– ¿Esa mujer está en mi casa?
– Ha llegado el momento.
Todos miraron hacia la puerta y vieron a Louisa.
– El bebé está a punto de llegar -declaró.
Davis apartó a su hijo de un empujón y Lou dio un salto para apartarse también de su camino cuando se dirigió, enfurecido, hacia la puerta.
– No tienes nada que hacer aquí -le espetó a Louisa-. Lárgate de mis tierras antes de que te dé en la cabeza con la culata del rifle, y a esa niñata también.
Louisa no retrocedió ni un milímetro.
– Puedes ayudar a que salga el bebé o no. Es problema tuyo. Venga, Lou, y tú también, Billy. Voy a necesitaros a los dos.
Estaba claro que George no permitiría aquello. Louisa era muy fuerte para su edad y más alta que Davis, pero aun así no podía enredarse en una pelea.
Entonces oyeron un grito procedente del bosque. Era el mismo sonido que Lou había oído la primera noche en el pozo, pero en cierto modo más horrendo, como si aquello que lo había proferido estuviera muy cerca y fuera a aplastarlos. Incluso Louisa lanzó una mirada llena de aprensión hacia la oscuridad.
George Davis dio un paso atrás, con el puño cerrado como si esperara tener en él un arma. Louisa rodeó a los niños con los brazos y se los acercó al cuerpo. Davis no hizo ningún movimiento para detenerlos, pero se puso a gritar:
– ¡Asegúrate de que esta vez sea un niño! Si es una niña, ya puedes dejarla morir. ¿Me has oído? ¡No necesito más puñeteras niñas!
Mientras Sally empujaba, a Louisa se le aceleró el corazón al ver las nalgas del bebé, seguidas de un pie. Sabía que no tenía mucho tiempo para sacar a la criatura antes de que el cordón quedara aplastado entre la cabeza del bebé y el hueso de Sally. Mientras lo pensaba, vio salir el otro pie.
– Lou -llamó-, rápido, ven aquí.
Louisa tomó los pies del bebé con la mano derecha y levantó el cuerpo para que las contracciones no tuvieran que soportar el peso de la criatura y mejorar así el ángulo de salida de la cabeza. Sabía que podían sentirse afortunadas porque, después de tantos partos, Sally Davis tenía los huesos bien abiertos.
– Empuja, Sally, empuja, querida -la animó Louisa. Cogió las manos de Lou y las dirigió a un punto en concreto del abdomen de Sally-. Tenemos que sacar la cabeza lo antes posible -añadió-, aprieta aquí tan fuerte como puedas. No te preocupes, no le harás daño al bebé, la pared del vientre es muy dura.
Lou hizo presión con todas sus fuerzas mientras Sally 4 gritaba y empujaba y Louisa levantaba más el cuerpo del bebé.
A voz en cuello, la anciana anunció que ya se le veía el cuello y luego el pelo. Entonces apareció toda la cabeza y enseguida tuvo al bebé entre los brazos y le dijo a Sally que descansara, que todo había terminado ya.
Louisa pronunció una oración de agradecimiento cuando vio que era un niño. Sin embargo, era muy pequeño y pálido. Hizo que Lou y Billy calentaran cubos de agua mientras ataba el cordón umbilical en dos puntos con el hilo de la bobina y luego cortó el cordón entre los dos puntos con unas tijeras hervidas. Envolvió el cordón en uno de los paños limpios y secos que Lou había calentado en el horno y ató otro de esos trapos con holgura en el costado izquierdo del bebé. Utilizó aceite dulce para limpiar a la criatura, la lavó con jabón y agua templada, la envolvió con una manta y se la entregó a la madre.
Louisa colocó la mano sobre el vientre de Sally y lo palpó para ver si el útero era duro y pequeño. Si se notaba grande y blando, existía la posibilidad de una hemorragia interna, explicó a Lou en voz baja. Sin embargo, el vientre se notaba pequeño y prieto.
– Todo bien -le dijo a Lou, que experimentó un gran alivio.
Acto seguido, Louisa tomó al bebé y lo dejó sobre la cama. Cogió una pequeña ampolla de cera de su cubo y extrajo un pequeño frasquito de cristal. Hizo que Lou mantuviera abiertos los ojos del bebé y vertió dos gotas en cada uno de ellos, mientras el recién nacido se retorcía y lloraba.
