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Cotton dirigió una mirada al jurado.

– Yo tampoco. No tengo más preguntas.

– Señor Goode, ¿quién es su siguiente testigo? -preguntó Atkins.

El abogado del Estado se incorporó y recorrió la sala con la mirada. Escudriñó el recinto hasta que llegó a la galería y posó la vista en Lou y Oz, antes de centrarse exclusivamente en el niño.

– Jovencito, ¿por qué no baja aquí y nos habla?

Cotton se había puesto en pie.

– Señoría, no veo motivos para…

– Señor juez -lo interrumpió Goode-, los niños son quienes van a tener un tutor y por tanto considero razonable saber la opinión de uno de ellos. Y para lo pequeño que es tiene una voz poderosa, ya que todos los presentes en la sala la han oído con claridad e insistencia.

Se oyeron risas ahogadas entre el público, y Atkins golpeó con el mazo mientras reflexionaba por un instante en la petición.

– Voy a permitírselo -dijo al fin-, pero recuerde que no es más que un niño.

– Por supuesto, señoría.

Lou agarró a Oz de la mano y los dos bajaron lentamente las escaleras y pasaron junto a todas las filas, con todas las miradas clavadas sobre ellos. Oz puso la mano sobre la Biblia y pronunció el juramento mientras Lou regresaba a su asiento. Oz se encaramó a la silla; parecía tan pequeño e indefenso que Cotton se compadeció de él, sobre todo cuando Goode se le aproximó.

– Veamos, señor Oscar Cardinal -empezó.

– Me llamo Oz y mi hermana se llama Lou. No la llame Louisa Mae porque se enfadará y le dará un puñetazo.

Goode sonrió.

– No te preocupes por eso. De modo que sois Oz y Lou. -Se apoyó contra la barandilla del estrado-. Ya sabes que a la sala le apena muchísimo saber que vuestra madre está muy enferma.

– Se pondrá bien.

– ¿ Ah, sí? ¿Eso es lo que dicen los médicos?

Oz mantuvo la vista alzada hacia Lou hasta que Goode le tocó la mejilla y le obligó a mirarle.

– Hijo, aquí en el estrado tienes que decir la verdad. No puedes mirar a tu hermana mayor para que te dé la respuesta. Has jurado por Dios que dirías la verdad.

– Yo siempre digo la verdad. ¡Se lo juro!

– Buen chico. Entonces, ¿los médicos dicen que tu madre se pondrá bien?

– No, dicen que no están seguros.

– Entonces, ¿cómo sabes que se recuperará?

– Porque… porque pedí un deseo. En el pozo de los deseos.

– ¿En el pozo de los deseos? -repitió Goode con una expresión dedicada al jurado que claramente mostraba lo que opinaba sobre esa respuesta-. ¿Por aquí hay un pozo de los deseos? Ya me gustaría a mí que tuviéramos uno en Richmond.

El público rió y Oz se sonrojó y sé encogió en el asiento.

– Hay un pozo de los deseos -insistió-. Mi amigo Diamond Skinner nos lo enseñó. Pides un deseo, das lo más importante que tengas y el deseo se cumple.

– Suena bien. ¿Dices que pediste un deseo?

– Sí, señor.

– Y diste lo más importante que tenías. ¿Qué era?

Oz miró nervioso alrededor.

– La verdad, Oz -lo conminó Goode-. Recuerda lo que prometiste por Dios, hijo.

Oz respiró hondo.

– Mi osito. Di mi osito.

Se oyeron varias risas ahogadas de los presentes hasta que todos vieron la lágrima solitaria que se deslizaba por el rostro del niño, y entonces dejaron de reírse.

– ¿Tu deseo se ha cumplido? -preguntó Goode.

Oz negó con la cabeza.

– No.

– ¿Hace tiempo que lo pediste?

– Sí -respondió Oz en voz baja.

– Y tu mamá todavía está muy enferma, ¿verdad?

Oz inclinó la cabeza.

– Sí -respondió con un hilo de voz.

Goode se metió las manos en los bolsillos.

– Bueno, es triste, pero las cosas no se convierten en realidad sólo porque las deseemos. La vida no es así. Veamos, sabes que tu bisabuela está muy enferma, ¿verdad?

