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Al oír estas palabras Cotton lanzó una mirada severa a Miller, quien se limitó a mirar al frente con su petulancia habitual.

– A fin de proteger los derechos de la señora Cardinal en este asunto -prosiguió Goode-, pretendemos que sea declarada mentalmente incapacitada y que se nombre a un custodio para proceder a la correcta disposición de sus bienes, incluida esta oferta tan lucrativa de Southern Valley.

Atkins asintió mientras Goode se sentaba.

– Gracias, señor Goode. ¿Cotton?

Cotton se puso en pie y se situó frente al estrado.

– Señoría, nos encontramos ante un intento de burlar, más que facilitar, los deseos de la señora Cardinal. Ella ya rechazó una oferta de Southern Valley para comprar sus tierras.

– ¿Es eso cierto, señor Goode? -inquirió el juez.

– En efecto, la señora Cardinal rechazó una de tales ofertas -respondió Goode, seguro-, sin embargo, la oferta actual supone una suma de dinero mucho más elevada y, por consiguiente, debe contemplarse por separado.

– La señora Cardinal dejó bien claro que no vendería sus tierras a Southern Valley bajo ningún concepto -apuntó Cotton. Enganchó el dedo en la solapa de la chaqueta, igual que había hecho Goode, pero se lo pensó mejor y bajó la mano.

– ¿Tiene algún testigo que pueda corroborarlo? -preguntó el juez Atkins.

– Pues…, sólo yo.

Goode intervino de inmediato.

– Bueno, si el señor Longfellow pretende convertirse en testigo material de este caso, insisto en que se retire como abogado de la señora Cardinal.

Atkins miró a Cotton.

– ¿Eso es lo que desea hacer?

– No, eso no. Sin embargo, puedo representar los intereses de Louisa hasta que se recupere.

Goode sonrió.

– Señoría, el señor Longfellow ha expresado un perjuicio claro para con mi cliente ante este tribunal. Es difícil que podamos considerarlo independiente para representar de forma imparcial los intereses de la señora Cardinal.

– Me inclino a estar de acuerdo con él al respecto, Cotton -declaró Atkins.

– Bueno, entonces argüimos que la señora Cardinal no está mentalmente incapacitada -replicó Cotton.

– En ese caso nos hallamos ante un conflicto, caballeros -dijo el juez-. Dentro de una semana dará comienzo el juicio.

– No hay tiempo suficiente -dijo Cotton, sorprendido.

– Con una semana nos basta -señaló Goode-. La señora Cardinal se merece que sus asuntos sean atendidos con la celeridad y el respeto debidos.

Atkins tomó el mazo.

– Cotton, he ido al hospital a visitar a Louisa. Independientemente de que esté consciente o inconsciente, creo que como mínimo esos niños necesitarán un tutor. Mejor que lo solventemos lo antes posible.

– Podemos cuidarnos solos.

Todos dirigieron la mirada al fondo de la sala, donde Lou se había puesto en pie.

– Podemos cuidarnos solos -repitió-, hasta que Louisa se ponga mejor.

– Lou -intervino Cotton-, éste no es el lugar ni el momento.

Goode les dedicó una sonrisa.

– Seguro que sois unos niños adorables. Me llamo Thurston Goode. ¿Qué tal?

Ni Lou ni Oz respondieron.

– Jovencita -dijo Atkins-, venga aquí.

Lou se tragó el nudo que se le había formado en la garganta y se acercó al estrado, donde Atkins bajó la mirada para contemplarla, cual Zeus mirando a un mortal.

– Jovencita, ¿es usted miembro del colegio de abogados?

– No. Bueno yo… no.

– ¿Sabe que sólo los miembros del colegio de abogados pueden dirigirse al tribunal, a menos que se trate de circunstancias excepcionales?

– Bueno, como esto nos afecta a mi hermano y a mí, creo que las circunstancias son excepcionales.

Atkins miró a Cotton y sonrió antes de volver a mirar a Lou.

