Ross lo miró.
– Yo digo lo que veo, abogado.
– Doctor Ross, ¿a cuántos afectados de apoplejía ha examinado para determinar que estaban mentalmente incapacitados?
– Pues, así de pronto no recuerdo ninguno.
Cotton caminó a un lado y a otro delante del testigo, que mantenía la vista fija en él mientras unos gotas de sudor aparecían en su frente.
– Supongo que la mayoría de sus pacientes padece alguna enfermedad mental. En el caso que nos ocupa tenemos a una víctima de apoplejía cuya incapacidad física puede dar a entender que no está mentalmente capacitada, aunque pueda estarlo. -Cotton buscó entre el público con la mirada y vio a Lou en la galería-. Me refiero a que el hecho de que una persona no pueda hablar o moverse no implica que no comprenda lo que ocurre a su alrededor. Es perfectamente posible que vea, escuche y lo entienda todo. ¡Todo! -Se dio la vuelta y miró al testigo-. Y con el tiempo es posible que se recupere plenamente.
– La mujer que vi no tiene posibilidades de recuperarse.
– ¿Es usted un especialista en víctimas de apoplejía? -preguntó Cotton.
– No, pero…
– Entonces me gustaría que el juez indicara al jurado que desestime esta declaración.
Atkins se volvió hacia los miembros del jurado.
– Ordeno que no se tenga en cuenta el hecho de que el doctor Ross haya dicho que la señora Cardinal no se recuperará, porque no cabe duda que está incapacitado para testificar al respecto.
Atkins y Ross cambiaron miradas a causa de las palabras que había escogido el juez, mientras que Cotton se llevó una mano a la boca para disimular su sonrisa.
– Doctor Ross -continuó Cotton-, realmente no puede decirnos que hoy, mañana o pasado mañana Louisa Mae Cardinal no vaya a ser perfectamente capaz de ocuparse de sus asuntos, ¿verdad?
– La mujer que examiné…
– Por favor, responda a la pregunta.
– No.
– ¿No, qué? -inquirió Cotton en tono amable.
Ross, frustrado, cruzó los brazos.
– No, no puedo asegurar que la señora Cardinal no se recupere hoy, mañana o pasado mañana.
Goode se puso en pie con gran esfuerzo.
– Señoría, veo a dónde quiere llegar el abogado, y creo que tengo una propuesta. En las circunstancias actuales el testimonio del doctor Ross es que la señora Cardinal está incapacitada. Si mejora, lo cual todos esperamos, entonces el custodio nombrado por el tribunal cesará en sus funciones y a partir de ese momento ella podrá ocuparse de sus asuntos.
– Para entonces ya no le quedarán tierras -apuntó Cotton.
Goode aprovechó esa oportunidad.
– En ese caso -dijo- no cabe duda que la señora Cardinal podrá consolarse con el medio millón de dólares que Southern Valley ha ofrecido por sus tierras.
El público emitió un grito de asombro conjunto ante la mención de semejante cantidad. Un hombre estuvo a punto de caer por encima de la barandilla de la galería antes de que sus vecinos lo agarraran. Tanto los niños ricos como los pobres se miraron entre sí con los ojos desorbitados. Sus respectivos padres hicieron exactamente lo mismo. Los miembros del jurado también se miraron mutuamente con clara expresión de sorpresa. Sin embargo, George Davis permaneció mirando al frente, sin dejar traslucir ningún tipo de emoción.
Goode se apresuró a continuar.
– Al igual que otras personas cuando la compañía les haga ofertas similares.
Cotton miró alrededor y decidió que habría preferido dedicarse a cualquier otra cosa que a su profesión. Vio tanto a los habitantes de las montañas como a los del pueblo observándolo boquiabiertos: era el hombre que les impedía hacerse con una verdadera fortuna. No obstante, a pesar de cargar ese peso sobre los hombros, dijo:
– Señor juez, con esa declaración es como si acabara de sobornar al jurado. Deseo que el juicio se declare nulo. Mi clienta no puede recibir un trato justo si toda esta gente cuenta los dólares de Southern Valley.
Goode miró al jurado con una sonrisa.
