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– No, gracias.

– ¿Estás seguro? -inquirió el muchacho.

Oz respondió que estaba completamente seguro, por lo que Diamond inclinó el frasco y vertió el agua bendita. Lou y Oz intercambiaron una mirada y la tristeza que denotaba el rostro de éste volvió a sorprenderla. Lou alzó la vista al cielo porque imaginó que su hermano había perdido la esperanza, que el final del mundo no debía de estar lejos. Volvió la espalda a los que iban en el carro y fingió admirar las montañas.

Atardecía. Cotton acababa de leerle a Amanda y resultaba obvio que experimentaba una sensación de frustración cada vez mayor.

Lou miraba por la ventana encaramada a un cubo vuelto del revés.

Cotton observó a la mujer.

– Amanda, sé que me oyes. Tienes dos hijos que te necesitan de verdad. Debes levantarte de esta cama. Aunque sólo sea por ellos. -Guardó silencio, como si quisiera elegir las palabras con cuidado-. Por favor, Amanda. Daría todo lo que puedo llegar a tener en la vida si te levantaras ahora mismo.

Transcurrieron unos momentos angustiosos y Lou contuvo la respiración mientras la mujer seguía inmóvil. Cotton acabó inclinando la cabeza con gesto de desesperación. Cuando más tarde Cotton salió de la casa y se subió al coche para marcharse, Lou se apresuró a llevarle una cesta de comida.

– De tanto leer debes de tener apetito.

– Pues gracias, Lou. -Dejó la cesta de comida en el asiento del acompañante y añadió-: Louisa me ha dicho que eres escritora. ¿Sobre qué te gusta escribir?

– Mi padre escribió sobre este lugar, pero a mí no se me ocurre nada -respondió la muchacha.

Cotton dirigió la mirada hacia las montañas.

– De hecho, tu padre fue uno de los motivos por los que vine aquí. Cuando estaba estudiando Derecho en la Universidad de Virginia leí su primera novela, y me sorprendieron tanto su poder como su belleza. Y luego leí un artículo en el periódico sobre él. Hablaba de cómo le habían inspirado las montañas. Pensé que venir aquí también me resultaría beneficioso. Recorrí todos estos lugares con una libreta y un lápiz, con el deseo de que frases hermosas se apoderaran de mí para poder plasmarlas sobre el papel. -Sonrió con expresión de nostalgia-. Pero no me ocurrió.

– A mí tampoco -dijo Lou con voz queda.

– Bueno, al parecer la gente se pasa la mayor parte de la vida persiguiendo algo. Quizás eso forme parte de la naturaleza humana. -Cotton señaló el camino-. ¿Ves esa vieja cabaña de ahí? -Lou vio una cabaña de troncos embarrada y medio derruida que ya no utilizaban-. Louisa me habló de una historia que escribió tu padre cuando era pequeño.

Trataba sobre una familia que sobrevivió un invierno aquí, en esa cabaña. Sin leña, sin comida.

– ¿Cómo lo consiguieron?

– Creían en cosas.

– ¿En qué? ¿En el pozo de los deseos? -preguntó con escepticismo.

– No, creían el uno en el otro y consiguieron una especie de milagro. Algunos dicen que la realidad supera a la ficción. Creo que eso significa que lo que una persona es capaz de imaginar existe, en algún lugar. ¿No te parece una posibilidad maravillosa?

– No sé si mi imaginación da para tanto, Cotton. Ni siquiera sé si escribir se me da bien. Lo que escribo no parece tener mucha vida.

– Sigue intentándolo, quizá te lleves una sorpresa. Y ten por seguro, Lou, que los milagros existen. Que tú y Oz vinierais aquí y conocierais a Louisa ha sido un milagro.

Lou se sentó en el borde de la cama esa noche y comenzó a leer las cartas de su madre. Cuando Oz entró, las escondió rápidamente bajo la almohada.

– ¿Puedo dormir contigo? -preguntó el niño-. Tengo miedo de estar en mi cuarto. Estoy seguro de que he visto a un gnomo en el rincón.

– Ven aquí -dijo Lou.

Oz se sentó a su lado. De repente, parecía preocupado.

– Cuando te cases, ¿a la cama de quién iré cuando tenga miedo, Lou?

