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Louisa rodeó a la niña con el brazo.

– Sí que volvió. Tengo conmigo a las tres personas que él más amaba en este mundo.

Había sido una cabalgada dura por el estrecho sendero que a menudo se perdía entre una maraña de arbustos, lo cual obligaba a Lou a desmontar y guiar a la yegua. No obstante era un trayecto agradable, porque los pájaros trinaban y el díctamo asomaba por entre las pilas de pizarra. Había pasado por cuevas secretas rodeadas de piedra de las que sobresalían sauces. Muchas de las cuevas estaban adornadas con cálices espumosos de agua de manantial. Había terrenos de casas abandonadas desde hacía tiempo, la retama crecía alrededor de los restos de las chimeneas.

Al final, siguiendo las indicaciones que Louisa le había dado, Lou llegó a la pequeña casa del claro. Echó un vistazo a la propiedad. Parecía harto probable que en otro par de años esta finca también sucumbiera al acoso de la naturaleza que la rodeaba por todas partes. Los árboles se extendían por encima del tejado que tenía casi tantos agujeros como tejas. En varias ventanas faltaba el cristal; un árbol joven crecía por una abertura del porche delantero, y había un zumaque salvaje adherido a la barandilla astillada del porche. La puerta delantera colgaba de un solo clavo; de hecho, la habían sujetado de forma que siempre permaneciera abierta. Sobre el dintel había una herradura, de la buena suerte, supuso Lou, y buena falta parecía hacerle al lugar. Los campos circundantes también estaban cubiertos de maleza. Sin embargo, el patio de tierra aparecía limpio de hierbajos e incluso había un pequeño arriate de peonías y lilas y junto a un pequeño pozo de manivela florecía una gran madreselva. Un rosal crecía a

uno de los lados de la casa. Lou había oído decir que las rosas crecían con fuerza cuando estaban desatendidas. Si eso era cierto, aquél era el rosal más descuidado que Lou había visto en su vida, ya que estaba inclinado por el peso de sus flores, de un color rojo intenso. Jeb dobló la esquina y ladró al jinete y al caballo. Cuando Diamond salió de la casa, se paró en seco y miró alrededor como si buscara un lugar donde esconderse.

– ¿Qué haces aquí? -acertó a decir finalmente.

Lou desmontó y se arrodilló para jugar con Jeb.

– He venido a hacerte una visita. ¿Dónde están tus padres?

– Papá trabajando, y mamá ha ido a McKenzie's.

– Diles que he pasado a saludar.

Diamond se metió las manos en los bolsillos.

– Mira, tengo cosas que hacer -murmuró.

– ¿Como qué? -preguntó Lou al tiempo que se levantaba.

– Como pescar. Eso, he de ir a pescar.

– Pues voy contigo.

– ¿Tú sabes pescar? -preguntó Diamond, ladeando la cabeza.

– En Brooklyn hay un montón de sitios donde pescar.

Se colocaron en un embarcadero improvisado construido con unas pocas tablas de roble toscamente labrado que no estaban ni siquiera clavadas entre sí, sino sujetas entre las piedras que sobresalían de la orilla del amplio arroyo. Diamond enganchó un gusano rosado en el anzuelo mientras Lou miraba con cara de asco, y le pasó la otra caña.

– Ve a lanzar el anzuelo ahí.

Lou cogió la caña y vaciló.

– ¿Necesitas ayuda?

– Puedo hacerlo sola.

– Mira, esto es una caña del sur y supongo que tú estás acostumbrada a las modernas cañas norteñas.

– Tienes razón, eso es lo que uso: caña norteña.

En su honor, Diamond no esbozó ni una sola sonrisa sino que cogió la caña, le enseñó a sujetarla y luego la lanzó con una técnica casi perfecta.

Lou observó los movimientos con atención, llevó a cabo un par de lanzamientos de práctica y luego hizo uno bastante bueno.

– Vaya, éste ha sido casi tan bueno como los míos -dijo Diamond con la debida modestia sureña.

– En un par de minutos más lo haré mejor que tú -afirmó ella con timidez.

– Todavía tienes que pescar algo -replicó Diamond animosamente.

Media hora más tarde él había pescado su tercera lubina y la acercó a la orilla mediante movimientos regulares. Lou lo miraba completamente impresionada por su habilidad, pero era una muchacha muy competitiva y duplicó sus esfuerzos para vencer a su compañero de pesca.

