Ella esbozó una tímida sonrisa.
– De hecho, ganó la pelea. Creo que él mismo fue él más sorprendido. Tiene el ojo morado, pero está muy orgulloso.
– Todo irá bien, Lou. Esto se solucionará. Capearemos el temporal.
Lou dio otro paso hacia delante con expresión muy seria.
– Las cosas no van bien. No desde que vinimos aquí. Quizá deberíamos vender y marcharnos. Quizá sería mejor para todos nosotros. Y hacer que mamá y Louisa reciban los cuidados necesario -Hizo un pausa, apartó la mirada y añadió-: En otro lugar.
– ¿Eso es lo que quieres hacer?
– A veces -repuso Lou en tono cansino-, lo que quiero hacer es subir a esa pequeña loma que hay detrás de nuestra casa, tumbarme en el suelo y no volver a moverme. Eso es todo.
Cotton reflexionó al respecto por unos instante y luego dijo:
– «En el amplio campo de batalla del mundo / En el vivaque de la vida / No seas como el ganado que sigue a la manada / Sé un héroe en la lucha / No confíes en el futuro, por placentero que sea / Deja que los muertos pasados entierren su muerte / Actúa, actúa en el presente vivo / El corazón en el interior, Dios en lo alto / Las vidas de todos los grandes hombres nos recuerdan / Que podemos hacer sublimes nuestras vidas / Y, al marchar, dejar tras de nosotros… huellas en la arena de los tiempos.»
– Salmo a la vida, de Henry Wadsworth Longfellow -dijo Lou sin mucho entusiasmo.
– El poema es más largo, pero siempre he pensado que estos versos son los más importantes.
– La poesía es hermosa, pero no estoy segura de que sirva para arreglar la vida real.
– La poesía no tiene por qué arreglar la vida real, pero es necesaria. Lo de arreglar es asunto nuestro. Y tumbarse en el suelo y no volverse a mover, o huir de los problemas, no es propio de la Lou Cardinal que conozco.
– Muy interesante -dijo Hugh Miller, en el hueco de la puerta-. Te he buscado en la oficina, Longfellow. Tengo entendido que has estado en el juzgado pagando las deudas de otros. -Le dedicó una sonrisa maliciosa-. Eres un buenazo, aunque te equivocas.
– ¿Qué quieres, Miller? -preguntó Cotton.
El hombre bajito entró en el apartamento y miró a Lou.
– Bueno, primero quiero decir lo mucho que lo lamento por la señora Cardinal.
Lou cruzó los brazos y desvió la mirada.
– ¿Eso es todo? -preguntó Cotton en tono cortante.
– También he venido a hacer otra oferta por la finca.
– No puedo venderla porque no es mía.
– Pero la señora Cardinal no está en condiciones de estudiar la oferta.
– Ya te dijo que no en una ocasión, Miller.
– Por eso voy directo al grano y elevo mi oferta a quinientos mil dólares.
Cotton y Lou intercambiaron una mirada de sorpresa, y a continuación el primero dijo:
– Te repito que no puedo vender una propiedad que no es mía.
– Supuse que tendrías un poder notarial para actuar en su nombre.
– No. Y si lo tuviera, tampoco te la vendería. Bueno, ¿puedo hacer algo más por ti?
– No, ya me has dicho todo lo que necesitaba. -Miller le pasó un fajo de papeles a Cotton-. Considera servida a tu clienta.
Miller sé marchó con una sonrisa. Cotton leyó rápidamente los papeles mientras Lou permanecía nerviosa a su lado.
– ¿De qué se trata, Cotton?
– Nada bueno, Lou.
De repente Cotton agarró a Lou por el brazo y corrieron escaleras abajo para dirigirse al hospital. Cotton abrió de un empujón la puerta de la habitación de Louisa. La luz se disparó en cuanto entraron. El hombre los miró y luego tomó otra foto de Louisa en la cama. A su lado había otro hombre, alto y fornido. Ambos llevaban buenos trajes y sombreros bien rígidos.
– ¡Salgan inmediatamente de aquí! -gritó Cotton.
Se abalanzó sobre ellos e intentó arrebatarle la cámara al hombre, pero el más corpulento lo apartó, con lo que su compañero pudo salir por la puerta.
Entonces el hombre fornido se marchó de la habitación con una sonrisa en los labios.
