– De acuerdo.
– El día que murió Jimmy Skinner, tú estabas con él, ¿verdad?
Miller y Goode intercambiaron miradas de preocupación y este último se levantó.
– Señoría, ¿qué tiene que ver esto con el caso que nos ocupa?
– El Estado acordó dejarme presentar mi teoría -apuntó Cotton.
– Protesta denegada -dijo el juez-, pero no se tome todo el día.
Cotton se volvió hacia Lou.
– ¿Estabas en la entrada de la mina cuando se produjo la explosión?
– Sí.
– ¿Podrías describirnos qué ocurrió?
Lou tragó saliva y se le empañaron los ojos.
– Eugene puso la dinamita y salió. Estábamos esperándole para marcharnos. Diamond, es decir Jimmy, entró corriendo en la mina para buscar a Jeb, su perro, que había entrado a cazar una ardilla. Eugene siguió a Jimmy al interior. Yo estaba de pie frente a la entrada cuando estalló la dinamita.
– ¿Fue una explosión fuerte?
– La más fuerte que he oído en mi vida.
– ¿Sabrías decirme si oíste dos explosiones?
La muchacha adoptó una expresión de sorpresa.
– No, no lo sé.
– Es probable que no. ¿Qué sucedió a continuación?
– Entonces salió una enorme ráfaga de aire y humo que me derribó.
– Debió de ser muy fuerte.
– Sí, fue muy fuerte.
– Gracias, Lou. No tengo más preguntas.
– ¿Señor Goode?-dijo Atkins.
– No tengo preguntas, señoría. A diferencia del señor Longfellow no voy a hacer perder el valioso tiempo del jurado.
– Llamo a declarar a Eugene Randall -dijo Cotton.
Eugene, nervioso, se situó en el estrado. Tenía el sombrero que Lou le había dado bien cogido entre las manos. Todas las miradas estaban fijas en él.
– Vamos a ver, Eugene, fuiste a la mina a buscar carbón el día que Jimmy Skinner murió, ¿verdad?
– Sí, señor.
– ¿Utilizas dinamita para extraer el carbón?
– Sí, como la mayoría de la gente. El carbón calienta bien. Mucho mejor que la leña.
– ¿ Cuántas veces calculas que has usado dinamita en esa mina?
Eugene reflexionó al respecto.
– A lo largo de los años, treinta veces o más.
– Creo que eso te convierte en un experto.
Eugene sonrió ante esa designación.
– Supongo.
– ¿Cómo utilizas la dinamita exactamente?
– Pues pongo un cartucho de dinamita en un agujero de la pared rocosa, lo tapo, tiendo la mecha y la enciendo con la llama del farol.
– ¿Qué haces a continuación?
– Ese pozo se curva en un par de sitios, por lo que a veces doblo una esquina si no he puesto demasiada dinamita. Otras veces espero fuera. Ahora los ruidos empiezan a afectarme los oídos. Y la explosión levanta mucho polvo, y éste es malo.
– No lo dudo. De hecho, el día en cuestión, saliste, ¿no es así?
– Sí, señor.
– Y luego entraste a buscar a Jimmy, pero no lo encontraste.
– Sí, señor -respondió Eugene bajando la mirada.
– ¿Era la primera vez que ibas a la mina desde hacía tiempo?
– Sí, señor. Desde principios de año. El invierno pasado no fue tan malo.
– De acuerdo. Cuando se produjo la explosión, ¿dónde estabas?
– Unos veinticinco metros, dentro. No en la primera curva. Ahora tengo la pierna mala, ya no puedo moverme rápido.
– ¿Qué te ocurrió cuando se produjo la explosión?
– Me lanzó a tres metros. Golpeé contra la pared. Creí que me había matado. Pero no solté el farol. No sé cómo lo conseguí.
– Dios mío, ¿tres metros? ¿A un hombre tan corpulento como tú? ¿Recuerdas dónde habías puesto la carga de dinamita?
– Nunca se me olvidará, señor Cotton. Pasada la segunda curva. A noventa metros hacia el interior. Allí había una buena veta de carbón.
Cotton fingió sentirse sorprendido.