– Es usted lista, es fácil de ver. Y rápida. Pero la ley es la ley, y los niños de su edad no pueden vivir solos.

– Tenemos a Eugene.

– No es un familiar.

– Pues, Diamond Skinner no vivía con nadie.

Atkins lanzó una mirada a Cotton.

– Cotton, ¿tendrá la amabilidad de explicárselo?

– Lou, el juez tiene razón, no sois lo bastante mayores para vivir solos. Necesitáis a un adulto.

De repente a Lou se le inundaron los ojos de lágrimas.

– Sin embargo, parece que los adultos no hacen más que dejarnos. -Se volvió y corrió por el pasillo, abrió la puerta de doble hoja y desapareció. Oz huyó detrás de ella.

Cotton volvió a mirar al juez Atkins.

– Una semana -dijo el juez. Dio un golpe con el mazo y volvió a su despacho, como un mago deseoso de descansar después de practicar un hechizo especialmente difícil.

Goode y Miller esperaron a Cotton en el exterior de la sala. Goode se inclinó hacia él.

– ¿Sabe, señor Longfellow?, si se decidiese a cooperar las cosas serían mucho más fáciles. Todos sabemos cuáles serán los resultados de un reconocimiento psiquiátrico. ¿Por qué humillar a la señora Cardinal de esa manera?

Cotton se inclinó todavía más hacia Goode.

– Señor Goode, a usted le importa un bledo que los asuntos de Louisa reciban el respeto que merecen. Está aquí como sicario de una gran empresa que desea tergiversar la ley para apropiarse de sus tierras.

– Nos veremos en el juicio -dijo Goode con una sonrisa.

Esa misma noche Cotton se la pasó sentado a su escritorio, trabajando tras una pila de papeles. Murmuraba para sí, tomaba notas y luego las tachaba y recorría la habitación de un extremo a otro como un padre esperando los resultados de un parto. La puerta se abrió con un chirrido y Cotton vio que Lou entraba con una cesta de comida y una cafetera llena.

– Eugene me ha traído en el coche para ver a Louisa -explicó-. He comprado esto en el New York Restaurant. He supuesto que no habrías cenado.

Cotton bajó la mirada. Lou despejó una parte del escritorio, dispuso la comida y sirvió el café. Cuando terminaron, la muchacha no parecía dispuesta a marcharse.

– Tengo mucho trabajo, Lou. Gracias por la comida.

Cotton se sentó a la mesa, pero no movió ni un solo papel ni abrió libro alguno.

– La comento lo que dije en el tribunal.

– No pasa nada. Supongo que si estuviera en tu lugar habría hecho lo mismo.

– Has hablado muy bien.

– Al contrario, he fracasado por completo.

– Pero el juicio todavía no ha empezado.

Cotton se quitó las gafas y las frotó contra la corbata.

– La verdad es que hace años que no tengo un caso, y tampoco es que fuese muy bueno. No hago más que archivar papeles, redactar escrituras y testamentos y ese tipo de cosas. Además, nunca me he enfrentado a un abogado como Goode. -Volvió a ponerse las gafas y pareció ver con claridad por primera vez en todo el día-. Y no me gustaría prometerte algo que no puedo cumplir.

Esta última frase se alzó entre ellos como un muro de llamas.

– Creo en ti, Cotton. Pase lo que pase, creo en ti. Quería que lo supieras.

– ¿Por qué demonios confías en mí? ¿Acaso no he hecho otra cosa que decepcionarte? Te he citado tristes poemas que no pueden cambiar nada.

– No, lo único que has hecho es ayudar.

– Nunca podré ser como tu padre, Lou. De hecho, no

sirvo para gran cosa.

Lou se acercó a él.

– ¿Me vas a prometer una cosa, Cotton? ¿Me prometes que nunca nos dejarás?

Al cabo de unos momentos Cotton sostuvo el mentón de la muchacha entre las manos y con voz titubeante, aunque no por ello carente de convicción, dijo: