– Di mejor los animales que nos quedan -puntualizó Lou, mirando de nuevo a los rostros que los contemplaban.
Un hombre de la misma envergadura que Eugene se acercó desde el fondo de la tienda. Lou sabía que era el yerno de McKenzie, quien esperaba heredar aquel negocio el día que éste muriera.
– Oye mira, Ni Hablar -dijo el hombre-, ya te han dicho lo que hay.
Antes de que Lou tuviera tiempo de hablar, Eugene se plantó frente al hombre.
– Sabe que yo nunca me he llamado así. Me llamo Eugene Randall. No lo olvide.
El hombre, sorprendido, dio un paso atrás. Lou y Oz intercambiaron una mirada y luego miraron con orgullo a su amigo.
Eugene observó a cada uno de los clientes de la tienda con la clara intención, pensó Lou, de indicarles que aquel comentario también iba dirigido a ellos.
– Lo siento, Eugene -intervino Rollie McKenzie-. No volverá a suceder.
Eugene asintió y con un movimiento de la cabeza indicó a los niños que se marchaban. Salieron y subieron al carro. Lou temblaba de ira.
– Es por culpa de esa compañía de gas. Han asustado a todo el mundo. Ha vuelto a la gente contra nosotros.
Eugene tomó las riendas.
– Todo irá bien, ya se nos ocurrirá algo.
– ¡Eugene, espera un momento! -exclamó Oz. Saltó del carro y entró en la tienda-. ¿Señor McKenzie? -gritó. El viejo lo miró parpadeando y tocándose la barba. Oz dejó caer los guantes y la pelota sobre las planchas de arce alabeadas-. ¿Con esto podemos comprar un establo?
McKenzie contempló al niño y le temblaron los labios, mientras detrás de los gruesos cristales los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Vete a casa, chico. Anda, vete a casa.
Limpiaron todos los escombros del establo y recogieron los clavos, tornillos y troncos servibles que pudieron. Cotton, Eugene y los niños permanecieron de pie contemplando la exigua pila.
– No es gran cosa -dijo Cotton.
Eugene miró hacia el bosque que los rodeaba.
– Bueno, tenemos un montón de madera, y además gratis.
Lou señaló hacia la cabaña abandonada sobre la que su padre había escrito.
– Y podemos usar cosas de ahí -señaló. Luego miró a Cotton y sonrió. No habían hablado desde su estallido de furia, y se sentía incómoda por ello-. Quizá logremos un milagro -añadió.
– Pues manos a la obra -dijo Cotton.
Derribaron la cabaña y arramblaron con lo que pudieron. Durante los siguientes días talaron árboles con un hacha y una sierra que habían guardado en el granero, por lo que se había salvado del incendio. Tiraron de los árboles caídos con las muías y las cadenas. Afortunadamente, Eugene era un carpintero extraordinario. Mocharon los árboles, les quitaron la corteza y, con ayuda de una escuadra y cinta métrica, Eugene hizo unas marcas en la madera para señalar dónde había que tallar las muescas.
– No tenemos suficientes clavos, de modo que hemos de apañárnoslas. Haremos las muescas y amarraremos las uniones de la mejor manera posible, con barro en medio. Cuando tengamos más clavos, los utilizaremos.
– ¿Y los postes de las esquinas? -preguntó Cotton-. No tenemos argamasa para asegurarlos.
– No hace falta. Haremos los agujeros bien profundos, muy abajo, perforando la roca. Los postes aguantarán, ya lo verá. Reforzaré los postes con unas abrazaderas.
– Tú mandas -dijo Cotton con una sonrisa alentadora.
Valiéndose de un pico y una pala, Cotton y Eugene excavaron un agujero. Era difícil luchar contra la dureza del terreno, por no mencionar el frío que hacía. Mientras trabajaban, Lou y Oz tallaron e hicieron las muescas a mano y los orificios de inserción de los postes donde la ensambladura de mortaja se uniría a la de espiga. Luego arrastraron uno de los postes con ayuda de la mula hasta el agujero, pero se dieron cuenta de que no había forma de introducirlo allí. Por mucho que lo intentaran, desde todos los ángulos posibles y aplicando toda clase de palancas, y por más que el corpulento Eugene tensara todos sus músculos, al igual que el pequeño Oz, no consiguieron levantarlo lo suficiente.
