– Bueno, eso es problema tuyo -le espetó Lou, disimulando una sonrisa porque pensaba que quizá Dios se había decidido a darle un escarmiento a ese hombre.
– Dile a Louisa que si sabe lo que le conviene, mejor que venda.
– Y tú, mejor que no te acerques a nosotros.
Davis levantó la mano.
– ¡Maldita niña respondona!
Con la rapidez del rayo, alguien agarró el brazo de Davis y lo detuvo en el aire. Cotton estaba allí de pie, conteniendo aquel brazo fornido y mirando fijamente al hombre.
Davis se soltó con un movimiento brusco y apretó los puños.
– Ahora vas a enterarte de lo que es bueno, abogado.
Davis lanzó un puñetazo, pero Cotton interceptó el puño en el aire y lo sostuvo. Esta vez Davis no pudo desasirse, aunque lo intentó con todas sus fuerzas.
Cotton habló en un tono tranquilo que hizo que Lou sintiera una enorme satisfacción.
– En la universidad me especialicé en literatura americana pero también fui capitán del equipo de boxeo. Si vuelves a levantarle la mano a estos niños, te daré una paliza que te dejará al borde de la muerte.
Cotton le soltó el puño y Davis retrocedió, sin duda intimidado tanto por el temple de su contrincante como por la fuerza de sus manos.
– Cotton, quiere que Louisa venda sus tierras para que él también pueda vender -explicó Lou-. Se estaba poniendo un poco pesado, -explicó Lou.
– Louisa no quiere vender -dijo Cotton con firmeza-, de modo que no hay más que hablar.
– Pasan muchas cosas que hacen que la gente quiera vender.
– Si es una amenaza, podemos informar al sheriff. A menos que quieras arreglarlo conmigo ahora mismo.
George Davis se marchó, rojo de furia e indignación.
Cuando Oz recogió la pelota de béisbol, Lou dijo:
– Gracias, Cotton.
33
Lou estaba en el porche intentando zurcir calcetines, pero la tarea no le agradaba demasiado. Lo que más le gustaba era trabajar al aire libre, y estaba ansiosa por sentir el sol y el viento en su cuerpo. El trabajo en el campo implicaba un orden que le atraía. En opinión de Louisa, había aprendido rápidamente a comprender y respetar la tierra. Cada día refrescaba más, y llevaba un grueso jersey de lana que Louisa había tejido para ella. Al levantar la vista, vio el coche de Cotton bajar por la carretera, y agitó la mano. Cotton la vio, le devolvió el saludo, dejó el coche y se unió a ella en el porche. Los dos se pusieron a contemplar el campo.
– Está bonito en esta época del año -observó él-. La verdad es que no hay nada comparable.
– ¿Por qué piensas que mi padre nunca regresó aquí?
Cotton se quitó el sombrero y se frotó la cabeza.
– Bueno, he oído hablar de escritores que han vivido en un sitio en su juventud y que luego escribieron sobre él durante el resto de su vida sin volver a pisarlo. No sé, Lou, quizá temiera que si volvía y veía el sitio con nuevos ojos ya no podría contar sus historias.
– ¿Como si el hecho de regresar contaminara sus recuerdos?
– Quizá. ¿Qué opinas? ¿No vas a volver a tus raíces para poder ser una gran escritora?
Lou no tuvo que reflexionar demasiado al respecto. -Creo que es un precio demasiado alto.
Antes de acostarse cada noche, Lou intentaba leer por lo menos una de las cartas que su madre le había escrito a Louisa. Una noche, mientras abría el cajón del escritorio donde las había guardado, éste no se deslizó bien y se quedó atascado. Lou introdujo la mano en el interior del cajón para hacer palanca y rozó con los dedos algo que había en la parte inferior del mismo.
Se arrodilló y miró, al tiempo que introducía más la mano. Al cabo de unos segundos extrajo el sobre que se había quedado atascado. Se sentó en la cama y lo observó. No había nada escrito en el exterior, y lentamente extrajo las hojas que contenía. Estaban viejas y amarillentas, al igual que el sobre. Leyó la pulida escritura de las páginas, y antes de terminarla las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. A tenor de la fecha en que había sido escrita, su padre tenía quince años por entonces.
Lou se acercó a Louisa y se sentó con ella junto al fuego, le explicó lo que había encontrado y le leyó las páginas con la voz más clara posible.
Me llamo John Jacob Cardinal, aunque me llaman Jack para abreviar. Hace ya cinco años que murió mi padre; y mi madre… pues espero que le vaya bien allá donde esté. Crecer en una montaña deja huella en todos aquellos que comparten tanto su munificencia como sus privaciones. La vida aquí también es bien conocida por producir historias que divierten y también hacen llorar. En las siguientes páginas explico un cuento que mi padre me contó poco antes de morir. Desde entonces he pensado en sus palabras todos los días, pero sólo ahora he sido capaz de armarme del valor suficiente para escribirlas. Recuerdo el cuento con claridad, y aunque quizás algunas de las palabras sean de mi propia cosecha y no de mi padre, creo que he sido fiel al espíritu de su historia.
El único consejo que puedo dar a quienquiera que encuentre estas páginas es que las lea detenidamente y que se forme su propio criterio sobre las cosas. Quiero las montañas casi tanto como quería a mi padre, aunque sé que un día me marcharé de aquí, y cuando lo haga dudo que regrese. Dicho esto, es importante entender que creo que podría ser muy feliz aquí el resto de mi vida.
