contemplaron una exhibición de fuegos artificiales que dio color a la noche, y luego el grupo subió al Hudson y se marchó del pueblo. Acababan de pasar por delante del juzgado cuando Lou preguntó a Cotton sobre el discurso del alcalde y su reacción poco entusiasta ante el mismo.

– Bueno, ya he visto a este pueblo prosperar y luego decaer -declaró-, y suele ocurrir cuando los políticos y los empresarios están más entusiasmados. De modo que no sé. Quizás esta vez sea distinto, pero no estoy seguro.

Lou reflexionó al respecto mientras el fragor de la celebración iba quedando atrás. Llegó un momento en que se apagaron por completo y los reemplazó el ulular del viento a través de las rocas y los árboles, mientras regresaban a la montaña.

No había llovido demasiado, pero Louisa todavía no estaba preocupada, si bien rezaba todas las noches para que se abrieran los cielos y bramaran con fuerza y durante un buen rato. Estaban desherbando el maizal, hacía calor y las moscas y mosquitos resultaban especialmente molestos. Lou escarbó la tierra como si algo no estuviera bien.