– Ya se nos ocurrirá algo más tarde -dijo Eugene, fatigado.
Eugene y Cotton dispusieron la primera pared en el suelo y empezaron a martillear. Cuando iban por la mitad se quedaron sin clavos. Recogieron toda la chatarra que pudieron y Eugene hizo un buen fuego de carbón para su forja. Acto seguido, valiéndose de su martillo de herrero, unas tenacillas y un yunque, fabricó un montón de toscos clavos.
– Menos mal que el hierro no arde -observó Cotton mientras contemplaba a Eugene trabajando en el yunque, que todavía estaba en medio de lo que había sido el establo.
Todo el arduo trabajo de Eugene les proporcionó clavos suficientes para terminar otro tercio de la primera pared, pero nada más.
Tras varios días fríos el único resultado visible del trabajo era un agujero y un único poste de esquina terminado que no parecían querer unirse, aparte de una pared sin clavos suficientes para sostenerla.
Una mañana, a primera hora se reunieron alrededor del poste y del agujero para hacer un análisis de la situación, y todos convinieron en que no pintaba bien. Cada vez se aproximaba más el crudo invierno y no tenían establo. Además, Sue, las vacas e incluso las muías mostraban los efectos adversos de pasar toda la noche al fresco. No podían permitirse el lujo de perder más animales.
Por dura que fuese la situación, en realidad aquél era el menor de los problemas, puesto que, aunque Louisa había recobrado la conciencia en alguna que otra ocasión, no había pronunciado ni una sola palabra y tenía la mirada perdida. Travis Barnes se mostraba muy preocupado e inquieto porque pensaba que quizá debería haberla enviado a Roanoke, pero lo cierto es que temía que no sobreviviera al viaje y suponía que de todos modos no podían hacer gran cosa por ella. Había bebido y comido un poco, y, aunque no representase mucho, Lou lo tomaba como una señal positiva. Al igual que ocurría con su madre, pensaba, al menos seguía con vida.
Lou miró a los deprimidos miembros del pequeño grupo, luego observó los árboles desnudos de las laderas y deseó que el invierno se transformara mágicamente en el calor estival y que Louisa se levantara recuperada y sana del lecho. Los sonidos de las ruedas hicieron que todos se volvieran a mirar. La hilera de carros que se acercaban conducidos por tiros de caballos y muías y yuntas de bueyes era larga. Estaban llenos de troncos cortados, grandes bloques de piedra, barriles de clavos, cuerdas, escaleras, un aparejo de poleas, barrenas y todo tipo de herramientas, que Lou imaginó que procedían en parte de McKenzie's Mercantile. Lou contó treinta hombres en total, todos montañeses, todos granjeros. Fuertes, silenciosos, barbudos, llevaban ropas burdas y sombreros de ala ancha para protegerse del sol, y tenían las manos grandes, gruesas y bien curtidas por las inclemencias de la montaña y toda una vida de trabajo duro. Les acompañaban media docena de mujeres. Descargaron los suministros. Mientras las mujeres desplegaban la lona y las mantas y utilizaban los fogones y el hogar para empezar a cocinar, los hombres comenzaron a construir el establo.
Bajo el mando de Eugene construyeron soportes para el aparejo de poleas. Renunciaron a introducir el poste y el mortero en el agujero y optaron por hacer los cimientos del establo con grandes bloques. Excavaron unos agujeros poco profundos, colocaron las piedras, las nivelaron y luego dispusieron enormes troncos tallados sobre las piedras como planchas de apoyo. Unieron estas planchas por encima de todos los cimientos. Dispusieron más troncos en el centro del suelo del establo y los unieron a las planchas de apoyo. Más tarde colocarían otros postes allí y los apuntalarían para que sostuvieran el armazón del tejado y el pajar. Con ayuda del aparejo de poleas, los tiros de mula levantaron los enormes postes de las esquinas y los colocaron sobre las planchas de apoyo. Clavaron gruesos postes de apuntalamiento en los postes de las esquinas y luego sujetaron con fuerza los puntales a las planchas de apoyo.