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en el extremo sur para disfrutar de su sombra todo el año. -Cerró los ojos.

– ¿Subiste ahí alguna vez?

Louisa asintió.

– Todos los días, pero no he vuelto desde que enterré a mi otro hijo. Está demasiado lejos para ir andando. -Tomó las riendas de manos de Lou y, a pesar de su anterior advertencia, fustigó a las mulas-. Será mejor que nos demos prisa. Esta noche tenemos que ayudar a traer a un bebé al mundo.

Lou no veía gran cosa del corral o de la casa de los Davis, porque estaba muy oscuro y rezó para que George Davis permaneciera en el establo hasta que el bebé naciera y ellas se marcharan.

La casa era increíblemente pequeña. Estaba claro que la sala en que entraron era la cocina porque allí estaban los fogones, pero también había varios catres alineados con sendos colchones desnudos. En tres de las camas había igual cantidad de niños, dos de los cuales, al parecer unas gemelas de unos cinco años, dormían desnudos. El tercero, un niño de la edad de Oz, llevaba una camiseta interior de hombre, sucia y manchada de sudor, y observó a Lou y a Louisa con ojos asustados. Lou lo reconoció como el otro niño que había bajado de la montaña en el tractor. En un cajón de manzanas situado junto a los fogones, bajo una manta sucia, había un bebé que no debía de tener más de un año. Louisa se acercó al fregadero, bombeó agua y utilizó la pastilla de jabón de lejía que había traído para lavarse a conciencia las manos y los antebrazos. Acto seguido, Billy los condujo por un estrecho pasillo y abrió una puerta.

Sally Davis yacía en la cama, con las rodillas encogidas y emitiendo quejidos en voz baja. Una niña delgada de diez años con el pelo castaño cortado de cualquier manera y vestida con lo que parecía un saco de semillas, estaba de pie descalza cerca de la cama. Lou también la reconoció del encuentro temerario con el tractor. Parecía tan asustada ahora como entonces.

Louisa le hizo señas con la cabeza.

– Jesse, calienta un par de ollas de agua: Billy, trae todas las sábanas que tengáis, hijo. Y tienen que estar bien limpias.

Louisa dejó las sábanas que había traído en una inestable silla de madera, se sentó al lado de Sally y le tomó la mano.

– Sally, soy Louisa. Todo irá bien, querida.

Lou miró a Sally. Tenía los ojos enrojecidos y los pocos dientes y las encías oscurecidos. Seguramente no había cumplido los treinta, pero parecía tener el doble. Su pelo era cano, su cara demacrada y arrugada, y unas venas azuladas le latían bajo la piel fina descolorida como una patata de invierno.

Louisa levantó la ropa de cama y vio la sábana empapada debajo.

– ¿Cuánto hace que has roto aguas?

– Después de que Billy fuera a buscarte -respondió Sally entre jadeos.

– ¿Cada cuánto tienes las contracciones? -preguntó Louisa.

– Es como una que no acabase nunca -gimió la mujer.

Louisa palpó el vientre hinchado.

– ¿Crees que el niño ya tiene ganas de salir?

Sally agarró a Louisa de la mano.

– Dios mío, eso espero, o de lo contrario me matará.

Billy entró con un par de sábanas, las dejó caer sobre la silla, dirigió una fugaz mirada a su madre y luego salió disparado.

– Lou, ayúdame a mover a Sally para poner sábanas limpias. -Lo hicieron moviendo a la mujer que sufría con el mayor cuidado posible-. Ahora vete a ayudar a Jesse con el agua. Y llévate esto. -Dio a Lou unos paños y una bobina de hilo-. Coloca el hilo en medio de todos los paños y ponlo todo en el horno, caliéntalo hasta que esté chamuscado por fuera.

Lou entró en la cocina y ayudó a Jesse. Lou nunca la había visto en la escuela, ni tampoco al niño de siete años que la observaba con ojos temerosos. Jesse tenía una cicatriz ancha que le rodeaba el ojo izquierdo y Lou ni siquiera osaba aventurarse a pensar cómo se la habría hecho.