Al final, su caña se tensó y la arrastró hacia el agua. Con un fuerte tirón, la levantó y un grueso siluro asomó medio cuerpo fuera del agua.

– ¡Cielo santo! -exclamó Diamond al ver que el pez saltaba y volvía a sumergirse en el agua-. Es el siluro más grande que he visto en mi vida. -Hizo ademán de coger la caña.

– ¡Lo tengo, Diamond! -gritó Lou. El muchacho dio un paso atrás y observó la lucha, bastante equilibrada, entre la chica y el pez. Al principio Lou parecía ir ganando, el sedal se tensaba y luego se aflojaba, mientras Diamond le daba consejos y le dedicaba palabras de aliento. Lou resbaló y se deslizó por el inestable muelle, una de las veces estuvo a punto de caer al agua, antes de que Diamond la agarrara por el peto y la arrastrara hacia él.

Sin embargo, al final, Lou se cansó y reconoció con voz entrecortada:

– Necesito ayuda.

Tirando los dos a la vez de la caña y del sedal consiguieron arrastrar el pez hasta la orilla. Diamond se agachó, lo sacó del agua y lo dejó caer sobre los tablones, donde estuvo dando coletazos a un lado y a otro. Con lo carnoso y grueso que era, dijo que sería un buen manjar. Lou se agachó y observó orgullosa su presa, aunque la hubieran ayudado a conseguirla. Mientras miraba atentamente al pez, éste coleteó una vez más, saltó en el aire, escupió agua y entonces el anzuelo se le salió de la boca. Lou gritó y dio un respingo, chocó contra Diamond y los dos cayeron al agua. Salieron a la superficie farfullando y vieron cómo el siluro se acercaba al borde del muelle, caía al agua y desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Diamond y Lou se miraron el uno al otro por un angustioso instante y luego comenzaron a salpicarse mientras sus carcajadas resonaban en las montañas circundantes.

Lou estaba sentada delante de la chimenea mientras Diamond avivaba el fuego para que se secaran. El muchacho fue a buscar una manta vieja que a Lou le pareció que olía a Jeb, a moho o a ambos, pero le dio las gracias cuando se la puso sobre los hombros. Por dentro, la casa estaba sorprendentemente limpia y ordenada, aunque había pocos muebles y se notaba que eran de fabricación casera. En la pared Lou vio una foto vieja de Diamond con un hombre que supuso era su padre. No había ninguna fotografía que pudiera atribuir a su madre. Mientras el fuego iba tomando cuerpo, Jeb se tumbó junto a ella y empezó a perseguir unas pulgas que tenía en el pelaje.

Diamond quitó las escamas de las lubinas con destreza, las atravesó con una palmeta, de la boca a la cola, y las asó en el fuego. Acto seguido, cortó una manzana e hizo caer el jugo en el interior de la carne. Le enseñó a Lou a extraer la carne blanca y sabrosa que envolvía las pequeñas espinas. Comieron con los dedos, y les supo a gloria.

– Tu padre era muy guapo -afirmó Lou, señalando la foto.

Diamond lanzó una mirada a la fotografía.

– Sí, sí que era guapo. -Respiró hondo y miró a Lou.

– Louisa me lo contó -dijo ella.

El muchacho se levantó y atizó el fuego con un palo torcido.

– No quiero que uses trucos conmigo.

– ¿Por qué no me lo contaste?

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– Porque somos amigos.

Esa frase pareció tranquilizar a Diamond, que volvió a sentarse.

– ¿Echas de menos a tu madre? -preguntó Lou.

– No, ¿por qué? Nunca la conocí -repuso él, y se le ensombreció el semblante-. Murió cuando yo nací.

– Lo sé, pero aun así puedes echarla de menos, aunque no la conocieras.

Él asintió, mientras se rascaba distraídamente la mejilla sucia con el pulgar.

– A menudo pienso en cómo sería mi madre. No tengo ninguna foto de ella. Mi padre me la describió varias veces, pero no es lo mismo. -Se calló, empujó con suavidad un trozo de leña con un palo y añadió-: Sobre todo me pregunto qué voz tendría y por su olor. La forma en que su cabello y sus ojos reflejarían la luz. Pero también echo de menos a mi padre, porque era un buen hombre. Me enseñó todo lo necesario. A cazar, a pescar. -La miró-. Supongo que tú también echas de menos a tu padre.