Lou y Jeb corrieron a toda velocidad hacia la casa. A poco menos de un kilómetro de la misma volvieron a oír el fragor de la maleza cerca de ellos. A Jeb se le erizó de nuevo el pelo del lomo y a Lou estuvo a punto de detenérsele el corazón: advirtió los ojos ámbar del felino en la oscuridad mientras corría en paralelo a ellos por el bosque. Aquel terrorífico animal podía hacer trizas tanto a la muchacha como al perro en cuestión de segundos. Sin embargo, se limitaba a correr cerca de ellos, sin aventurarse jamás fuera del bosque. El único indicio que Lou tenía de su presencia era el sonido de sus garras al rozar las hojas y la maleza, y el brillo de sus ojos, que parecían flotar en la oscuridad puesto que la piel negra se fundía en la oscuridad de la noche.
Lou soltó un grito de agradecimiento cuando vio la casa y ella y Jeb corrieron al porche y entraron rápidamente. No había nadie más despierto, y Cotton, supuso Lou, hacía rato que se habría marchado. Con el corazón latiéndole con fuerza, la muchacha miró por la ventana pero no vio a la fiera por ninguna parte.
Lou recorrió el pasillo, con los nervios todavía a flor de piel. Se detuvo ante la puerta de su madre y se apoyó contra ella. Aquella noche había estado al borde de la muerte y le había parecido terrible, más terrible incluso que el accidente de coche, porque en esta ocasión le había sucedido a ella sola. Echó un vistazo al interior de la habitación y se sorprendió al ver la ventana abierta. Entró, la cerró y se volvió hacia la cama. Por un instante de aturdimiento no fue capaz de encontrar a su madre bajo las mantas, pero, por supuesto, allí estaba. La respiración de Lou recobró la normalidad y los escalofríos de miedo fueron desvaneciéndose a medida que se acercaba a la cama. Amanda respiraba suavemente, tenía los ojos cerrados y el puño casi cerrado, como si sufriera. Lou extendió la mano, la tocó y luego la retiró. Su madre tenía la piel húmeda, pegajosa. Lou salió corriendo de la habitación y se topó con Oz, que estaba de pie en el pasillo.
– Oz -dijo-, no te vas a creer lo que me ha pasado.
– ¿Qué hacías en la habitación de mamá?
Lou retrocedió.
– ¿Qué? Yo…
– Si no quieres que mamá mejore, entonces déjala en paz, Lou. ¿Lo has oído? ¡Déjala en paz!
– Pero Oz…
– Eras la preferida de papá, pero yo cuidaré de mamá. Igual que ella siempre cuidó de nosotros. Yo sé que mamá se pondrá bien, aunque tú no lo creas.
– Entonces, ¿por qué no quisiste coger la botella de agua bendita que Diamond te consiguió?
– No creo que los collares y el agua bendita ayuden a mamá, pero sí estoy seguro de que mejorará. Como tú no crees que esto sea posible, déjala en paz.
Oz jamás le había hablado de ese modo. Allí estaba, de pie, fulminándola con la mirada, con los brazos delgados y fuertes colgando a los lados, y las manos crispadas. ¡Su hermano pequeño estaba verdaderamente enfadado con ella! Era increíble.
– ¡Oz! -exclamó ella, pero él dio media vuelta y se marchó-. ¡Oz! -volvió a llamarlo-. Por favor, no te enfades conmigo. ¡Por favor!
Oz no se volvió ni una sola vez. Entró en su cuarto y cerró la puerta.
Lou se dirigió con paso vacilante a la parte posterior de la casa, salió y se sentó en los escalones. La hermosa noche, la sobrecogedora presencia de las montañas, las llamadas de todo tipo de vida salvaje no le causaban impresión alguna. Se miró las manos donde el sol las había curtido, las palmas rugosas como la corteza de un roble. Tenía las uñas sucias y cortadas de forma irregular, el pelo enredado y lavado con lejía hasta la saciedad, el cuerpo más cansado de lo propio para su edad, el ánimo propenso a la desesperación tras perder casi todo lo que le importaba. Y ahora su amado Oz ya no la quería.