Cotton permaneció inmóvil, estupefacto, respirando con dificultad y mirando con impotencia a Lou y a Louisa.
37
Cotton entró en la sala del tribunal en un día especialmente frío y de cielo despejado. Se detuvo al ver allí ¿ Miller y a otro hombre alto, corpulento y que iba muy bien vestido; llevaba el pelo canoso bien peinado en una cabeza tan grande que parecía antinatural.
– Estaba prácticamente seguro de que te encontraría aquí -le dijo Cotton a Miller.
Miller señaló al otro hombre con un movimiento de la cabeza.
– Probablemente hayas oído hablar de Thurston Goode, el abogado del Estado, es de Richmond…
– Por supuesto que sí. Recientemente defendió un caso ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos, ¿verdad, caballero?
– Para ser exactos -respondió Goode con una voz de barítono profunda y segura-, gané el caso, señor Longfellow.
– Enhorabuena. Está muy lejos de casa.
– El Estado ha tenido la amabilidad de permitir que el señor Goode viniera hasta aquí y actuara en su nombre en este asunto de tanta trascendencia -explicó Miller.
– ¿Desde cuándo un sencillo pleito para declarar mentalmente incapaz a una persona exige la experiencia de uno de los mejores abogados del Estado?
Goode sonrió y dijo.
– Como funcionario del Estado de Virginia no tengo por qué dar cuenta de mi presencia aquí, señor Longfellow. Baste con decir que estoy aquí.
Cotton se llevó una mano al mentón y fingió cavilar sobre algo.
– Vamos a ver. Virginia elige a sus abogados de Estado. ¿Me permite que le pregunte si Southern Valley ha efectuado un donativo para su campaña, señor?
Goode se sonrojó.
– ¡No me gusta lo que está insinuando!
– No lo considero una insinuación.
Fred, el alguacil, entró en la sala.
– Todos en pie. El tribunal del honorable Henry J. Atkins está reunido. Quienes tengan algo que tratar ante dicho tribunal, tengan la amabilidad de acercarse y serán escuchados -anunció.
El juez Henry Atkins, un hombre de baja estatura con la barba corta, el pelo canoso y escaso y unos ojos gris claro, hizo su entrada en la sala desde las estancias adyacentes y tomó asiento ante el estrado. Antes de llegar parecía demasiado pequeño para la toga negra pero, una vez allí, parecía demasiado voluminoso para la sala.
En ese preciso instante Lou y Oz consiguieron entrar sin que nadie los viera. Ataviados con un abrigo que habían conseguido en una permuta, unos calcetines gruesos y unas botas de un tamaño mayor al suyo, habían vuelto sobre sus pasos por el puente de troncos de álamo y bajado la montaña hasta que encontraron a un camionero dispuesto a llevarlos hasta Dickens. La caminata había sido mucho más dura debido al frío, pero, tal y como Cotton les había contado, el efecto potencial de aquel juicio en todas sus vidas era evidente. Se sentaron acurrucados en la parte posterior y su cabeza apenas resultaba visible por encima del respaldo de los asientos que tenían delante.
– Llamada al próximo caso -dijo Atkins. Era el único caso del día, pero el tribunal de justicia tenía sus propios rituales.
Fred anunció el asunto pendiente de «El Estado contra Louisa Mae Cardinal».
Atkins desplegó toda su sonrisa desde su posición privilegiada.
– Señor Goode, es un honor para mí tenerlo en mi sala. Haga el favor de exponer la postura del Estado.
Goode se puso en pie y, enganchándose un dedo en la solapa de la chaqueta, dijo:
– Sin duda no se trata de una tarea agradable, pero el Estado tiene la obligación de llevarla a cabo. Southern Valley Coal and Gas ha realizado una oferta de compra de un terreno que es propiedad exclusiva de la señora Cardinal. Consideramos que debido a la apoplejía que sufrió recientemente no está legalmente preparada para tomar una decisión con fundamento sobre dicha oferta. Sus únicos parientes son menores de edad y por consiguiente inhabilitados para actuar en su nombre. Además, tenemos entendido que la madre viva de dichos niños está gravemente incapacitada a nivel mental. Asimismo, sabemos de las mejores fuentes que la señora Cardinal no ha firmado ningún poder notarial que permita a otras personas representar sus intereses.