Lou apenas había dormido porque había compartido la litera superior con Oz, que por las noches solía agitarse en sueños. En aquel tren que se dirigía hacia un nuevo y aterrador mundo, su hermano pequeño no había dejado de moverse en toda la noche. A pesar de que Lou lo había sostenido con fuerza, Oz se había hecho daño en las extremidades debido a las sacudidas; aunque le había susurrado palabras de consuelo, le dolían los oídos a causa de los gritos de pánico que el pequeño lanzaba. Finalmente, Lou había bajado, tocado el suelo frío con los pies descalzos, tropezado hasta la ventana en la oscuridad, descorrido las cortinas y se había sentido gratificada al ver por primera vez las montañas de Virginia.
En cierta ocasión, Jack Cardinal le había dicho que se creía que en realidad había dos grupos de montes Apalaches.
El primero había surgido como consecuencia del retroceso del mar y la contracción de la tierra millones de años antes y se había elevado a una altura que no tenía nada que envidiar a las Rocosas. Con el tiempo, las aguas habían erosionado con tal fuerza esas cordilleras que acabaron prácticamente convertidas en llanuras. El padre de Lou le explicó que el mundo había vuelto a sacudirse y que las rocas se habían elevado de nuevo, si bien no tanto como antes, y formaron los actuales Apalaches, que se erigían como unas manos amenazadoras entre Virginia y Virginia Occidental y se extendían desde Canadá hasta Alabama.
Jack había enseñado a la curiosa Lou que los Apalaches habían impedido la expansión hacia el oeste y habían mantenido unidas las colonias americanas el tiempo suficiente para que se independizaran de la corona inglesa. Los recursos naturales de la cordillera habían sido la fuente de suministros de uno de los máximos períodos industriales de la historia de la humanidad. A pesar de todo, había añadido su padre con una sonrisa de resignación, el hombre jamás quiso reconocer la importancia de las montañas.
Lou sabía que Jack Cardinal había amado las montañas de Virginia y había sentido un respeto reverencial por ellas. Solía contarle que poseían algo mágico, una especie de poderes que escapaban a toda lógica. Lou se había preguntado en numerosas ocasiones cómo era posible que un montón de tierra y piedras, a pesar de su altura, impresionara tanto a su padre. Ahora, por primera vez, intuyó el motivo; nunca había sentido nada semejante.
Las elevaciones de tierra cubiertas de árboles y las formaciones de pizarra que Lou había visto en un principio no eran más que los «pequeñuelos»; a lo lejos divisó el perfil de los imponentes padres, las montañas. Parecían no tener fin, ni en el cielo ni en la tierra. Eran de unas dimensiones tan descomunales que no parecían reales, si bien habían surgido de la corteza terrestre. Allí, en las alturas, vivía una mujer de quien
Lou sólo sabía el nombre. Aquello la reconfortaba e inquietaba a un tiempo. Durante unos instantes en que el pánico se apoderó de ella, Lou tuvo la impresión de que habían entrado en otro sistema solar en aquel tren. Sin embargo, allí estaba Oz, cuya presencia, aunque no era la más indicada para inspirar seguridad, le infundió cierta calma.
– Creo que estamos llegando -dijo mientras le hacía masaje en los hombros para combatir la tensión que había acumulado a causa de las pesadillas. Su madre y ella se habían convertido en unas auténticas expertas en tal arte. Amanda le había dicho que Oz sufría el peor caso de pesadillas que había visto jamás. Sin embargo, había enseñado a su hija que no se trataba de algo sobre lo que había que compadecerse ni a lo que había que restarle importancia. Lo que había que hacer era estar junto a Oz y ayudarlo a liberarse de las cargas mentales y físicas.
Uno de los mandamientos personales de Lou podría haber sido: «Te ocuparás de tu hermano Oz por encima de todas las cosas.» Lou pensaba cumplir con él al pie de la letra.
El pequeño escudriñó el paisaje.
– ¿Dónde está? ¿Dónde nos quedaremos?
– Ahí fuera, en algún lugar -repuso Lou.
– ¿El tren nos llevará hasta la casa?
– No. Vendrán a buscarnos a la estación -contestó Lou sonriendo.
