El día era frío y húmedo, si bien las montañas se habían cansado de la lluvia y finalmente las nubes se habían marchado a otra parte. La acumulación de calor corporal se respiraba en el ambiente y la humedad era lo suficientemente elevada como para empañar las ventanas. No obstante, los cuerpos de todos los espectadores estaban tensos contra los del vecino, contra el asiento o la pared.
– Supongo que ha llegado el momento de poner punto final a este espectáculo -comentó Goode a Cotton con cierta afabilidad. Sin embargo, lo que Cotton vio fue un hombre con la expresión satisfecha de un asesino profesional a punto de soplar el humo de su revólver último modelo y luego guiñar un ojo al cadáver tendido en la calle.
– Creo que no ha hecho más que empezar -respondió Cotton con contundencia.
En cuanto se anunció la entrada del juez y el jurado ocupó la tribuna, Cotton se puso en pie.
– Señoría, querría hacerle una oferta al Estado.
– ¿Una oferta? ¿A qué se refiere, Cotton? -preguntó Atkins.
– Todos sabemos por qué nos encontramos aquí. No se trata de decidir si Louisa Mae Cardinal está capacitada o no. El gas es la cuestión.
Goode se puso en pie con cierta torpeza.
– El Estado tiene un gran interés en ver que los asuntos de la señora Cardinal…
– El único asunto que tiene entre manos la señora Cardinal -lo interrumpió Cotton- es decidir si vende sus tierras.
Atkins estaba intrigado.
– ¿Cuál es su oferta?
– Estoy dispuesto a reconocer que la señora Cardinal está incapacitada mentalmente.
Goode sonrió.
– Bueno, algo es algo.
– Pero a cambio quiero que se juzgue si Southern Valley es la compañía adecuada para adquirir sus tierras.
Goode se mostró sorprendido.
– Cielos, es una de las empresas más importantes del estado.
– No me refiero al dinero -dijo Cotton-. Hablo de ética.
– ¡Señoría! -exclamó Goode con indignación.
– Acérquense al estrado -indicó Atkins.
Cotton y Goode se aproximaron al juez.
– Señor juez, hay una buena cantidad de jurisprudencia en Virginia en la que se especifica claramente que a quien comete un agravio se le impedirá aprovecharse del mismo.
– Eso son tonterías -declaró Goode.
Cotton se acercó más a su adversario.
– Si no accede a dejarme hacer, Goode, tengo mi propio experto que pondrá en entredicho todo lo que ha declarado el doctor Ross. Y si pierdo, apelaré. Llegaré hasta el Tribunal Supremo de ser necesario. Para cuando su cliente consiga ese gas, todos nosotros ya estaremos muertos.
– Pero yo soy abogado del Estado. Carezco de autoridad para representar a una empresa privada.
– La declaración más irónica que he oído en mi vida -dijo Cotton-. Pero renuncio a las objeciones y me comprometo a acatar el dictamen de este jurado, aunque esté formado por gente tan penosa como George Davis.
Goode estaba mirando a Miller en busca de alguna indicación, de modo que Cotton le dio el empujón que le faltaba.
– Vamos Goode, vaya a hablar con su cliente y deje de perder el tiempo.
Con una expresión de corderillo, Goode se alejó y mantuvo una acalorada discusión con Miller, que no dejaba de mirar a Cotton. Al final asintió y Goode regresó al estrado.
– No hay objeciones.
El juez asintió.
– Adelante, Cotton.
Lou había bajado al hospital en el Hudson con Eugene y Oz se había quedado en la casa. Había dicho que no quería saber nada más de juzgados y leyes. La esposa de Buford Rose se ofreció a cuidar de Oz y de su madre. Lou se sentó en la silla a observar a Louisa, en espera de que se produjera el milagro. En la austera habitación hacía frío, por lo que no parecía muy adecuada para la recuperación de nadie, pero Lou no confiaba en que la medicina hiciera mejorar el estado de la mujer. Había depositado su esperanza en un montón de ladrillos viejos en un prado cubierto de hierba y en un paquete de cartas que era muy probable que contuvieran las últimas palabras de su madre.
Lou se levantó y se acercó a la ventana. Desde allí veía el cine donde todavía seguían proyectando El mago de Oz. Sin embargo, Lou había perdido a su querido Espantapájaros y el León Cobarde ya no tenía miedo. ¿Y el Hombre de Hojalata? ¿Ella había encontrado su corazón? Tal vez nunca lo hubiera perdido.
Lou se volvió y observó a su bisabuela. La muchacha se puso tensa cuando Louisa abrió los ojos y la miró. Notó una fuerte sensación de reconocimiento, un atisbo de sonrisa y las esperanzas de Lou remontaron el vuelo. Como si no sólo sus nombres sino sus espíritus fueran idénticos, una lágrima rodó por las mejillas de las dos Louisas. Lou se acercó a ella, le tomó la mano y se la besó.
– Te quiero, Louisa -dijo, con el corazón a punto de partírsele, pues no recordaba haberle dicho esas palabras con anterioridad. Louisa movió los labios y, aunque Lou no oyó las palabras, leyó claramente en los labios de su bisabuela lo que le decía: «Te quiero, Louisa.»
Acto seguido, Louisa cerró los ojos lentamente y no volvió a abrirlos y Lou se preguntó si su milagro había consistido sólo en aquello.
– Señorita Lou, nos reclaman en el juzgado.
La muchacha se volvió y vio a Eugene en el vano de la puerta.
– El señor Cotton quiere que los dos subamos al estrado.
Lou soltó despacio la mano de Louisa, se volvió y se marchó.
Al cabo de un minuto, Louisa abrió los ojos de nuevo.
Miró alrededor. Adoptó una expresión temerosa por un par de segundos, pero luego se tranquilizó. Intentó incorporarse, confusa al principio al ver que el lado izquierdo de su cuerpo no respondía. Mantuvo la vista fija en la ventana de la habitación mientras se esforzaba por moverse. Fue progresando centímetro a centímetro hasta que logró estar medio sentada, sin apartar los ojos de la ventana. Respiraba pesadamente porque había agotado casi todas sus energías después de ese mínimo esfuerzo. No obstante, se recostó en la almohada y sonrió, porque más allá de la gran ventana veía su montaña con claridad. El paisaje le resultaba muy hermoso, aunque el invierno lo había despojado de gran parte de su color. No obstante, el año próximo sin duda regresaría. Como siempre. Como el familiar que nunca te deja del todo. Así era la montaña. Dejó la mirada fija en la familiar elevación de piedra y árboles y, en ese instante, Louisa Mae Cardinal se quedó inmóvil por completo.
En la sala del tribunal, Cotton, que se encontraba frente al estrado, elevó la voz y anunció:
– Llamo a la señorita Louisa Mae Cardinal.
Se oyó un grito ahogado procedente del público. Entonces la puerta se abrió y aparecieron Lou y Eugene. Miller y Goode adoptaron de nuevo una expresión de desprecio al comprobar que no era más que la niña. Eugene tomó asiento mientras Lou subía al banco de los testigos.
Fred se aproximó a ella.
– Levante la mano derecha, coloque la izquierda sobre la Biblia. ¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
– Lo juro -repuso ella con voz queda. Miró alrededor y vio que todo el mundo estaba pendiente de ella. Cotton le sonrió para tranquilizarla. Sin que nadie le viera, le enseñó que tenía los dedos cruzados para que le trajera suerte.
– Vamos a ver, Lou, lo que tengo que preguntarte va a resultar doloroso pero necesito que respondas a mis preguntas, ¿de acuerdo?