Lou se sintió incómoda. Cerró los ojos unos momentos y asintió.
– Sí, lo echo de menos.
– Eres afortunada: aún tienes a tu madre.
– No, no la tengo. No la tengo, Diamond.
– Ahora parece que está mal, pero se pondrá bien. La gente sólo desaparece cuando se la olvida. Yo no sé mucho, pero eso lo sé.
Lou quería decirle que él no lo entendía. Él había perdido a su madre, no cabía duda. Con respecto a su propia madre, Lou pisaba un terreno de arenas movedizas. Además, Lou tenía que cuidar de Oz.
Se sentaron a escuchar el crepitar del fuego mientras los árboles, los insectos, los animales y los pájaros seguían con sus vidas.
– ¿Cómo es que no vas al colegio? -preguntó Lou.
– Tengo catorce años y me va bien así.
– Dijiste que habías leído la Biblia.
– Sí, algunas personas me leen fragmentos.
– ¿Sabes firmar?
– Qué más da, aquí todo el mundo sabe quién soy. -Diamond se puso en pie, extrajo la navaja y marcó una X en la pared desnuda-. Así es como mi padre lo hizo toda su vida, y si a él le bastó, a mí también.
Lou se envolvió con la manta y contempló el baile de llamas mientras sentía que un extraño escalofrío la recorría por dentro.
27
Una noche especialmente calurosa se oyó un golpe en la puerta justo cuando Lou estaba pensando en subir a acostarse.
Billy Davis casi se cayó al suelo cuando Louisa abrió.
Louisa agarró al muchacho, que temblaba.
– ¿Qué ocurre, Billy?
– El bebé de mamá está al caer.
– Ya sabía que faltaba poco… ¿Ha llegado la comadrona?
El muchacho tenía los ojos como platos y no parecía que las piernas soportasen su peso más tiempo.
– No vendrá. Papá no quiere.
– Santo cielo, ¿por qué no? -Dice que cobran un dólar, y que él no piensa pagar.
– Es mentira, las comadronas de aquí no cobran un solo centavo.
– Pues papá afirma lo contrario. Pero mamá dice que el bebé no está bien. He venido en mula a buscarla.
– Eugene, pon a Hit y a Sam en el balancín para el carro. Rápido -ordenó.
Antes de salir, Eugene tomó el rifle del estante y se lo tendió a Louisa.
– Será mejor que se lleve esto si tiene que vérselas con ese hombre.
Sin embargo, Louisa sacudió la cabeza mientras observaba lo nervioso que estaba Billy, pero acabó sonriéndole.
– No estaré sola, Eugene. Lo intuyo. Todo irá bien.
Eugene no soltó el arma.
– Entonces, la acompaño. Ese hombre está loco.
– No, quédate con los niños. Venga, prepara el carro.
Eugene vaciló por un instante, y finalmente obedeció.
Louisa cogió algunas cosas y las introdujo en un cubo, se metió un paquete pequeño de trapos en el bolsillo, hizo un fardo con varias sábanas limpias y se dirigió a la puerta.
– Louisa, voy contigo -anunció Lou.
– No, no es un buen sitio para ti.
– Da igual, Louisa -repuso la muchacha-. En el carro o con Sue, pero iré. Quiero ayudarte. -Lanzó una mirada a Billy-. Y a ellos.
Louisa se lo pensó unos segundos, y luego dijo:
– No me irá mal una ayudita. Billy, ¿tu padre está ahí?
– Hay una yegua a punto de parir. Papá dijo que no saldría del establo hasta que lo hiciera.
Louisa miró al muchacho y, sacudiendo la cabeza, salió por la puerta.
Siguieron a Billy en el carro. El iba a lomos de una vieja mula de hocico blanco que tenía parte de la oreja derecha desgarrada.
El muchacho llevaba una lámpara de queroseno en una mano para guiarlos. Louisa dijo que estaba tan oscuro que aunque hubiera una mano justo delante de ellos podría desenfundar una pistola sin que se dieran cuenta.
– No fustigues a las mulas, Lou. A Sally Davis no le serviría de nada que cayéramos en una zanja.