El tren atravesó un túnel practicado en una de las colinas y quedaron sumidos en la oscuridad. Al cabo de un rato salieron del túnel y se percataron de lo mucho que habían ascendido. Lou y Oz miraron por la ventanilla, inquietos. Más adelante había un puente de caballete. El tren aminoró la marcha y se dispuso a cruzarlo con cuidado, como si fuera un pie introduciéndose en el agua fría. Lou y Oz miraron hacia abajo, pero había tan poca luz que no vieron el suelo. Parecía como si flotaran en el cielo, como un pájaro de hierro que transportara toneladas de peso. Entonces el tren regresó
a tierra firme y prosiguió el ascenso. Mientras aumentaba la velocidad, Oz respiró profundamente y bostezó, quizá, pensó Lou, para disimular la inquietud.
– Este lugar me gustará -aseguró Oz de repente mientras movía su osito de peluche junto a la ventanilla-. Mira ahí fuera -le dijo al animal de juguete, cuyo nombre Lou desconocía. Entonces el niño, nervioso, se introdujo el pulgar en la boca. Había intentado por todos los medios dejar de chupárselo, pero, dadas las circunstancias, le estaba costando lo suyo.
– Todo irá bien, ¿verdad, Lou? -farfulló.
Lou colocó a su hermano en el regazo y le hizo cosquillas en la nuca con la barbilla hasta que Oz comenzó a retorcerse.
– Todo irá bien -repuso Lou, y se obligó a creer que así sería.
6
La estación de tren de Rainwater Ridge no era más que un cobertizo de madera de pino con una única ventana cubierta de telarañas y una abertura para una puerta en la que no había puerta alguna. Una valla separaba estos restos de clavos y tablones de la vía férrea. El viento se abría paso con ferocidad por entre las rocas y los árboles raquíticos; estos últimos y los rostros de las pocas personas que pasaban por allí daban fe de su inclemente poderío.
Lou y Oz vieron cómo introducían a su madre en una vieja ambulancia. Mientras la enfermera subía al vehículo les miró con ceño, visiblemente enfadada por el enfrentamiento del día anterior.
Cuando cerraron las puertas del vehículo, Lou sacó el collar con el cuarzo del bolsillo de su abrigo y se lo entregó a Oz.
– Entré en su compartimiento antes de que se levantara. Todavía lo tenía en el bolsillo.
Oz sonrió, se guardó el preciado objeto y luego se puso de puntillas para besar a su hermana en la mejilla. Los dos se quedaron junto al equipaje, esperando a Louisa Mae Cardinal.
Se habían lavado y peinado a conciencia; Lou se había esmerado con Oz. Lucían sus mejores ropas, las cuales apenas lograban ocultar el desbocado latir de su corazón. Transcurrido un minuto sintieron una presencia a sus espaldas.
El hombre negro era joven y, acorde con la geografía del lugar, de facciones duras. Era alto y de hombros anchos, pecho poderoso, brazos gruesos, cintura ni estrecha ni débil y piernas largas, aunque en una tenía una protuberancia en el lugar en que la pantorrilla y la rodilla se unían. El color de su piel era marrón rojizo y resultaba agradable a la vista. Se estaba mirando los pies, lo cual hizo que Lou los observara. Las viejas botas de trabajo eran tan grandes que un recién nacido habría dormido en ellas y le habría sobrado espacio. El peto de sus pantalones estaba tan desgastado como las botas, pero limpio o, al menos, tan limpio como la tierra y el viento lo permitían en un lugar como aquél. Lou le tendió la mano, pero él no se la tomó.
Recogió el equipaje en un abrir y cerrar de ojos y luego indicó la carretera con un movimiento de la cabeza. Lou interpretó aquello como un «hola», «vamos» y «ya os diré cómo me llamo» en un único y veloz gesto. El hombre comenzó a caminar renqueando, por lo que advirtieron que cojeaba de la pierna en la que tenía la protuberancia. Lou y Oz se miraron y le siguieron. Oz sujetó el osito y la mano de Lou con fuerza. No cabe duda de que, si hubiera podido, habría arrastrado el tren tras ellos para, llegado el caso, huir en él.