– Es para que el bebé no se quede ciego -le explicó a Lou-. Travis Barnes me lo dio. La ley dice que hay que hacerlo.
Con ayuda de recipientes calientes y algunas mantas, Louisa preparó una rudimentaria incubadora y colocó al bebé en su interior. Respiraba de forma tan superficial que cada pocos minutos le pasaba una pluma de ganso por debajo de la nariz para comprobar que seguía tomando aire.
Al cabo de media hora las últimas contracciones hicieron salir la placenta y Louisa y Lou limpiaron la cama, cambiaron las sábanas de nuevo y frotaron a la madre por última vez utilizando los últimos paños calientes.
Lo último que Louisa extrajo del cubo fue un lápiz y una hoja de papel. Se los dio a Lou y le dijo que escribiera la fecha y la hora. Louisa sacó un viejo reloj de cuerda del bolsillo de los pantalones e indicó a Lou la hora del nacimiento.
– Sally, ¿qué nombre le vas a poner al niño? -preguntó Louisa.
Sally miró a Lou.
– Te ha llamado Lou; ¿te llamas así? -inquirió con un hilo de voz.
– Sí, más o menos -respondió Lou.
– Entonces será Lou. En tu honor, niña. Gracias.
Lou se quedó asombrada.
– ¿Y tu esposo?
– A él le da igual que tenga nombre o no. Sólo le importa que sea niño para que trabaje. Y no veo que haya venido. Se llamará Lou.
Louisa sonrió mientras Lou escribía el nombre de Lou Davis.
– Se lo daremos a Cotton -declaró Louisa-. Él lo llevará al juzgado para que todo el mundo sepa que en esta montaña tenemos a otro hermoso niño.
Sally se durmió y Louisa permaneció sentada junto a la madre y el niño toda la noche; despertaba a Sally para que amamantara al pequeño Lou cuando lloraba y apretaba los labios. George Davis no entró en la habitación ni una sola vez. Oyeron sus fuertes pisadas en el porche durante un rato y luego se oyó un portazo.
Louisa salió varias veces para ver cómo estaban los demás niños. Dio a Billy, Jesse y al otro niño, cuyo nombre Louisa desconocía, una jarrita de melaza y unas galletas que había llevado consigo. Le apenó ver con qué rapidez devoraban una comida tan austera. También dio a Billy un tarro de confitura de fresa y un poco de pan de trigo para dar a los demás niños cuando se despertaran.
Se marcharon a última hora de la mañana. La madre estaba bien y el bebé se veía más fuerte y menos pálido. Mamaba con fruición y sus pulmones parecían en forma.
Sally y Billy les dieron las gracias, e incluso Jesse consiguió emitir un gruñido. Pero Lou se dio cuenta de que la cocina estaba fría y que no olía a comida.
George Davis y sus hombres estaban en los campos, pero antes de que Billy se reuniera con ellos, Louisa lo llevó a un lado y le habló de cosas que Lou no oyó.
Al sacar el carro pasaron por establos llenos de ganado suficiente para formar un rebaño, y cerdos y ovejas, un corral lleno de gallinas, cuatro buenos caballos y el doble de muías. Los campos de cultivo se extendían hasta donde alcanzaba la vista y estaban circundados por una peligrosa alambrada. Lou vio que George y sus hombres trabajaban los campos con equipos mecanizados, los cuales levantaban nubes de polvo a su paso.
– Poseen más campos y ganado que nosotros -observó Lou-. ¿Cómo es que no tienen nada de comer?
– Porque su padre lo quiere así. Y el padre de él se comportó igual. Siempre controlando el dinero. No soltó un dólar hasta que estuvo metido en el ataúd.
Pasaron por delante de un edificio, y Louisa indicó el robusto candado de una puerta.
– El hombre dejará que la carne de esa caseta de ahumados se pudra antes de dársela a sus hijos. George Davis vende hasta el último grano de su cosecha al campamento maderero y a los mineros y la transporta hasta Tremont y Dickens. -Señaló un edificio grande que tenía una hilera de puertas alrededor de la primera planta. Estaban abiertas y se veían claramente las grandes hojas verdes colgadas de unos ganchos del interior.