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– Ya hemos plantado las semillas. ¿No pueden crecer solas?

– Hay muchas cosas que van mal en la agricultura, y un par de ellas suele ocurrir siempre -respondió Louisa-. Y el trabajo no se acaba nunca, Lou. Aquí las cosas son así.

Lou se colocó el azadón al hombro.

– Lo único que digo es que más vale que este maíz sepa bien.

– Lo que produzca este maizal -explicó Louisa- será para los animales.

Lou estuvo a punto de soltar la azada.

– ¿Estamos haciendo todo esto para alimentar a los animales?

– Trabajan duro para nosotros; debemos hacer lo mismo por ellos. También tienen que comer.

– Sí, Lou -intervino Oz mientras atacaba la tierra con golpes vigorosos-. ¿Cómo van a engordar los cerdos si no comen?

Trabajaron en las colinas de maíz, codo con codo bajo un sol de justicia. El chirrido de los grillos les llegaba desde todas partes. Lou dejó de lado la azada por un instante y observó a Cotton conduciendo hasta la casa y bajarse del coche.

– El hecho de que Cotton venga todos los días y lea a mamá hace que Oz piense que va a mejorar -le comentó a Louisa, en voz baja para que su hermano no la oyera.

Louisa cavó con la azada alrededor de un montoncillo con la energía de una persona joven y la destreza de una mayor.

– Tienes razón, es terrible que Cotton deba ayudar a tu mamá.

– No lo decía en ese sentido. Cotton me cae bien.

Louisa se detuvo y se apoyó en la azada.

– No me extraña, porque Cotton es una de las mejores personas que conozco. Me ha ayudado en muchos momentos difíciles desde que llegó aquí. No sólo asesorándome como abogado, sino doblando la espalda. Cuando Eugene se hizo daño en la pierna, vino aquí todos los días durante un mes para trabajar el campo cuando podría haber estado en Dickens ganando dinero. Ayuda a tu madre porque quiere que mejore. Quiere que pueda volver a abrazaros a ti y a Oz.

Lou no respondió a ese comentario, y volvió a concentrarse en la azada, pero golpeaba en vez de cortar. Louisa volvió a enseñarle cómo se hacía y la muchacha aprendió la técnica adecuada rápidamente.

Trabajaron un rato más en silencio, hasta que Louisa se enderezó y se frotó la espalda.

– El cuerpo me pide un poco de descanso, pero también querrá comer cuando llegue el invierno.

Lou contempló la campiña. El cielo parecía pintado de un azul intenso y daba la impresión de que los árboles llenaban todos los huecos con un verde seductor.

– ¿Cómo es que papá nunca volvió? -preguntó Lou con voz queda.

– No existe ninguna ley que diga que una persona tiene que volver a su casa -repuso.

– Pero escribió sobre eso en sus libros. Yo sé que le gustaba este lugar.

Louisa miró a la muchacha y dijo:

– Vamos a beber algo frío.

Le dijo a Oz que descansara un poco, que ellas irían en busca de un poco de agua. El chico soltó la azada de inmediato, cogió unas piedras y empezó a lanzarlas y a gritar con cada lanzamiento, de una forma que sólo los niños parecían poder hacerlo. Últimamente le había dado por colocar una lata encima de un poste y luego lanzarle piedras hasta hacerla caer. Se le daba tan bien que le bastaba con un solo lanzamiento fuerte para conseguir que la lata volase por los aires.

Lo dejaron entreteniéndose de ese modo y se fueron al cobertizo del arroyo, que estaba en una de las vertientes de la ladera situada bajo la casa y que recibía la sombra de un roble inclinado, varios fresnos y unos rododendros gigantes. Al lado de esta especie de cabaña se hallaba el tocón de un álamo, del que sobresalía el extremo de un panal, rodeado de un enjambre de abejas.

Cogieron tazas metálicas de unos ganchos que había en la pared y las sumergieron en el agua antes de sentarse a beber en el exterior. Louisa recogió las hojas verdes de un tártago que crecía cerca del cobertizo del arroyo y entonces vieron las hermosas flores violetas que aquél ocultaba.

– Uno de los pequeños secretos de Dios -explicó.

