Ella sacudió la cabeza con terquedad.
– Nos ha dado una buena cosecha. No necesitamos ayuda de nadie.
Cotton bajó la mirada y habló despacio.
– Louisa, espero que vivas más que todos nosotros. Pero lo cierto es que si esos niños heredan la granja mientras sean menores de edad, les resultará muy difícil seguir adelante. -Hizo una pausa y luego añadió con voz queda-: Y Amanda necesita cuidados especiales.
Louisa asintió al oír aquellas palabras, pero no dijo nada.
Más tarde observó a Cotton marcharse en el coche mientras Oz y Lou perseguían alegremente el descapotable por la carretera y Eugene trabajaba con diligencia en la maquinaria agrícola. Aquél era el mundo de Louisa; parecía funcionar sin complicaciones, pero como ella bien sabía, era muy frágil. La mujer se apoyó contra la puerta con cara de preocupación.
Los hombres de Southern Valley aparecieron el día siguiente por la tarde.
Louisa abrió la puerta y se encontró con Judd Wheeler, junto a un individuo bajito con ojos de serpiente y una sonrisa maliciosa, vestido con un terno de buena calidad.
– Señora Cardinal, me llamo Judd Wheeler. Trabajo para Southern Valley Coal and Gas. Le presento a Hugh Miller, el vicepresidente de la compañía.
– ¿Y quieren mi gas natural? -preguntó ella sin rodeos.
– Sí, señora -respondió Wheeler.
– Bueno, soy afortunada de tener a mi abogado aquí conmigo -dijo ella, al tiempo que dirigía la mirada a Cotton, que acababa de entrar en la cocina procedente del dormitorio de Amanda.
– Señora Cardinal -dijo Hugh Miller cuando tomaron asiento-. No me gusta andarme por las ramas. Tengo entendido que ha heredado algunas responsabilidades familiares adicionales y sé lo duro que puede llegar a ser. Así pues, le ofrezco… cien mil dólares por su propiedad. Y tengo aquí mismo el cheque y los documentos necesarios para que los firme.
Louisa no había tenido en las manos más de cinco dólares en efectivo en toda su vida, por lo que sólo fue capaz de exclamar:
– ¡Cielo santo!
– Para que nos entendamos bien -intervino Cotton-, Louisa sólo está dispuesta a vender los derechos minerales subyacentes.
Miller sonrió y negó con la cabeza.
– Me temo que en esa cantidad de dinero incluirnos también el terreno.
– No pienso hacerlo -dijo Louisa.
– ¿Por qué no puede ceder sólo los derechos sobre los minerales? -inquirió Cotton-. Aquí en la montaña es algo muy habitual.
– Tenemos grandes planes para su propiedad. Vamos a nivelar la montaña, implantar un buen sistema de carreteras y construir unas instalaciones para la extracción, producción y transporte de gas. Será el gasoducto más largo fuera de Tejas.
Hemos pasado un tiempo analizando el terreno. Esta propiedad es perfecta. No presenta ningún inconveniente.
Louisa lo miró con el ceño fruncido.
– El único inconveniente -dijo- es que no pienso venderla. No van a revender esta tierra como han hecho en el resto de lugares.
Miller se inclinó hacia delante.
– Esta zona está acabada, señora Cardinal. La madera se ha acabado. Las minas cierran. La gente está perdiendo el empleo. ¿De qué sirven las montañas si no se utilizan para ayudar a la gente? No son más que piedras y árboles.
– Yo tengo una escritura de esta tierra en la que dice que soy su propietaria, pero las montañas no son de nadie en realidad. Yo me limito a vigilarlas mientras estoy aquí, y ellas me dan todo lo que necesito.
Miller miró alrededor.
– ¿Todo lo que necesita? Pero si aquí arriba ni siquiera tienen electricidad ni teléfono. Como mujer temerosa de Dios estoy seguro de que se da cuenta de que nuestro creador nos dio el cerebro para que saquemos provecho de cuanto nos rodea. ¿Qué es una montaña comparada con que la gente se gane bien la vida? Yo creo que lo que usted hace va en contra de las Escrituras.
Louisa miró al hombre bajito y dijo con una sonrisa irónica:
– Dios creó estas montañas para que duraran para siempre. Sin embargo, nos puso a nosotros, los hombres, sólo durante un reducido espacio de tiempo. ¿Qué le parece?
Miller estaba exasperado.
– Mire, señora, mi empresa desea hacer una inversión sustanciosa para dar vida a este lugar. ¿Cómo puede usted negarse a una cosa así?
Louisa se puso en pie.
– Pues como he hecho toda la vida. Con firmeza.
Cotton siguió a Miller y a Wheeler hasta su coche.
