Lou dobló la carta y miró a Louisa con la esperanza de haber hecho bien al leérsela, y preguntándose si el joven Jack Cardinal se había dado cuenta de que la historia se había convertido en algo mucho más personal al mencionar el desmoronamiento del matrimonio.
Louisa permaneció en silencio unos minutos, contemplando el fuego, y finalmente dijo:
– La vida era dura aquí arriba, sobre todo para un niño. Y dura también para una pareja, aunque yo nunca lo viví así. Si mi padre y mi madre se dijeron una palabra fea el uno al otro, yo nunca la escuché. Y yo y mi marido Joshua nos llevamos bien hasta el momento en que él exhaló su último suspiro. Pero sé que no fue igual para tu padre. Jake y su mujer tuvieron sus más y sus menos.
– Papá quería que vinieras a vivir con nosotros. ¿Habrías venido? -preguntó.
Louisa volvió la mirada hacia la niña.
– ¿Me estás preguntando por qué nunca dejo este lugar? -dijo-. Amo esta tierra, Lou, porque nunca me fallará. Si la cosecha no es buena, tengo las conservas de manzanas o fresas, o las raíces que crecen bajo la tierra; sé dónde buscarlas. Incluso si la nieve se acumula tres metros, puedo apañármelas. Nieve, granice o haga un calor que derrita el asfalto, puedo apañármelas. Encuentro agua donde se supone que no hay. Sobrevivo. Yo y la tierra. Yo y esta montaña. Esto probablemente no signifique nada para la gente que aprieta un botón y tiene luz o que habla con otras personas sin verlas. -Hizo una pausa, respiró hondo y agregó-: pero para mí lo es todo. -Miró hacia el fuego una vez más-. Todo lo que dice tu padre es verdad. Las montañas altas son hermosas, las montañas altas son crueles. -Clavó la mirada en Lou y añadió con voz queda-: Y la montaña es mi hogar.
Lou apoyó la cabeza en el pecho de Louisa, que le acarició el pelo muy suavemente con la mano mientras permanecían junto al calor del fuego.
Entonces Lou dijo algo que nunca imaginó que diría:
– Y ahora también es mi hogar.
34
Los copos de nieve caían de los vientres de las hinchadas nubes. Cerca del establo se oyó una especie de zumbido, y luego se produjo un destello de luz que iba en aumento.
En el interior de la casa Lou se quejaba en medio de una pesadilla. Habían trasladado su cama y la de Oz al salón, ubicándolas junto al hogar de carbón, y estaban abrigados con coloridos edredones que Louisa había cosido a lo largo de los años. En su tormentoso sueño, Lou oyó un ruido, pero no supo reconocerlo. Abrió los ojos y se incorporó. Alguien arañó la puerta. Lou se despertó por completo. Abrió la puerta y Jeb irrumpió en la estancia, ladrando y saltando.
– ¿Qué ocurre, Jeb?
Luego oyó los gritos de los animales en el establo.
Lou salió de la casa en camisón. El perro la siguió, ladrando, y Lou vio lo que lo había asustado: el establo estaba en llamas. Regresó corriendo a la casa, explicó gritando lo que sucedía y volvió a salir a toda prisa.
Eugene apareció en el vano de la puerta delantera, advirtió la presencia del fuego y salió seguido de Oz, que le pisaba los talones.
Cuando Lou abrió la gran puerta del establo, el humo y las llamas se abalanzaron sobre ella.
– ¡Sue! ¡Bran! -gritó antes de que el humo le inundara los pulmones y notase que se le erizaba el vello de los brazos a causa del calor.
Eugene pasó por su lado, entró en el establo y salió rápidamente, haciendo arcadas. Lou lanzó una mirada al abrevadero que había junto al corral y una manta que colgaba de la verja. Agarró la manta y la arrojó al agua fría.
– Eugene, ponte esto encima.
Eugene se tapó con la manta húmeda y luego volvió a entrar en el establo.
El interior estaba en llamas. Se desplomó una viga que estuvo a punto de caer encima de Eugene. Por todas partes había humo y fuego. Eugene estaba tan familiarizado con aquel establo como con el resto de la granja, pero era como si se hubiera quedado ciego. Consiguió llegar hasta Sue, que estaba revolviéndose en el compartimiento, abrió la puerta y rodeó el cuello de la aterrorizada yegua con una cuerda.
Eugene salió a trompicones del establo con Sue, le lanzó la cuerda a Lou y ésta se llevó al animal con la ayuda de Louisa y Oz, para que Eugene volviera a entrar en el establo. Lou y Oz arrojaron cubos de agua desde el cobertizo del arroyo, pero ella sabía que era como intentar derretir la nieve con el aliento. Eugene consiguió sacar las muías y a todas las vacas menos una. No obstante, perdieron todos los cerdos, todo el heno y la mayor parte de las herramientas y los arneses. Las ovejas pasaban el invierno fuera, pero aun así las pérdidas fueron devastadoras.
Louisa y Lou observaron desde el porche cómo el establo, ahora con la cuadra vacía, seguía ardiendo. Eugene permaneció junto al corral, adonde había trasladado a los animales. Oz estaba a su lado con un cubo de agua para verter sobre todo amago de fuego.
Entonces Eugene soltó un grito.
– ¡Va a caerse!
Apartó a Oz justo a tiempo. El establo se desplomó, al tiempo que las llamas se alzaban hacia el cielo y la nieve caía delicadamente sobre aquel infierno.
Louisa observaba la tragedia con angustia evidente, como si ella misma estuviera envuelta en llamas. Lou le agarraba la mano con fuerza y enseguida se dio cuenta de que a Louisa le empezaron a temblar los dedos y de que ya no podía sujetarle bien la mano.