– Oz, por favor -suplicó Lou-, ¿quieres dejarlo?
Oz no le hizo caso y le puso el collar a su madre.
Amanda podía comer y beber, pero, por algún motivo incomprensible para los niños, no movía los labios para hablar y nunca abría los ojos. Eso era lo que más preocupaba a Oz y, a su vez, lo que le infundía más esperanzas. Imaginaba que algún elemento no funcionaba bien del todo, como si fuera una piedrecita en un zapato o algo que atascaba una cañería. Lo único que tenía que hacer era limpiar esa obstrucción y su madre volvería a estar con ellos.
– Mira que eres tonto, Oz. No hagas eso.
Oz se detuvo y miró a Lou.
– Tu problema es que no crees en nada, Lou.
– Y el tuyo que crees en todo.
Oz comenzó a agitar el collar a un lado y a otro. Cerró los ojos y pronunció palabras que no se entendían del todo; quizá ni siquiera él las comprendiera.
Lou intentó distraerse, pero no logró soportar aquella tontería durante mucho rato.
– Si alguien te viera pensaría que estás chiflado. ¿Y sabes qué? ¡Lo estás!
Oz interrumpió el conjuro y la miró enfadado.
– Vaya, lo has echado a perder. Para que la cura funcione se necesita un silencio absoluto.
– ¿La cura? ¿Qué cura? ¿De qué estás hablando?
– ¿Quieres que mamá se quede así?
– Bueno, si está así es culpa suya -espetó Lou-. Si no hubiera discutido con papá no habría pasado nada.
Oz la miró perplejo; incluso Lou se sorprendió a sí misma al pronunciar aquellas palabras. Sin embargo, fiel a su carácter, no pensaba retractarse.
Ninguno de los dos miró a Amanda en esos momentos, pero si lo hubieran hecho habrían advertido algo, un temblor en los párpados, lo que sugería que Amanda, de algún modo, había oído a su hija y luego se había hundido aún más en el abismo en que había caído.
Aunque la mayoría de los pasajeros no se percató, el tren peraltó hacia la izquierda a medida que la vía se alejaba de la ciudad formando una curva hacia el sur. Entonces, el brazo de Amanda se deslizó y quedó colgando junto a la cama.
Oz permaneció boquiabierto durante unos instantes. Parecía como si hubiera presenciado un milagro de dimensiones bíblicas, como si una piedra hubiera derribado a un gigante.
– ¡Mamá, mamá! -gritó y tan entusiasmado estaba que le faltó poco para tirar a Lou al suelo-. Lou, ¿has visto eso?
Sin embargo, Lou no podía hablar. Había supuesto que su madre jamás volvería a moverse. Lou comenzó a pronunciar la palabra «mamá» y entonces se abrió la puerta del compartimiento y apareció la enfermera, visiblemente contrariada. Sobre su cabeza flotaban volutas del humo de tabaco, y parecía a punto de estallar. Si a Oz no le hubiese preocupado tanto su madre es probable que se hubiera arrojado por la ventana del tren al ver a aquella mujer.
– ¿Qué pasa? -preguntó mientras se tambaleaba hacia delante debido a las sacudidas del tren, que iniciaba su recorrido por Nueva Jersey.
Oz dejó caer el collar y señaló a su madre, como si fuera un perro deseoso del reconocimiento de su amo.
– Se ha movido. Mamá ha movido el brazo. Los dos lo hemos visto, ¿no es verdad, Lou?
Sin embargo, Lou se limitaba a mirar a su madre y a Oz una y otra vez, incapaz de articular palabras.
La enfermera examinó a Amanda y se mostró más contrariada aún, como si considerara imperdonable que hubieran interrumpido el tiempo que tenía asignado para fumar. Colocó el brazo de Amanda sobre el vientre y la tapó con una manta.
– El tren ha tomado una curva. Eso es todo. -Mientras se inclinaba para ajustar la sábana vio el collar en el suelo, prueba irrefutable del plan de Oz para acelerar la recuperación de su madre.
– ¿Qué es esto? -preguntó al tiempo que se agachaba y recogía la Prueba Número Uno en su caso contra Oz.
– Estaba usándolo para ayudar a mamá. Es una especie de… -Oz miró a su hermana, nervioso-. Una especie de amuleto mágico.
– Tonterías.
– Devuélvemelo, por favor.