El hornillo ya estaba caliente, y el agua del hervidor empezó a bullir en pocos minutos. Lou comprobó la parte exterior de los paños que había colocado en la bandeja del horno, y al cabo de unos instantes comprobó que estaba suficientemente quemada. Protegiéndose las manos con unos trapos viejos, llevaron las ollas y los paños al dormitorio y los colocaron cerca de la cama.

Louisa lavó la zona por la que saldría el bebé con agua caliente y jabón y luego la cubrió con una sábana.

– Ahora el bebé está tomando su último descanso, al igual que Sally. -Le susurró a Lou-. Todavía no sé exactamente cómo está colocado pero no será un parto de través. -Al ver que la muchacha la miraba perpleja, añadió-: Es cuando el bebé está cruzado en el vientre. Os llamaré cuando os necesite.

– ¿ En cuántos partos has ayudado?

– Treinta y dos a lo largo de cincuenta y siete años -respondió-. Los recuerdo todos.

– ¿Vivieron todos?

– No -contestó Louisa con voz queda. Acto seguido, le dijo a Lou que saliera, que ya la llamaría.

Jesse estaba en la cocina, apoyada contra la pared, con las manos cruzadas delante, la cabeza gacha; uno de los lados del cabello cortado a tajos le cubría la cicatriz y parte del ojo.

Lou miró al niño que estaba en la cama.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Lou. El niño no respondió. Cuando Lou dio un paso hacia él, profirió un grito y se tapó la cabeza con la manta; le temblaba todo el cuerpo. Lou retrocedió hasta salir de la casa.

Miró alrededor hasta que vio a Billy en el establo atisban-do por entre las puertas dobles abiertas. Cruzó el corral en silencio y miró por encima del hombro del niño. George Davis estaba a poco menos de tres metros de ellos. La yegua yacía en el suelo cubierto de paja; del animal sobresalía una pata delantera y una paletilla del potrillo, cubiertas con esa bolsa blanca semejante a un capullo. Davis tiraba de aquella pierna viscosa sin dejar de lanzar improperios. El suelo del establo no era de tierra, sino de tablones. Gracias al resplandor de varios faroles, Lou vio hileras de herramientas relucientes bien alineadas en las paredes.

Lou, incapaz de soportar el lenguaje grosero de Davis y el sufrimiento de la yegua, fue a sentarse en el porche delantero. Billy la siguió y se desplomó a su lado.

– Tienes una granja grande -comentó ella.

– Papá contrata a hombres para que le ayuden, pero cuando me haga mayor ya no los necesitará. Lo haré yo.

Oyeron a George Davis gritar en el establo, y dieron un respingo. Billy parecía avergonzado y excavaba la tierra con el dedo gordo del pie.

– Lamento haberte puesto esa serpiente en la fiambrera.

Billy la miró sorprendido.

– Yo te hice lo mismo antes.

– Aun así, no está bien hacer esas cosas.

– Papá mataría a quien se lo hiciera.

Lou advirtió el terror en los ojos del niño y se compadeció de él.

– Tú no eres tu padre y no tienes por qué ser como él.

Billy parecía nervioso.

– No le he dicho que iba a buscar a la señora Louisa. No sé qué dirá cuando os vea.

– Hemos venido a ayudar a tu madre. No creo que le importe.

– ¿Es verdad lo que dices?

Levantaron la mirada y se encontraron con George Davis,

de pie delante de ellos, con la camisa y los brazos cubiertos de sangre. El polvo giraba en torno a sus piernas como si la montaña se hubiera convertido en un desierto.

Billy se puso de pie delante de Lou.

– Papá, ¿cómo está el potrillo?

– Muerto.

Lou se estremeció ante el tono de su voz. El hombre la señaló y añadió:

– ¿Qué demonios hace aquí?

– He ido a buscarlas para que ayudaran con el bebé. La señora Louisa está dentro con mamá.

George lanzó una mirada a la puerta y luego volvió a mirar a Billy. Tenía una expresión tan terrible que Lou estaba convencida de que la mataría en aquel momento.