– Señor Longfellow -dijo Miller-, tiene que convence a su clienta de que acepte nuestra propuesta.
Cotton sacudió la cabeza.
– Cuando Louisa Mae Cardinal toma una decisión, conseguir que la cambie es como intentar evitar que salga el soclass="underline"
– Bueno, el sol también se pone cada noche -apuntó Miller.
Cotton contempló a los hombres de Southern Valley mientras se marchaban.
La pequeña iglesia se encontraba en un prado a pocos kilómetros de la granja de los Cardinal. Estaba construida con troncos toscamente labrados y tenía un pequeño campanario, una modesta ventana de cristal normal y corriente y mucho encanto. Había llegado el momento del servicio religioso y la cena en el suelo, y Cotton llevó en el coche a Lou, Oz y Eugene. La llamaban «en el suelo», les explicó Cotton, porque no había ni mesas ni sillas sino sólo mantas, sábanas y unas lonas; era un gran picnic disfrazado de servicio religioso.
Lou se había ofrecido a quedarse en casa con su madre pero Louisa se negó en rotundo.
– Leo la Biblia, le rezo al Señor pero no necesito sentarme a cantar con otra gente para demostrar mi fe.
– Entonces, ¿por qué tengo que ir yo? -le había preguntado Lou.
– Porque después de la misa hay una cena, y no hay que perdérsela -respondió Louisa con una sonrisa.
Oz iba con el traje y Lou llevaba el vestido Chop y unos leotardos marrones que se sujetaba con unas ligas de goma, mientras que Eugene llevaba el sombrero que Lou le había dado y una camisa limpia. También había otras personas de color, incluida una mujer menuda con unos ojos extraordinarios y una tez tersa y suave con la que Eugene conversó largo y tendido. Cotton explicó que había tan pocos negros por aquella zona que no tenían una iglesia distinta.
– Y cuánto me alegro de ello -dijo-. No es lo normal en el sur, y en las ciudades está claro que hay prejuicios.
– En Dickens vimos el cartel de «SÓLO BLANCOS» -comentó Lou.
– No me extraña -dijo Cotton-. Pero las montañas son distintas. No digo que aquí arriba todos sean unos santos, porque no es así, pero la vida es dura y la gente intenta salir adelante. Eso no deja mucho tiempo para pensar en cosas en las que, de todos modos, no se debería pensar. -Señaló la primera fila y agregó-: Con excepción de George Davis y otros, claro está.
Lou se sorprendió al ver a George Davis sentado en el primer banco. Llevaba ropa limpia e iba perfectamente peinado y afeitado. Tuvo que reconocer, a su pesar, que presentaba un aspecto respetable. Sin embargo, no iba acompañado de ningún miembro de su familia. Había inclinado la cabeza para rezar. Antes del comienzo del oficio religioso, Lou preguntó a Cotton sobre aquel espectáculo.
– George Davis casi siempre viene a misa, pero nunca se queda a la comida. Y jamás trae a su familia porque él es así. Me gustaría pensar que viene a rezar porque siente que tiene muchos pecados que expiar, pero creo que sólo quiere cubrirse las espaldas. Sin duda es un hombre calculador.
Lou contempló a Davis rezando ahí como si tuviera a Dios en su corazón y en su hogar, mientras dejaba de lado a su familia y los dejaba vestidos con harapos y sin comer de forma que tuvieran que depender de la bondad de Louisa Cardinal. No pudo sino negar con la cabeza.
– Hagas lo que hagas, aléjate de ese hombre -dijo entonces a Cotton.
Cotton la miró, asombrado.
– ¿Por qué?
– Es peligroso -respondió.
Tras escuchar durante demasiadas horas al pastor d turno, les dolía el trasero debido a la dureza de los bancos de roble y sentían un cosquilleo en la nariz a causa del olor a jabón de lejía, agua de lila y los efluvios de quienes no se habían molestado en lavarse antes de acudir a la iglesia. Oz se quedó dormido en dos ocasiones y Lou tuvo que darle sendos codazos para despertarlo. Cotton ofreció una oración especial por Amanda, que Lou y Oz apreciaron sobremanera. Sin embargo, según aquel rollizo ministro baptista, todos parecían estar condenados al infierno. Jesús había dado su vida por ellos y menuda gente eran, dijo, él incluido. No hacían más que pecar y comportarse de manera poco menos que depravada. Entonces el santo varón se excedió de verdad e hizo llorar, o por lo menos estremecer, a todos los presentes en el templo a causa de su inutilidad absoluta y del sentimiento de culpabilidad que albergaban sus almas pecaminosas. Luego pasó el platillo y pidió con educación el dinero tan duramente ganado de los allí congregados, a pesar de sus temibles pecados.