Lou volvió la página y empezó a leerle a Louisa la historia de su padre.
Había sido un día largo y duro para el hombre, aunque como granjero que era, todos se parecían. Con los campos de cultivo llenos de polvo, la chimenea vacía, los niños hambrientos y la mujer descontenta con todo, se fue a dar un paseo. No había llegado lejos cuando se topó con un clérigo sentado en una roca alta desde la que observaba el agua estancada. «Eres un hombre de la tierra», dijo él con voz suave y aparentemente llena de sabiduría. El granjero respondió que sin duda dedicaba su vida al campo, aunque no desearía tal vida a sus hijos ni a su peor enemigo. El predicador invitó al granjero a subir con él a la roca, tras lo cual se sentó al lado del hombre. Preguntó al granjero por qué no quería que sus hijos siguieran la estela de su padre. El granjero alzó la vista al cielo con ademán pensativo porque su mente sabía perfectamente lo que dirían sus labios: «Porque es la vida más miserable que existe», respondió. «Pero este lugar es tan hermoso -repuso el predicador-. Piensa en los desdichados de la ciudad que viven en la miseria. ¿Cómo es posible que un hombre del aire libre y la buena tierra diga tal cosa?» El granjero respondió que él no era un hombre culto, pero que había oído hablar de la gran pobreza de las ciudades, donde la gente se quedaba en sus tugurios todo el día porque no tenía trabajo. O que sobrevivía gracias al subsidio del paro. Se morían de hambre, lentamente, pero se morían. ¿Acaso no era cierto?, preguntó. Y el predicador asintió. «Eso es morirse de hambre sin esfuerzo», dijo el granjero. «Una existencia miserable donde las haya», apuntó el santo varón. El granjero se mostró de acuerdo con él y dijo: «Y también he oído decir que en otras partes del país hay granjas tan enormes en unas tierras tan llanas que los pájaros no pueden recorrerlas volando en un solo día.» «Esto también es cierto», repuso el otro. El granjero continuó: «Y que cuando en esas granjas llega el momento de la cosecha, pueden comer como reyes durante años con una única cosecha y vender el resto y llenarse los bolsillos de dinero.» «Todo eso es cierto», admitió el predicador. «Pero en las montañas no existen granjas como ésas -apuntó el granjero-. Si la cosecha es buena, podemos comer, nada más.» «¿Y tu problema?», preguntó el predicador. «Bueno, mi situación es la siguiente, predicador: mis hijos, mi mujer y yo nos partimos la espalda cada año trabajando desde que el sol sale hasta que se pone. Trabajamos duro para conseguir que la tierra nos alimente. La situación parece buena, las expectativas son altas y luego, con demasiada frecuencia, todo queda en nada. Y nos morimos de hambre. Pero nos morimos de hambre con gran esfuerzo. ¿No es eso aún más penoso?» «Sin duda ha sido un año duro -reconoció el predicador-. Pero ¿sabes que el maíz crece con lluvia y oraciones?» «Rezamos todos los días -dijo el granjero-, y el maíz me llega por la rodilla y ya estamos en septiembre.» «Bueno, está claro que cuanta más lluvia, mejor. Pero has recibido la bendición de ser un siervo de la tierra.» El granjero dijo que su matrimonio no aguantaría muchas bendiciones más, porque la buena de su esposa no veía las cosas exactamente de ese modo. Inclinó la cabeza y dijo: «Estoy seguro de que soy un miserable por quejarme.» «Habla, hijo mío -le instó el santo varón-, porque yo soy los oídos de Dios.» «Bueno, esto de trabajar duro y no obtener recompensa -dijo el granjero-, provoca malestar en la pareja, dolor entre el marido y la mujer.» El hombre piadoso elevó un dedo y dijo: «Pero el trabajo duro puede ser una recompensa en sí mismo.» El granjero sonrió: «Alabado sea entonces el Señor, porque siempre he sido muy bien recompensado.» El predicador asintió y preguntó: «Entonces ¿tienes problemas en tu matrimonio?» «Soy un infeliz por quejarme», repuso el granjero. «Yo soy los ojos del Señor», le recordó el predicador. Los dos observaron un cielo tan límpido que no contenía ni una sola de las gotas de lluvia que el granjero necesitaba. «Algunas personas no están hechas para una vida que ofrece tanta recompensa», dijo. «Ahora estás hablando de tu esposa», afirmó el predicador. «Tal vez sea yo», dijo el granjero. «Dios te conducirá a la verdad, hijo mío», le aseguró el predicador. «¿Puede un hombre temer la verdad?», quiso saber el granjero. «Un hombre puede temer cualquier cosa», respondió el predicador. Descansaron allí un rato porque el granjero se había quedado sin palabras. Luego contempló cómo llegaban las nubes, se abrían los cielos y el agua caía sobre ellos. Se levantó, porque había trabajo que hacer. «¿Lo ves? -dijo el santo varón-, mis palabras se han hecho realidad. Dios te ha mostrado el camino.» «Ya veremos -dijo el granjero-. Porque la estación ya está muy avanzada.» Cuando se levantó y se marchó en dirección a sus tierras, el predicador lo llamó. «Hijo de la tierra -dijo-, si la cosecha sale bien, recuerda a tu Iglesia en momentos de bonanza.» El granjero volvió la vista atrás y se tocó el ala del sombrero. «Los caminos del Señor son inextricables», dijo al otro hombre. Y entonces se volvió y dejó atrás los oídos y los ojos de Dios.