Lou estaba ahí sentada con la taza entre las rodillas, mirando y escuchando a su bisabuela bajo la apacible sombra mientras Louisa señalaba otras cosas interesantes.

– Ahí hay una oropéndola. Ya no se ven muchas, no sé por qué. -Señaló otro pájaro posado en la rama de un arce-. Es un chotacabras. No me preguntes de dónde ha salido ese nombre porque no lo sé. -Hizo una pausa, se le ensombreció el semblante y prosiguió en un tono grave-: La madre de tu padre nunca fue feliz aquí. Era del valle de Shenandoah. Mi hijo Jake la conoció en un concurso de baile de esos en los que el premio es un pastel. Se casaron demasiado rápido y se instalaron aquí en una especie de cabaña. Pero yo sé que a ella le gustaba más la ciudad. El valle era un sitio atrasado para ella. Dios mío, estas montañas debían de parecerle la prehistoria a la pobre chica. Pero tenía a tu padre, y los años siguientes sufrimos la peor sequía que he visto en mi vida. Cuanto menos llovía, más duro trabajábamos. Mi hijo pronto perdió lo que tenía y se vinieron a vivir con nosotros. Seguía sin llover. Perdimos los animales, perdimos casi todo lo que teníamos. -Louisa apretó las manos y luego las abrió-. Pero conseguimos salir adelante. Y entonces llegaron las lluvias y mejoró nuestra situación. Sin embargo, cuando tu padre tenía siete años su madre se hartó de esta vida y se marchó. Nunca se había preocupado por aprender a cuidar de la granja ni tampoco a cocinar, así que de todos modos a Jack no le resultaba de gran ayuda.

– Pero ¿Jack no quiso irse con ella?

– Oh, supongo que sí, porque era una mujer muy guapa y un hombre joven siempre es un hombre joven. No es que estén precisamente hechos de piedra. Pero ella no quería que la acompañara, no sé si me entiendes, ya que él era montañés y todo eso. Y tampoco quería a su propio hijo. -Louisa sacudió la cabeza al recordar aquellos hechos dolorosos-. Y, claro, Jack nunca lo superó. Poco después, su padre murió, lo cual no mejoró en nada la situación. -Esbozó una sonrisa-. Pero tu padre era la alegría de nuestras vidas. Aun así veíamos morir un poco cada día a un hombre al que amábamos, y nos sentíamos impotentes. Dos días después de que tu padre cumpliera diez años, Jake murió. Algunos dicen que sufrió un ataque al corazón. Yo digo que más bien éste se le partió de pena. Entonces nos quedamos sólo tu padre y yo. Pasamos buenos ratos, Lou, nos queríamos mucho. Pero tu padre sufría terriblemente. -Se calló unos momentos y tomó un sorbo de agua fría-. Pero todavía me pregunto por qué no volvió ni una sola vez.

– ¿Te recuerdo a él? -preguntó Lou con voz queda.

Louisa sonrió.

– La misma pasión, la misma tozudez. También un gran corazón. Igual que como eres con tu hermano. No pasaba día sin que tu padre me hiciera reír al menos un par de veces. Cuando me levantaba y justo antes de acostarme. Decía que quería que empezara y acabara el día con una sonrisa.

– Ojalá mamá hubiera dejado que te escribiéramos. Decía que algún día, pero nunca llegó.

– Cuando recibí la primera carta fue como si me hubieran derribado con un palo. En ocasiones contestaba, pero tengo la vista muy mal. Y el papel y los sellos escasean.

Lou parecía sentirse muy violenta.

– Mamá le pidió a papá que volvieran a Virginia.

– ¿Y qué dijo tu padre? -preguntó Louisa, sorprendida.

Lou no podía decirle la verdad.

– No lo sé.

– Oh -se limitó a susurrar Louisa.

Lou se dio cuenta de que estaba empezando a enfadarse con su padre, algo que no recordaba que le hubiera ocurrido con anterioridad.

– Me cuesta creer que te dejara aquí sola.

– Yo le obligué a marcharse. La montaña no es un sitio para alguien como él. Tenía que compartir al muchacho con el mundo. Y tu padre me escribió todos esos años y me dio

dinero cuando lo necesité. Se ha portado bien conmigo. Nunca pienses mal de él por esto.

– Pero ¿no te dolió que nunca volviera?