Una vez terminados los cimientos del establo, construyeron los armazones de las paredes en el suelo, y Eugene midió, marcó y dio instrucciones sobre su colocación. Apoyaron escaleras contra los postes de las esquinas. Utilizaron el aparejo de poleas para levantar los troncos que servirían de vigas transversales. Habían practicado unos orificios en esos troncos, que sujetaron en los postes de las esquinas con grandes tornillos de metal.
Cada vez que levantaban una pared soltaban gritos de alegría. Pusieron el armazón del tejado y luego el martilleo se tornó incesante mientras construían las paredes tachonadas. Las sierras cortaban el aire, los alientos fríos se apiñaban, el serrín revoloteaba en la brisa, los hombres sostenían clavos entre los labios y las manos movían los martillos con ademán experto.
Descansaron dos veces para comer, y los hombres se dejaron caer en el suelo y comieron con avidez. Lou y Oz llevaron platos de comida caliente y ollas llenas de café de achicoria. Cotton se sentó con la espalda apoyada contra la barandilla de una verja para tomarse el café y descansar los doloridos músculos mientras observaba con una amplia sonrisa que el establo empezaba a surgir de la nada gracias a los esfuerzos y la caridad de los buenos vecinos.
Lou delante de los hombres colocó una bandeja de pan caliente untado con mantequilla.
– Quiero daros las gracias a todos por vuestra ayuda -les dijo.
Buford Rose cogió una rebanada de pan y le dio un mordisco casi salvaje, a pesar de que le faltaban varios dientes.
– Bueno, aquí arriba tenemos que ayudarnos los unos a los otros, porque nadie más va a hacerlo. Pregúntale a mi mujer y ya verás. Y sabe Dios que Louisa se ha cansado de ayudar a la gente de por aquí. -Lanzó una mirada a Cotton, que inclinó su taza de café en dirección al hombre-. Sé que te dije que estaba todo resuelto, Cotton, pero a mucha gente le va peor que a mí. Mi hermano tiene una granja lechera en el valle. Apenas puede caminar de tanto sentarse en el taburete, tiene los dedos retorcidos como una raíz. Y la gente dice que hay dos cosas que un granjero nunca necesitará en toda su vida: un buen traje y un lugar donde dormir. -Cogió otro trozo de pan.
– La señora Louisa me ayudó a nacer -declaró un joven-. Mi madre dice que no estaría en este mundo si no fuese por ella.
Otros hombres asintieron y sonrieron al oír aquel comentario. Uno de ellos lanzó una mirada hacia donde estaba Eugene, cerca de la estructura elevada, masticando un pedazo de pollo y pensando en las siguientes tareas que le quedaban por hacer.
– Y él me ayudó a levantar un nuevo establo hace dos primaveras. Este hombre es bueno con el martillo y la sierra. En serio.
Desde debajo de unas cejas bien pobladas, Buford Rose escudriñó las facciones de Lou.
– Recuerdo bien a tu padre, muchacha. Te pareces mucho a él. Vaya chico, siempre importunando al personal con sus preguntas. Tuve que decirle que ya no tenía más palabras en la cabeza. -Hizo un amago de sonrisa y Lou le sonrió a su vez.
El trabajo prosiguió. Un grupo puso tablones en el tejado y luego desplegó el rollo de papel para techar encima. Otro equipo, encabezado por Eugene, hizo la puerta de doble hoja en ambos lados, así como las puertas del pajar, mientras otro grupo ponía tablones y pintarrajeaba las paredes exteriores. Cuando estuvo demasiado oscuro para ver lo que clavaban y cortaban, iluminaron la noche con lámparas de queroseno. El martilleo y el sonido de la sierra acabaron resultando agradables al oído. Sin embargo, nadie se quejó cuando se hubo colocado el último tablón, clavado el último clavo. Era ya bien entrada la noche cuando se acabó el trabajo y los carros se marcharon.
Eugene, Cotton y los niños arrearon, ya cansados, a los animales hacia su nuevo hogar y cubrieron el suelo con heno recogido de los campos y del granero. Todavía había que construir el pajar, los compartimientos, los recipientes de almacenaje y similar y el rollo para techar tendría que cubrirse algún día con buenas tablillas, pero los animales ya estaban calientes bajo un techo. Eugene cerró las puertas del establo con una sonrisa de alivio.