– Retiro la declaración -dijo-. Lo siento, señor Longfellow. No pretendía perjudicarle.
Atkins se echó hacia atrás en el asiento.
– No va a conseguir que el juicio se declare nulo, Cotton, porque, ¿adónde va a ir con este asunto? Creo que todos los habitantes de ochenta kilómetros a la redonda están sentados en la sala de este tribunal y el juzgado más cercano está a un día de viaje en tren. Además, el juez titular no es ni la mitad de amable que yo. -Se volvió hacia el jurado-. Escuchen, caballeros, deben pasar por alto la declaración del señor Goode sobre la oferta de compra de las tierras de la señora Cardinal. No debería haberlo dicho y han de olvidarlo. ¡Y hablo en serio!
A continuación Atkins miró a Goode.
– Tengo entendido que goza de buena reputación -dijo-, y odiaría ser quien tenga que empañarla. Pero si vuelve a echar mano de recursos como ése, tengo una preciosa cárcel en este edificio donde podrá cumplir condena por desacato y hasta es probable que se me olvide que está dentro de ella. ¿Entendido?
– Sí, señoría -afirmó Goode con voz mansa.
– Cotton, ¿tiene alguna pregunta más para el doctor Ross?
– No, señor juez -respondió Cotton antes de regresar a su asiento.
Goode llamó al estrado a Travis Barnes y, aunque fue lo más benévolo posible, con sus hábiles artimañas el pronóstico del buen doctor con respecto a Louisa fue bastante sombrío. Al final, Goode le mostró una fotografía.
– ¿Es ésta su paciente, Louisa Mae Cardinal?
Barnes observó la foto.
– Sí.
– Pido permiso para mostrarla al jurado.
– Adelante, pero rápido -dijo Atkins.
Goode dejó caer una copia de la instantánea delante de Cotton, quien ni siquiera la miró, sino que la partió en dos y la arrojó a la escupidera situada junto a su mesa mientras Goode hacía desfilar el original ante los rostros del jurado.
A tenor de los chasquidos de lengua, los comentarios apagados y los movimientos de cabeza, la fotografía tuvo el efecto esperado. El único a quien no pareció afectarle fue George Davis. Tuvo la foto entre las manos durante más tiempo que el resto y a Cotton le pareció que intentaba por todos los medios ocultar su goce. Una vez hecho el daño, Goode tomó asiento.
– Travis -dijo Cotton cuando se levantó y se acercó a su amigo-, ¿ha tratado alguna vez a Louisa Cardinal a causa de alguna dolencia antes del reciente ataque?
– Sí, un par de veces.
– ¿Nos puede explicar de qué se trató?
– Hace unos diez años la mordió una serpiente cascabel. Ella misma mató a la serpiente con un azadón y luego bajó de la montaña a caballo para verme. Cuando llegó tenía el brazo tan hinchado que parecía una pierna. Se puso muy enferma, tuvo la fiebre más alta que he visto en mi vida. Permaneció semiinconsciente varios días. Pero se recuperó, justo cuando ya lo dábamos todo por perdido. Luchó como una mula, como una verdadera mula.
– ¿Y la otra vez?
– Una pulmonía. Fue durante el invierno de hace cuatro años, cuando cayó más nieve que en el Polo Sur. Se acuerdan, ¿no? -preguntó al público que llenaba la sala y todos asintieron con la cabeza-. No había forma de subir o bajar de la montaña. No recibí la noticia hasta al cabo de cuatro días. Subí a la granja y la traté cuando la tormenta terminó pero ya había pasado lo peor ella sola. Una persona joven se habría muerto incluso medicándose y ella que ya tenía más de setenta años no tomó nada, le bastaron sus ganas de vivir. Nunca he visto nada igual.
Cotton se acercó al jurado.
– Así pues, parece ser una mujer de espíritu indomable. Un espíritu incapaz de ser conquistado.
– Protesto, señoría -dijo Goode-. ¿Se trata de una pregunta o de un pronunciamiento divino por su parte, señor Longfellow?
– Espero que ambas cosas, señor Goode.
– Bueno, digámoslo de otro modo -puntualizó Barnes-, si fuera un apostador, no apostaría contra esta mujer.