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Louisa había enseñado a Eugene a leer cuando era pequeño, por lo que Lou también cogió un libro para él. Le preocupaba no tener un momento para leerlo, pero finalmente lo encontró por las noches; a la luz de la lámpara, se humedecía el pulgar y pasaba las páginas absorto en la lectura. En otras ocasiones Lou le ayudaba con las palabras mientras labraban los campos para prepararlos para el cercano invierno, o cuando ordeñaban las vacas junto a la lámpara de queroseno. Lou repasaba con él las revistas, y Eugene disfrutaba especialmente diciendo «Rooosevelt, presidente Rooosevelt», nombre que aparecía con frecuencia en las páginas del Grit o del Post. Las vacas lo miraban extrañadas cuando decía «Rooosevelt» como si pensaran que en realidad les estaba mugiendo. Lou se quedó boquiabierta cuando Eugene le preguntó por qué a alguien se le ocurría llamar a su hijo «presidente».

– ¿Has pensado alguna vez en vivir en otro sitio? -le preguntó Lou una mañana mientras ordeñaban.

– La montaña es lo único que he visto, pero sé que en el mundo hay muchas más cosas.

– Algún día podría llevarte a la ciudad. Hay edificios tan altos que para subir arriba de todo se necesita un ascensor. -Al ver que él la miraba con cara de curiosidad, añadió-: Es una especie de coche que te sube y te baja.

– ¿Un coche, como el Hudson?

– No; es más bien como una habitación pequeña en la que estás de pie.

A Eugene le pareció interesante, pero dijo que lo más probable era que se quedara labrando la tierra.

– Quiero casarme, formar una familia y educar bien a mis hijos.

– Serás un buen padre -comentó Lou.

– Usted también será una buena madre -dijo él con una sonrisa-. Se nota por el modo en que trata a su hermano y todo eso.

Lou lo miró y dijo:

– Mi madre era una madre fantástica.

Lou intentó recordar si se lo había dicho alguna vez. Lou sabía que había pasado la mayor parte de su vida adorando a su padre. Le parecía una idea turbadora, ya que ahora no podía remediarse.

Una semana después de su visita a la biblioteca de la escuela, Lou acababa de leerle a Amanda cuando salió al establo sola. Subió al pajar y se sentó en el hueco de las puertas dobles a contemplar el valle que se extendía a sus pies. Después de reflexionar sobre el futuro sombrío de su madre, dirigió sus pensamientos a la pérdida de Diamond. Había intentado no pensar más en ello, pero se dio cuenta de que nunca lo conseguía.

El funeral de Diamond había sido una ceremonia curiosa. La gente había aparecido procedente de granjas y casas que Lou ni siquiera sabía que existían, y todas esas personas fueron a casa de Louisa a lomos de caballo o de mula, a pie y en tractor, e incluso en un Packard abollado y sin puertas. La gente desfiló con bandejas de comida apetitosa y jarras de sidra. No avistó clérigo alguno, sino que un grupo de personas se levantó y con voz queda presentó sus condolencias a los amigos del fallecido. El ataúd de cedro se colocó en el salón, con la tapa bien clavada, porque nadie deseaba ver los estragos que la dinamita había causado en Diamond Skinner.

Lou no estaba segura de que todos los tipos mayores fueran amigos de Diamond, pero supuso que debían de haber sido amigos de su padre. De hecho había oído a un anciano llamado Buford Rose, casi sin dientes y con una abundante cabellera blanca, murmurar sobre la triste ironía de que tanto el padre como el hijo hubieran muerto en la dichosa mina.

Enterraron a Diamond cerca de las tumbas de sus padres, aunque ya hacía tiempo que éstas se confundían con la tierra. Varias personas leyeron fragmentos de la Biblia y se derramaron ríos de lágrimas. Oz se colocó en el centro de todos ellos y anunció con gran atrevimiento que su amigo, tantas veces bautizado, era una bendición del cielo. Louisa depositó un ramo de flores sobre el túmulo, retrocedió e intentó hablar, pero fue incapaz de hacerlo.