– Tu madre está en un estado catatónico -explicó la mujer en un tono frío y pedante pensado para infundir terror a aquellos que se mostraran inseguros y vulnerables, como era el caso de Oz-. Es poco probable que recupere la conciencia. Y de lo que no cabe duda es que no lo logrará gracias a un collar, jovencito.
– Por favor, devuélvemelo -suplicó Oz con las manos entrelazadas, como si rezara.
– Ya te he dicho… -La enfermera notó un golpecito en el hombro. Se volvió y vio, frente a ella, a Lou, que, envalentonada, parecía haber crecido varios centímetros en los últimos segundos.
– ¡Devuélvaselo!
El rostro de la enfermera se encendió.
– A mí no me da órdenes una niña.
Lou agarró rápidamente el collar, pero la enfermera era muy fuerte, y aunque la niña opuso resistencia, logró guardárselo en el bolsillo.
– Así no vais a ayudar a vuestra madre -espetó la enfermera, que apestaba a Lucky Strike-. ¡Sentaos y quedaos quietos!
Oz miró a su madre, desesperado por haber perdido el preciado collar en una curva del trayecto.
Lou y su hermano se sentaron junto a la ventana y se pasaron los siguientes kilómetros observando en silencio la muerte del sol. De pronto Oz comenzó a mostrarse inquieto, y Lou le preguntó qué le sucedía.
– No me gusta dejar a papá solo -respondió.
– No está solo, Oz.
– Pero estaba solo en aquella caja. Y ahora está oscureciendo. A lo mejor se siente asustado. No es justo, Lou.
– No está en la caja, está con Dios. Ahora mismo están ahí arriba, mirándonos.
Oz alzó la vista. Levantó la mano para saludar, pero parecía inseguro.
– Salúdale si quieres, Oz. Está ahí arriba -lo animó Lou.
– ¿Me lo juras por lo más sagrado?
– Sí. Salúdale.
Oz lo hizo, y luego esbozó una hermana sonrisa.
– ¿Qué? -preguntó su hermana.
– No sé, me siento bien. ¿Crees que me habrá saludado?
– Claro que sí. Dios también. Ya sabes cómo es papá, contando historias y todo eso. Seguro que ya son buenos amigos. -Lou también saludó y mientras deslizaba los dedos por el frío cristal fingió que creía en todo lo que acababa de decir. Se sintió mejor.
Desde la muerte de su padre el invierno había dado paso a la primavera. Cada día lo echaba más de menos y el enorme vacío que sentía en su interior aumentaba por momentos. Quería que su padre estuviese sano y salvo. Con ellos. Sin embargo, sabía que era imposible. Su padre se había marchado de verdad. Aquel sentimiento la consumía. Alzó la vista.
«Hola, papá. Por favor, no me olvides nunca porque yo nunca te olvidaré», susurró para que Oz no la oyera. Cuando terminó, Lou sintió deseos de llorar, pero no podía hacerlo delante de su hermano. Si lloraba, lo más probable era que su Oz hiciera otro tanto y siguiera haciéndolo durante el resto de su vida.
– ¿Cómo está uno cuando se muere, Lou? -preguntó Oz mientras miraba por la ventana.
– Bueno, supongo que por un lado no se siente nada -respondió Lou al cabo de unos instantes-, pero por el
otro sientes todo. Y todo bueno. Si te has portado bien en la vida. Si no, ya sabes qué pasa.
– ¿El diablo? -preguntó Oz, visiblemente asustado.
– No tienes de qué preocuparte, ni papá tampoco.
Oz miró a Amanda.
– ¿Mamá se morirá? -quiso saber.
– Todos moriremos algún día. -Lou no estaba dispuesta a suavizar la respuesta, ni siquiera a Oz, pero, tomándolo entre sus brazos, añadió-: Vayamos paso a paso. Nos queda un largo camino.
Lou miró por la ventana mientras abrazaba con fuerza a su hermano. Nada era eterno, bien que lo sabía.
5
Era muy temprano, los pájaros apenas habían despertado y comenzado a batir las alas, la fría neblina se elevaba del suelo y el sol no era más que un leve resplandor en el cielo. Se habían detenido en Richmond, donde habían cambiado de locomotora, y luego el tren había dejado atrás las tierras onduladas del valle de Shenandoah, la zona más fértil y con el mejor clima del país. En aquellos parajes la tierra estaba mucho más inclinada.