– ¿Es la madre de Billy?
Louisa asintió mientras el carro se balanceaba de un lado a otro, los árboles se cerraban a su paso y la única luz que les alumbraba era aquella lámpara de arco. Lou tenía la impresión de que o bien se trataba de una especie de faro, o bien de alguna clase de sirena que los guiaba hasta el naufragio.
– La primera esposa murió de parto. Los hijos de esa pobre mujer se alejaron de George en cuanto pudieron, antes de que tuviera tiempo de matarlos a trabajar, a palos o de hambre.
– ¿Por qué se casó Sally con él si era tan malo?
– Porque tenía tierras, ganado y era un viudo con una buena espalda. Aquí arriba, basta con eso. Y a Sally no le quedaba otra opción, sólo tenía quince años.
– ¡Quince años! ¡Sólo tres años más que yo!
– Aquí la gente se casa rápido. Empiezan a tener hijos, a formar una familia, para que ayuden a trabajar la tierra. Así son las cosas. Yo fui al altar con catorce.
– Podía haberse marchado de la montaña.
– Esto es todo lo que ha visto en la vida. Asusta dejar lo único que se conoce.
– ¿Tú te planteaste dejar la montaña?
Louisa caviló durante unos instantes.
– No habría podido aunque hubiese querido -dijo al fin-. Pero en lo más hondo de mi corazón no creo que en otro lugar hubiera sido más feliz. Bajé al valle una vez. El viento soplaba de forma extraña sobre el terreno llano. No me gustó demasiado. Yo y esta montaña nos llevamos bien la mayor parte del tiempo. -Se calló, con la mirada clavada en la oscilante lámpara que tenía delante.
– Vi las tumbas allí arriba, detrás de la casa -dijo Lou.
Louisa se puso tensa.
– ¿Ah, sí?
– ¿Quién era Annie?
Louisa bajó la vista hacia sus pies.
– Annie era mi hija.
– Pensaba que sólo habías tenido a Jacob.
– No, tuve a la pequeña Annie.
– ¿Murió joven?
– No vivió más que un minuto.
Lou advirtió su angustia.
– Lo siento. Tenía curiosidad por mi familia.
Louisa se apoyó contra el duro asiento de madera del carro y contempló el cielo oscuro como si fuera la primera vez que lo miraba.
– Siempre tuve problemas con los embarazos. Yo quería formar una gran familia, pero siempre perdía los bebés antes de que nacieran. Pensé que Jake sería el único. Pero luego llegó Annie, un día fresco de primavera, con una buena mata de pelo negro. Nació rápido, no hubo tiempo para comadronas. Fue un parto muy duro. Pero, oh, Lou, era tan hermosa… Me agarró con sus deditos, sentí cómo me rozaba con las yemas de los dedos. -Se calló de pronto. Sólo se oía el sonido de los cascos de las muías y el que producían las ruedas al girar. Por fin, Louisa prosiguió en voz baja, mientras contemplaba el cielo-. Y el pechito le bajaba y le subía hasta que se olvidó de subir otra vez. Fue increíble lo rápidamente que se enfrió, pero era tan pequeña… -Tomó varias bocanadas de aire con rapidez como si intentara respirar por su hija-. Fue como un trozo de hielo en la lengua en un día caluroso. Sienta muy bien pero luego desaparece tan rápido que no estás segura de que haya llegado a existir.
Lou colocó la mano sobre la de Louisa.
– Lo siento.
– Fue hace mucho tiempo, aunque no lo parezca. -Louisa se pasó una mano por los ojos-. Su padre le hizo el ataúd, poco más que una cajita. Y yo permanecí despierta toda la noche y cosí el vestido más hermoso que he hecho en mi vida. Por la mañana se lo puse. Habría dado todo lo que tenía para que me mirara una sola vez. No me parecía bien que una madre no pudiera ver los ojos de su bebé ni una sola vez. Entonces su padre la puso en la cajita, la llevamos a la loma, la enterramos y rezamos por ella. Luego plantamos un pino