Выбрать главу

Tras el oficio, todos salieron del templo.

– Mi padre es pastor en Massachusetts -explicó Cotton mientras bajaban las escaleras-. Y también es partidario de insistir en el fuego eterno. Uno de sus héroes era Cotton Mather, de él sacó el nombre tan curioso que me puso. Sé que mi padre se llevó una gran decepción al ver que yo no seguiría los pasos, pero así es la vida. No sentí la llamada del Señor y no quería prestar un mal servicio a la Iglesia sólo por contentar a mi padre. Bueno, yo no soy un experto en la materia, pero una persona se cansa de que lo arrastren por las zarzas sagradas para que una mano piadosa acabe vaciándole el bolsillo con regularidad. -Sonrió mientras miraba a la gente reunida alrededor de la comida-. Pero supongo que es u precio justo para degustar algunos de estos manjares.

De hecho, la comida era de lo mejor que Lou y Oz habían probado en su vida; consistía en pollo asado, jamón cocido al estilo de Virginia, col rizada y beicon, sémola de maíz, pan frito crujiente, estofados de verdura, muchos tipos de alubias y pasteles de fruta tibios, todo ello sin duda cocinado siguiendo las recetas familiares más secretas y mejor guardadas. Los niños comieron hasta hartarse, y luego se tumbaron bajo un árbol a descansar.

Cotton estaba sentado en las escaleras de la iglesia, tomándose una pata de pollo y una jarra de sidra y disfrutando de la paz de una buena cena en la iglesia cuando se acercaron los hombres. Todos eran granjeros de brazos musculosos y espaldas anchas, caminaban un poco inclinados hacia delante, con el puño casi cerrado, como si todavía estuvieran trabajando con la azada o la guadaña, cargando cubos de agua u ordeñando vacas.

– Hola, Buford -saludó Cotton al tiempo que inclinaba la cabeza hacia uno de los hombres, que se apartó del grupo con un sombrero de fieltro en la mano. Cotton sabía que Buford Rose trabajaba duro en sus propias tierras; todos lo conocían, y era un hombre bueno y honesto. Tenía una granja pequeña, pero la llevaba con eficacia. No era tan mayor como Louisa, pero hacía años que había dejado atrás la mediana edad. No hizo ademán de hablar, clavó la mirada en sus desgastados zapatos de cuero. Cotton miró a los demás hombres, a la mayoría de los cuales conocía por haberles ayudado con algún problema legal, que solía estar relacionado con deudas, testamentos o impuestos territoriales.

– ¿Tenéis algo que decirme? -preguntó Cotton.

– Los tipos del carbón han venido a vernos a todos, Cotton -dijo Buford-. Para hablar de las tierras. Bueno, para pedirnos que las vendamos.

– Creo que ofrecen mucho dinero -declaró Cotton.

Buford lanzó una mirada nerviosa a sus compañeros mientras se toqueteaba el ala del sombrero.

Bueno, todavía no han ido tan lejos. La cosa es que no quieren comprar nuestras tierras hasta que Louisa no venda la suya. Dicen que tiene que ver con la situación del gas y todo eso. Yo no entiendo de esas cosas, pero es lo que dicen.

– Este año la cosecha ha sido buena -manifestó Cotton-. La tierra ha sido generosa con todos. Quizá no necesitéis vender.

– ¿Y qué pasará el año que viene? -intervino un hombre que era más joven que Cotton pero parecía diez años mayor. Cotton sabía que se trataba de un granjero de tercera generación y que no se sentía precisamente muy optimista en aquellos momentos-. Un buen año no compensa tres malos.

– ¿Por qué Louisa no quiere vender, Cotton? -inquirió Buford-. Ella es incluso mayor que yo, y ya estoy cansado de trabajar; además, mi hijo no quiere seguir dedicándose a esto. Y ella tiene que cuidar de los niños y de la mujer enferma. No entiendo que no sea partidaria de vender.

– Ésta es su casa, Buford. Igual que es la vuestra. Y no tenemos por qué entenderlo. Es su decisión. Hemos de respetarla.

– Pero ¿tú no puedes hablar con ella?

– Ya ha tomado una determinación. Lo siento.

Los hombres lo contemplaron en silencio, y quedó claro que a ninguno de ellos le agradó aquella respuesta. Acto seguido, dieron media vuelta y se marcharon, dejando atrás a un atribulado Cotton Longfellow.

Oz había llevado la pelota y los guantes a la cena de la iglesia, y practicó lanzamientos con Lou y luego con otros niños. Los hombres contemplaban admirados su habilidad y dijeron que el chico tenía un brazo de oro. Más tarde, Lou topó con un grupo que hablaba de la muerte de Diamond Skinner.

– Hay que ser tonto para morir en una explosión como ésa -dijo un muchacho mofletudo que Lou no conocía.

– ¡Entrar en una mina con dinamita encendida! -exclamó otro-. Dios mío, qué tontería.

– Claro que nunca fue a la escuela -apuntó una muchacha de pelo oscuro que llevaba un caro sombrero de ala ancha con un lazo alrededor y un vestido de volantes a todas luces costoso. Lou sabía que se trataba de Charlotte Ramsey. Su familia no era de granjeros sino la propietaria de una de las minas de carbón más pequeñas, y las cosas le iban muy bien-. Así que el pobre probablemente no diera para más.

Tras oír aquello, Lou se abrió paso entre el grupo. Había crecido desde que vivía en la montaña y era más alta que los demás niños, aunque todos tuvieran aproximadamente su misma edad.

– Entró en esa mina para salvar a su perro -declaró.

El muchacho mofletudo se echó a reír.

– Arriesgar su vida para salvar a un chucho. Hay que ser tonto.

Lou le propinó un puñetazo y el muchacho cayó al suelo agarrándose uno de los mofletes que, de repente, estaba un poco más hinchado. Lou se marchó indignada.

Oz vio lo que había ocurrido, recogió la pelota y los guantes y la alcanzó. No dijo nada, pero siguió caminando en silencio a su lado para darle tiempo a tranquilizarse. Se estaba levantando viento y las nubes que se formaban en la cima de las montañas amenazaban tormenta.

– ¿Vamos a volver a casa andando, Lou?

– Si quieres puedes ir con Cotton y Eugene.

– ¿Sabes, Lou?, con lo inteligente que eres no hace falta que vayas por ahí pegando a la gente. Puedes golpearlos con palabras.

Lou le lanzó una mirada y fue incapaz de contener una sonrisa al oír ese comentario.

– ¿Desde cuándo eres tan maduro?

Oz caviló al respecto por unos instantes.

– Desde que cumplí ocho años.

Siguieron caminando.

Oz se había colgado los guantes al cuello con un cordel e

iba lanzando la pelota al aire con despreocupación. De pronto, la pelota cayó al suelo, y él no se agachó para recogerla.

George Davis había surgido del bosque con sumo sigilo. A los ojos de Lou, su ropa buena y la cara limpia no servían para ocultar su maldad. Oz se sintió rápidamente intimidado, pero Lou le habló con fiereza.

– ¿Qué quieres?

– Sé lo del gas. ¿Louisa va a vender?

– Eso es asunto suyo.

– ¡Y mío! Apuesto algo a que también hay gas en mis tierras.

– Entonces, ¿por qué no vendes tu propiedad?

– El camino que va a mi finca cruza sus tierras. No pueden llegar a la mía si ella no vende la suya.