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– ¿Louisa?

La mujer se desplomó en el porche sin articular palabra.

– ¡Louisa!

Los gritos angustiosos de la muchacha resonaron por el valle frío y agreste.

Cotton, Lou y Oz estaban de pie junto a la cama de hospital en la que yacía Louisa. Había sido un trayecto movido bajando por la montaña en el viejo Hudson, con las marchas machacadas por un desesperado Eugene, los gemidos del motor, las ruedas resbalando y luego quedándose atrapadas en la nieve sucia. El coche estuvo a punto de volcar en dos ocasiones. Lou y Oz se habían agarrado a Louisa, rezando para que no los abandonara. La habían llevado al pequeño hospital de Dickens y luego Lou había corrido a despertar a Cotton. Eugene había regresado para cuidar de Amanda y de los animales.

Travis Barnes la atendió y se mostró preocupado. El hospital también era su casa y el ver una mesa de comedor y una nevera de General Electric no había reconfortado a Lou.

– ¿ Cómo está, Travis? -preguntó Cotton.

Barnes miró a los niños y luego se llevó a Cotton aparte.

– Ha sufrido un ataque de apoplejía -informó en voz baja-. Parece que hay parálisis en el lado izquierdo.

– ¿Se recuperará? -La pregunta procedía de Lou, que lo había oído todo.

Travis respondió encogiéndose de hombros con expresión de tristeza.

– No podemos hacer gran cosa por ella. Las próximas cuarenta y ocho horas son cruciales. Si estuviera en condiciones para el viaje, la habría mandado al hospital de Roanoke. No estamos bien equipados para este tipo de ataques. Podéis volver a casa. Os llamaré si se produce algún cambio.

– ¡Yo no me marcho! -exclamó Lou. Oz dijo lo mismo a continuación.

– Me parece que no están de acuerdo con tu propuesta -dijo Cotton con voz queda.

– Ahí fuera hay un sofá -señaló Travis en tono amable.

Todos estaban dormidos, abrazados entre sí, cuando la enfermera dio un golpecito a Cotton en el hombro.

– Louisa ha despertado -informó en voz baja.

Cotton y los niños abrieron la puerta con cuidado y entraron. Louisa tenía los ojos abiertos pero poco más. Travis estaba a su lado.

– ¿Louisa? -dijo Cotton.

No hubo respuesta, ni siquiera muestras de reconocimiento. Miró a Travis, quien comentó:

– Todavía está muy débil, incluso me sorprende que haya recuperado la conciencia.

Lou se limitó a mirarla, más asustada que nunca. No daba crédito. Su padre, su madre. Diamond. Ahora Louisa. Paralítica. Su madre no había movido ni un solo músculo desde hacía más tiempo del que era capaz de recordar. ¿Correría Louisa la misma suerte? ¿Una mujer que tanto amaba la tierra, que quería tanto la montaña, que había tenido una vida tan buena y plena? Todo aquello era suficiente para que Lou no creyese más en un Dios capaz de hacer algo semejante. Dejar a una persona sin esperanza. Dejar a una persona sin prácticamente nada.

En la casa, Cotton, Oz, Lou y Eugene se disponían a comer.

– No puedo creer que no hayan averiguado quién quemó el establo -dijo Lou, enfadada.

– No hay pruebas de que alguien lo quemara, Lou -repuso Cotton mientras vertía la leche antes de pasar las galletas.

– Yo sé quién lo hizo. Fue George Davis. Probablemente la compañía del gas le pagara.

– No puedes ir por ahí diciendo eso, Lou, es una difamación.

– ¡Es la verdad! -exclamó la muchacha.

Cotton se quitó las gafas.

– Óyeme, Lou…

Lou se levantó de la mesa de un salto, soltó el cuchillo y el tenedor e inquirió:

– ¿Por qué tengo que creer en tus palabras, Cotton? Dijiste que mi madre volvería. Ahora Louisa también se ha ido. ¿Vas a mentir y asegurar que se pondrá bien?

Lou se marchó corriendo. Oz quiso perseguirla, pero Cotton se lo impidió.

– Déjala sola, Oz -dijo. Se levantó y salió al porche. Se puso a mirar las estrellas y a contemplar el colapso de todo lo que conocía.