– Un día serás más alto que yo, y entonces seré yo quien recurra a ti cuando tenga miedo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque ése es el trato que hace Dios con las hermanas mayores y sus hermanos pequeños.

– ¿Yo más alto que tú? ¿De veras?

– Mira los zapatones que llevas. Si sigues creciendo a ese ritmo, serás más alto que Eugene.

Oz se acurrucó entre las mantas, feliz. Entonces vio las cartas debajo de la almohada.

– ¿Qué es esto?

– Unas cartas que mamá escribió hace mucho tiempo -repuso Lou con voz queda.

– ¿Y qué pone en ellas?

– No lo sé, no las he leído.

– ¿Me las leerás?

– Ahora es tarde y estoy cansada, Oz.

– Por favor, Lou. Por favor.

Se lo veía tan apenado que Lou tomó una carta, dio más mecha a la lámpara de queroseno que estaba en la mesita de noche para que diera más luz y dijo:

– Bueno, pero sólo una.

Oz se puso cómodo mientras Lou empezaba a leer.

– «Querida Louisa, espero que estés bien. Por nuestra parte lo estamos. Oz se ha recuperado de la difteria y ya duerme toda la noche…»

Oz dio un respingo.

– ¡Ése soy yo! ¡Mamá escribía sobre mí! -Hizo una pausa y adoptó una expresión de desconcierto-. ¿Qué es la difteria?

– Será mejor que no lo sepas. Bueno, ¿quieres que siga leyendo o no? -Oz se recostó en la cama mientras su hermana retomaba la lectura-. «Lou quedó en primera posición tanto en el concurso de ortografía como en la carrera de cincuenta metros lisos del primero de mayo. ¡Y también corrían chicos! Llegará lejos, Louisa. He visto una foto tuya que tenía Jack y os parecéis muchísimo. Los dos crecen tan rápido… que me asusta. Lou se parece a su padre. Tiene una mente despierta, y me temo que debo de parecerle un poco aburrida. Esa idea me impide dormir por las noches. La quiero tanto. Intento hacer lo posible por ella. Y aun así, bueno, ya sabes, un padre y su hija… La próxima vez te cuento más. Y te mando fotos. Todo mi amor, Amanda. P.S.: Mi sueño es llevar a los niños a la montaña para que por fin puedan conocerte. Espero que ese sueño se convierta en realidad algún día.»

– Es una carta bonita. Buenas noches, Lou -dijo Oz.

Cuando su hermano se durmió, Lou cogió otra carta lentamente.

29

Lou y Oz seguían a Diamond y Jeb por el bosque un espléndido día a comienzos de otoño, con la luz del sol moteada en el rostro; les rodeaba una brisa fresca junto con el suave aroma de la madreselva y la rosa silvestre.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Lou.

– Ya lo verás -respondió Oz misteriosamente.

Subieron por una pequeña pendiente y se detuvieron. En el camino, a quince metros de distancia de ellos, vieron a Eugene, cargado con un cubo de carbón vacío y una linterna. En el bolsillo llevaba un cartucho de dinamita.

– Eugene va a la mina de carbón. Va a llenar ese cubo. Antes de que llegue el invierno, llevará un volquete ahí con las muías y sacará un buen cargamento de carbón.

– Vaya, es tan emocionante como ver dormir a alguien -fue la opinión considerada de Lou.

– ¡Guau! ¡Espera a que estalle la dinamita! -exclamó Diamond.

– ¡Dinamita! -exclamó Oz.

Diamond asintió.

– Hay carbón en lo más profundo de la roca. Con el pico no se puede llegar a él. Hay que provocar una explosión.

– ¿Es peligroso? -preguntó Lou.

– No. Él sabe lo que hace. Yo también lo he hecho.

Mientras observaban a lo lejos, Eugene extrajo la dinamita del bolsillo y le introdujo una mecha larga. A continuación, encendió la linterna y entró en la mina. Diamond se sentó apoyado contra un árbol, sacó una manzana y la cortó. Lanzó un pedazo a Jeb, que estaba merodeando por la maleza. Diamond advirtió la cara de preocupación de Lou y Oz.

– Esa mecha es lenta. Te da tiempo de ir a la luna y volver antes de que se produzca la explosión.

Un poco después Eugene salió de la mina y se sentó en una roca cerca de la entrada.