36
Cotton llevó a los niños en coche a visitar a Louisa. Aunque ya había llegado el invierno, todavía no habían caído nieves copiosas, sólo unos pocos copos que habían dejado algunos centímetros, aunque sólo era cuestión de tiempo que empezase a nevar con fuerza. Pasaron por el pueblo de la compañía carbonera donde Diamond había «adornado» el nuevo Chrysler Crown Imperial del encargado con estiércol de caballo. El pueblo estaba vacío, al igual que la tienda y las casas abandonadas, el volquete suelto, la entrada de la mina cerrada con tablas y el moderno Chrysler del encargado hacía tiempo que había desaparecido.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lou.
– La han cerrado -respondió Cotton con tristeza-. Es la cuarta mina en otros tantos meses. Los filones ya se estaban agotando y luego resultó que descubrieron que el carbón de coque que hacen aquí es demasiado blando para la producción de acero, así que la máquina de guerra americana fue a buscar su materia prima a otro lugar. Mucha gente de aquí se ha quedado sin trabajo. Y la última compañía maderera se trasladó a Kentucky hace un par de meses. Ha sido un duro golpe por partida doble. Los granjeros de la montaña han tenido un buen año pero la gente de los pueblos está pasando una mala época. Normalmente o son unos o son los otros. Aquí parece que la prosperidad sólo llega por mitades. -Sacudió la cabeza-. De hecho, el fabuloso alcalde de Dickens dimitió de su cargo, vendió sus acciones a precios inflados antes del crash y se marchó a Pensilvania a buscar fortuna. He visto muchas veces que los que hablan de que todo va bien son los primeros en huir al menor indicio de crisis.
Al bajar por la montaña, Lou advirtió que había menos camiones carboneros y que muchos de los volquetes de las montañas ni siquiera se utilizaban. Cuando pasaron por Tremont vio que la mitad de las tiendas estaban cerradas con tablas y que había poca gente en la calle; Lou se dio cuenta de que no era sólo porque hiciera frío.
Al llegar a Dickens, Lou se quedó sorprendida, porque también había muchas tiendas cerradas con tablas, incluso aquella en la que Diamond había abierto un paraguas. La mala suerte había acabado apoderándose del lugar pero a Lou ya no le resultaba gracioso. Los hombres mal vestidos se sentaban en las aceras y escalones, con la mirada perdida. No había muchos coches aparcados en batería y los tenderos estaban de pie con las manos sobre las caderas, con expresión nerviosa, en las puertas de las tiendas vacías. Eran pocos los hombres y las mujeres que paseaban por las calles, y los que lo hacían tenían una palidez angustiosa en el rostro. Lou observó un autobús lleno de gente que se alejaba lentamente del pueblo. Una locomotora de carbón vacía estaba simbólicamente situada detrás de una hilera de edificios y en paralelo a la carretera principal. La pancarta que rezaba «EL CARBÓN ES EL REY» ya no ondeaba imponente y orgullosa en la calle y Lou imaginó que Miss Carbón Bituminoso de 1940 probablemente también habría huido.
Mientras seguían avanzando, Lou se percató de que más de un grupo de personas los señalaba y hablaban entre sí.
– No parecen muy felices -comentó Oz con nerviosismo al tiempo que bajaban del Oldsmobile de Cotton y miraban al otro lado de la calle a otro grupo de hombres que los observaba con fijeza. George Davis era quien estaba en cabeza de dicho grupo.
– Vamos, Oz -dijo Cotton-. Estamos aquí para ver a Louisa, eso es todo.
Los llevó al hospital, donde Travis Barnes les informó de que el estado de Louisa no había cambiado. Tenía los ojos bien abiertos y vidriosos. Lou y Oz le cogieron cada uno de una mano, pero resultaba evidente que no los reconocía. Lou habría pensado que ya estaba muerta a no ser por su respiración superficial. La observó respirar y rezó con todas sus fuerzas para que siguiera haciéndolo, hasta que Cotton les dijo que había llegado el momento de marchar y Lou se llevó una sorpresa al enterarse de que había pasado una hora.