Lou pasó ante sus ojos como un rayo, montada en la yegua. Cotton dio un respiro y siguió a la muchacha y al animal con la mirada hasta que los perdió de vista.

Lou hizo cabalgar a Sue por los senderos iluminados por la luna, dejando que las ramas de los árboles y la maleza la golpeasen. Finalmente llegó a la casa de Diamond y desmontó; echó a correr, se cayó varias veces hasta que abrió la puerta y entró en la casa.

Con las mejillas surcadas por las lágrimas, Lou recorrió la estancia.

– ¿Por qué tuviste que dejarnos, Diamond? Ahora Oz y

yo no tenemos a nadie. ¡A nadie! ¿Me oyes? ¿Me oyes, Diamond Skinner?

Se oyó un correteo procedente del porche delantero. Lou se volvió, aterrorizada. Entonces Jeb entró por la puerta abierta y se lanzó a sus brazos, lamiéndole la cara entre jadeos. Lou lo abrazó. Acto seguido, las ramas de los árboles empezaron a repiquetear contra el cristal y un quejido angustioso bajó por la chimenea; Lou se agarró con todas sus fuerzas al perro. De repente se abrió una ventana y el viento sopló por la estancia; poco después todo recobró la tranquilidad, incluida Lou.

Salió al exterior, montó a Sue y se dirigió de regreso a la casa, sin estar muy segura de por qué había ido hasta allí. Jeb la siguió con la lengua fuera. Llegó a un desvío del camino y giró a la izquierda, hacia la granja. Jeb empezó a ladrar antes de que Lou oyera los ruidos. Los gruñidos guturales y los movimientos de la maleza eran un mal presagio. Lou espoleó la yegua, pero antes de que ésta empezara a galopar el primero de los perros salvajes emergió del bosque y se interpuso en su camino. Sue se irguió sobre las patas traseras ante la horrible criatura, más lobo que perro, que enseñaba los colmillos y tenía el pelo del lomo completamente erizado. A continuación, fueron apareciendo más perros, hasta que quedaron rodeados por media docena de ellos. Jeb enseñó los colmillos y también se le erizó el pelo del lomo, aunque Lou bien sabía que no tenía ninguna posibilidad de vencer a aquellas bestias. Sue seguía encabritándose y relinchando y dando vueltas en pequeños círculos; entonces Lou notó que se estaba deslizando porque el ancho lomo de la yegua parecía tornarse más estrecho que una cuerda floja y también más resbaladizo, pues la yegua, tras la carrera, estaba empapada de sudor.

Uno de los perros de la jauría se abalanzó sobre la pierna de Lou, quien lo apartó con fuerza; Sue le dio una coz y quedó temporalmente aturdido. De todos modos había demasiados perros, rodeándolos y gruñendo. Jeb quiso atacar, pero una de las bestias lo derribó al suelo y lo obligó a retirarse con sangre en el pellejo.

Acto seguido, otra bestia quiso morder a Sue en la pata delantera, y la yegua se encabritó nuevamente, arrojando a Lou al suelo, donde cayó de espaldas con un golpe seco. Sue tomó el camino de regreso a casa, pero Jeb se quedó como petrificado frente a su dueña caída, sin duda dispuesto a morir por ella. La jauría avanzó, consciente de la presa fácil. Lou se esforzó por incorporarse, a pesar del dolor que sentía en el hombro y en la espalda. Ni siquiera tenía ningún palo a mano y ella y Jeb fueron retrocediendo hasta que no pudieron hacerlo más. Mientras se preparaba para morir luchando, Lou no hacía más que pensar que Oz se quedaría solo y las lágrimas se le agolparon en los ojos.

De pronto, se oyó un grito terrible y los perros se volvieron. Incluso el mayor de ellos, del tamaño de un ternero, se estremeció al ver lo que se avecinaba. El puma era grande y esbelto, y se veían los músculos perfectamente marcados bajo la piel. Sus ojos eran color ámbar y los colmillos que dejaba al descubierto doblaban en tamaño a los de los perros. Las garras también infundían temor. Volvió a rugir al llegar al sendero y se abalanzó sobre la jauría con la potencia de una locomotora a toda marcha. Los perros dieron media vuelta para evitar la lucha y el felino los persiguió soltando un rugido con cada grácil paso.