– Sí, señor.

– ¿También has pedido un deseo por ella?

Cotton se puso en pie.

– Goode, déjelo ya.

– Bueno, bueno. Oz, sabes que no podéis vivir solos, ¿verdad? Si tu bisabuela no se recupera, según estipula la ley, tendréis que vivir en casa de un adulto. O ir a un orfanato. Supongo que no querrás ir a un viejo orfanato, ¿no?

Cotton volvió a ponerse en pie.

– ¿Orfanato? ¿Desde cuándo se contempla esa posibilidad?

– Si la tierra de la señora Cardinal no se vende y ella no experimenta una recuperación milagrosa como hizo cuando la mordió una serpiente y enfermó de pulmonía, los niños tendrán que ir a algún lugar. A no ser que dispongan de un dinero cuya existencia ignoro, irán a un orfanato, porque ahí es donde van los niños que no tienen parientes que puedan cuidar de ellos u otras personas respetables que estén dispuestas a adoptarlos.

– Pueden venir a vivir conmigo -dijo Cotton.

Goode miró alrededor con una sonrisa en los labios.

– ¿Con usted? ¿Un hombre soltero? ¿El abogado de un pueblo en plena decadencia? Sería la última persona del planeta a quien un tribunal adjudicaría a estos niños.

– Goode se volvió hacia Oz-. ¿No te gustaría vivir en tu casa con alguien que se preocupe por tu bienestar?

– No sé.

– Claro que te gustaría. Los orfanatos no son el mejor lugar del mundo. Algunos niños permanecen en ellos para siempre.

– Señoría -intervino Cotton-, ¿tiene esto algún propósito aparte del de aterrorizar al testigo?

– Precisamente iba a preguntárselo al señor Goode -declaró Atkins.

Sin embargo, fue Oz quien habló entonces.

– ¿Lou también puede venir? No me refiero al orfanato, sino al otro sitio.

– Por supuesto, hijo, por supuesto -se apresuró a contestar Goode-. No se separa a los hermanos. Pero en los orfanatos no existe esa garantía -añadió con voz queda-. Entonces, ¿esta solución te convendría?

Oz vaciló e intentó mirar a Lou, pero Goode actuó con rapidez y le bloqueó la vista.

– Supongo -dijo finalmente Oz.

Cotton dirigió la mirada a la galería. Lou estaba de pie, agarrada con fuerza a la barandilla, contemplando a su hermano con expresión angustiada.

Goode se acercó al jurado y se restregó los ojos con ademán exagerado.

– Buen chico. No tengo más preguntas.

– ¿Cotton? -preguntó Atkins.

Goode se sentó y Cotton hizo ademán de levantarse pero se quedó a medias, agarrado al borde de la mesa mientras contemplaba a un niño desmoronado en el gran estrado,

un niño pequeño que, como Cotton bien sabía, sólo quería levantarse y volver junto a su hermana, porque estaba profundamente asustado de tantos orfanatos, abogados gordos que pronunciaban palabras rimbombantes y formulaban preguntas comprometidas y salas enormes llenas de desconocidos que lo miraban fijamente.

– No tengo preguntas -dijo Cotton con voz queda y Oz volvió corriendo junto a su hermana.

Después de que comparecieran otros testigos, los cuales declararon que Louisa era totalmente incapaz de tomar una decisión consciente, y teniendo en cuenta que Cotton sólo fue capaz de rebatir pequeños argumentos de su testimonio, se levantó la sesión para el resto de la jornada y Cotton y los niños salieron de la sala. En el exterior, Goode y Miller los pararon.

– Está presentando buenos argumentos, señor Longfellow -dijo Goode-, pero todos sabemos cómo va a terminar. ¿Qué le parece si acabamos con esto ahora mismo? Ahorraremos problemas a la gente. -Miró a Lou y a Oz. Empezó a acariciarle la cabeza a éste pero el niño le dedicó una mirada tan feroz que lo obligó a retirarla antes de arrepentirse.

– Mire, Longfellow -dijo Miller al tiempo que extraía un trozo de papel del bolsillo-, tengo aquí un cheque por medio millón de dólares. Lo único que tiene que hacer es poner fin a este juicio sin sentido y será suyo.

Cotton miró a Oz y a Lou.