– Hay algo que no entiendo, Eugene. Has dicho que a veces, cuando explotaba la dinamita, te quedabas en la mina, y nunca habías resultado herido. Y en" cambio en este caso, ¿cómo es que estabas a más de sesenta metros de la carga de dinamita, pasadas no una sino dos curvas del pozo, y aun así la explosión te arrojó tres metros por el aire? Si hubieras estado un poco más cerca, probablemente te habría matado. ¿Cómo se explica?
Eugene también se mostró desconcertado.
– No lo sé, señor Cotton. Pero le aseguro que ocurrió.
– Te creo. Ya has oído declarar a Lou que la onda expansiva la derribó cuando estaba en el exterior de la mina. Las veces que tú esperaste fuera de la mina, ¿te ocurrió eso en alguna ocasión al explotar la dinamita?
Eugene ya negaba con la cabeza antes de que Cotton terminara la frase.
– Con la poca dinamita que yo uso es imposible que haya una explosión semejante. Sólo cojo carbón para llenar un cubo. Uso más dinamita en invierno cuando bajo la rastra y las muías, pero ni siquiera entonces la explosión sería tan fuerte. ¡Estamos hablando de noventa metros y de pasar dos curvas!
– Tú encontraste el cadáver de Jimmy. ¿Estaba cubierto de piedras y rocas? ¿Se había derrumbado la mina?
– No, señor. Pero sabía que estaba muerto. No tenía el farol, ¿sabe? En esa mina sin luz no se sabe dónde está la salida. La vista juega malas pasadas. Probablemente ni siquiera viera a Jeb pasar por su lado camino de la salida.
– ¿Puedes decirnos exactamente dónde encontraste a Jimmy?
– A otros cuarenta metros hacia dentro. Pasada la primera curva, pero no la segunda.
Granjeros y comerciantes estaban codo con codo presenciando el interrogatorio de Cotton. Miller, que se toqueteaba el sombrero, se inclinó hacia delante y le susurró algo al oído a Goode. Éste asintió, miró a Eugene, sonrió y volvió a asentir.
– Bueno, supongamos -continuó Cotton- que Jimmy estuviera cerca de la carga de dinamita cuando estalló. Podría haber lanzado su cuerpo muy lejos, ¿verdad?
– Si estaba cerca, seguro.
– Pero su cadáver estaba más allá de la segunda curva…
Goode se puso en pie.
– Eso es fácil de explicar. La explosión de la dinamita pudo lanzar al muchacho más allá de la segunda curva.
Cotton miró al jurado.
– No alcanzo a entender cómo un cuerpo lanzado por
los aires puede sortear una curva de noventa grados y seguir volando antes de caer. A no ser que el señor Goode sostenga que Jimmy Skinner tuviera la capacidad de volar.
Se oyeron varias risas entre el público. Atkins se retrepó en el asiento pero no golpeó con el mazo para pedir orden en la sala.
– Prosiga, Cotton. Esto se está poniendo interesante.
– Eugene, ¿recuerdas haberte sentido mal cuando estabas en la mina aquel día?
Eugene caviló al respecto.
– Es difícil de recordar. Quizás un poco de dolor de cabeza.
– De acuerdo. Según tu opinión de experto, ¿es posible que la explosión de dinamita por sí sola hiciera que el cuerpo de Jimmy Skinner acabara donde acabó?
Eugene lanzó una mirada al jurado y se tomó su tiempo para mirar a sus miembros uno por uno.
– ¡No, señor!
– Gracias, Eugene. No deseo formular más preguntas.
Goode se acercó y colocó las palmas de la mano en el banco de los testigos y se inclinó hacia Eugene.
– Muchacho, vives en casa de la señora Cardinal, ¿verdad?
Eugene se echó hacia atrás en el asiento con la mirada fija en el abogado.
– Sí, señor.
Goode dedicó una mirada mordaz al jurado.
– ¿Un hombre de color y una mujer blanca en la misma casa?
Cotton se puso en pie antes de que Goode terminara la pregunta.
– Señoría, no puede permitirle ese tipo de preguntas.
– Señor Goode -intervino Atkins-, de Richmond para abajo quizá formulen ese tipo de preguntas, pero no las voy a permitir en mi sala. Si tiene algo que preguntar al hombre sobre este caso, hágalo o de lo contrario permanezca sentado.