Cotton dedicó un hermoso panegírico a su joven amigo y recitó unos ejemplos de un cuentacuentos al que dijo admirar profundamente: Jimmy Diamond Skinner.

– A su manera -dijo Cotton-, avergonzaría a muchos de los mejores escritores de relatos del mundo.

Lou pronunció unas palabras en voz baja, aunque en realidad las dirigió a su amigo enterrado bajo la tierra recién removida, que despedía un olor dulce que a ella le producía náuseas. Sin embargo, Lou sabía que él no estaba bajo esos tablones de cedro. Había ido a un lugar más elevado incluso que las montañas. Había vuelto con su padre y estaba viendo a su madre por primera vez. Seguro que era feliz. Lou alzó la mano al cielo y se despidió una vez más de una persona que había llegado a significar muchísimo para ella y que se había marchado para siempre.

Pocos días después del entierro, Lou y Oz se habían aventurado a entrar en la cabaña del árbol de Diamond y se repartieron sus pertenencias. Lou dijo que sin duda el muchacho querría que Oz se quedara con el esqueleto del pájaro, la bala de la guerra de Secesión, la punta de flecha de sílex y el rudimentario telescopio.

– Pero ¿tú qué te quedas? -preguntó Oz, mientras examinaba los trofeos que acababa de heredar.

Lou recogió la caja de madera y extrajo el trozo de carbón que supuestamente contenía el diamante. Se encargaría personalmente de desgastarlo hasta que apareciera el centro brillante, y entonces lo enterraría con Diamond. Cuando notó el pequeño trozo de madera en el suelo de la parte trasera de la cabaña, se dio cuenta de lo que era incluso antes de recogerlo. Se trataba de una pieza a medio tallar. Estaba cortada en un trozo de nogal en forma de corazón, en un lado estaba tallada la letra L y en el otro una D casi terminada. Diamond Skinner sí conocía sus iniciales. Lou se guardó la madera y el trozo de carbón, bajó del árbol y no dejó de correr hasta llegar a su casa.

Naturalmente, adoptaron al fiel Jeb, que parecía estar a gusto con ellos, si bien a veces se deprimía y echaba de menos a su amo. No obstante, a él también parecían gustarle las excursiones que Lou y Oz hacían hasta la tumba de Diamond, y el perro, siguiendo las misteriosas costumbres de sus congéneres, se ponía a ladrar y a dar vueltas cuando se acercaban a ella. Lou y Oz esparcían hojas caídas sobre el montículo y se sentaban a hablar con Diamond y el uno con el otro y volvían a relatar las cosas graciosas que el muchacho había dicho o hecho, las cuales no eran precisamente pocas. Luego se enjugaban las lágrimas y regresaban a casa, con el profundo convencimiento de que el alma de su amigo deambulaba con libertad en su querida montaña, con el cabello igual de erizado, la sonrisa igual de amplia y los pies igual de descalzos. Diamond Skinner no había tenido posesiones materiales, y aun así era la persona más feliz que Lou había conocido en toda su vida. Sin duda él y Dios iban a llevarse a las mil maravillas.

Se prepararon para el invierno afilando los enseres con el afilador y las limas, limpiando los compartimientos y esparciendo el estiércol por los campos arados. Sin embargo, Louisa se había equivocado porque a Lou nunca llegó a gustarle el olor a estiércol. Estabularon el ganado, lo alimentaron y abrevaron, ordeñaron las vacas e hicieron otras tareas, que a esas alturas ya les parecían tan naturales como respirar. Llevaron jarras de leche y mantequilla, y tarros de conservas en vinagre y salmuera, y chucrut y alubias enlatadas a la lechería parcialmente subterránea, que tenía gruesas paredes de troncos, pintados de cualquier manera y agrietados, y con rellenos de papel donde se había caído el barro. Además, hicieron las reparaciones pertinentes en la granja.

Empezó el curso y, fiel a las palabras de su padre, Billy Davis no regresó a la escuela. En ningún momento se habló de su ausencia, como si el muchacho no hubiera existido. Sin embargo, Lou se acordaba de él de vez en cuando y deseaba que las cosas le fueran bien.