En aquel preciso momento, la odiosa sirena de la mina resonó por todo el valle. Era como si la montaña gritara anticipándose al dolor que estaba por venir. El sonido pareció desgarrarle las entrañas. A continuación se oyó el estruendo de la dinamita, que fue la gota que colmó el vaso. Lou observó el montículo que hacía las veces de cementerio de los Cardinal y de repente deseó estar allí, donde nada más pudiera causarle ningún daño.
Se inclinó y lloró en silencio. No llevaba mucho tiempo allí cuando oyó que la puerta se abría a sus espaldas. Al principio pensó que quizá fuera Eugene, que se interesaba por ella, pero las pisadas eran demasiado ligeras. Unos brazos la rodearon y la sujetaron con fuerza.
Lou percibió la respiración cálida de su hermano en el cuello. Ella siguió inclinada pero extendió la mano hacia atrás y lo rodeó con el brazo. Hermano y hermana permanecieron así unidos durante instantes eternos.
35
Bajaron con el carro hasta McKenzie's Mercantile, y Eugene, Lou y Oz entraron en la tienda. Rollie McKenzie estaba detrás de un mostrador de arce alabeado que le llegaba a la cintura. Era un hombre bajo y regordete, con una calva reluciente y una barba larga, blanca y canosa que le caía sobre el pecho. Llevaba unas gafas de mucha graduación, y aun así tenía que entornar los ojos para ver. La tienda estaba llena hasta los topes de suministros necesarios para la vida en el campo y materiales para la construcción de varios tipos. El olor de los arneses de cuero, del aceite de queroseno y de los troncos que ardían en la estufa de la esquina invadía toda la estancia. Había dispensadores de cristal para golosinas y una caja de Chero Cola apoyada contra una pared. En la tienda había algunos clientes más, y todos se quedaron boquiabiertos al ver a Eugene y los niños, como si fueran una aparición.
McKenzie entornó los ojos y asintió en dirección a Eugene, al tiempo que se toqueteaba la espesa barba, como una ardilla jugando con una nuez.
– Hola, señor McKenzie -saludó Lou. Había ido a la tienda varias veces ya y el hombre le parecía brusco pero honesto.
Oz llevaba los guantes de béisbol alrededor del cuello y
estaba lanzando la pelota. Iba a todas partes con ellos, y Lou sospechaba que incluso dormía con ellos.
– Siento mucho lo de Louisa -dijo McKenzie.
– Se pondrá bien -repuso Lou con firmeza y Oz le dedicó una mirada de sorpresa y estuvo a punto de dejar caer la pelota de béisbol.
– ¿En qué puedo serviros? -preguntó McKenzie.
– Tenemos que levantar un establo nuevo -contestó Eugene-. Necesitamos algunas cosas.
– Alguien prendió fuego al establo -declaró Lou y lanzó una mirada alrededor.
– Necesitamos tablones, postes, clavos, material para las puertas y todo eso -indicó Eugene-. He traído una lista. -Extrajo un trozo de papel del bolsillo y lo dejó sobre el mostrador.
McKenzie ni la miró.
– Tendréis que pagarme ahora mismo -dijo cuando por fin dejó de tocarse la barba.
Eugene miró fijamente al hombre.
– Pero si tenemos cuenta abierta y no debemos nada, señor.
Entonces McKenzie lanzó una mirada al papel.
– Es una lista muy larga. No puedo fiarte tanto.
– En ese caso traeremos parte de la cosecha. Haremos un trueque.
– No, en metálico.
– ¿Por qué no puede darnos un adelanto? -preguntó Lou.
– Son tiempos duros -repuso McKenzie.
Lou miró las pilas de suministros y de artículos que había por todas partes.
– Pues a mí me parece que estamos en un momento fantástico.
McKenzie le devolvió la lista.
– Lo siento.
– Pero necesitamos un establo -dijo Eugene-. El invierno llegará pronto y no podemos dejar a los animales fuera. Se morirán.