Cotton dio un puñetazo tan fuerte en el robusto banco de la justicia que Fred retrocedió con expresión de temor.
– ¡George Davis ha contaminado al jurado! -bramó Cotton-. Sé que los dólares de Southern Valley le queman en las manos.
– Déjelo, Longfellow, ha perdido -declaró Goode.
Ninguno de los dos hombres se dio cuenta de que las puertas de la sala se habían abierto.
– ¡Nunca, Goode, nunca! -le gritó Cotton.
– Aceptó acatar la decisión de este jurado.
– Me temo que en este caso tiene razón -dijo Atkins.
Goode se volvió con expresión triunfante a mirar a Miller, y no dio crédito a lo que vio.
– Pero Henry -suplicaba Cotton-, por favor, los niños… Deja que sea su tutor. Yo…
Atkins no estaba prestando atención a las palabras de Cotton. Boquiabierto, también contemplaba lo que sucedía en la sala.
Cotton se volvió lentamente y estuvo a punto de desmayarse, como si acabara de ver a Dios cruzar el umbral de la puerta.
Lou y Oz estaban frente a todos ellos.
Y entre los dos, prácticamente en pie gracias a la ayuda de sus hijos, se encontraba Amanda Cardinal.
Lou no había apartado la mirada de su madre desde el momento en que Oz la había llevado por el pasillo hasta el dormitorio, donde Amanda yacía en la cama, con los ojos bien abiertos, las mejillas surcadas de lágrimas, los débiles brazos extendidos por fin hacia sus hijos y los labios temblorosos esbozando una sonrisa de felicidad.
Cotton tampoco fue capaz de apartar la vista de la mujer. No obstante, su trabajo ante el juez todavía no había concluido.
– Señoría -dijo con la voz a punto de quebrársele-, me gustaría presentarle a Amanda Cardinal. La única y auténtica tutora de sus hijos.
El mar de almas que ahora permanecía en silencio se abrió entonces para permitir que Cotton caminara hacia la madre y los hijos con paso vacilante, como si hubiera olvidado cómo se anda. Tenía el rostro bañado en lágrimas.
– Señora Cardinal -empezó a decir-, me llamo…
Amanda le tendió una mano y lo tocó en el hombro. Su cuerpo estaba muy débil, aunque mantenía la cabeza bien alta y habló en voz baja pero con claridad.
– Sé quién es, señor Longfellow. Le he escuchado a menudo.
En la actualidad
La mujer espigada camina por un campo de hierba que se mece ligeramente a merced del viento. La silueta de las montañas se recorta al fondo del paisaje. Tiene el cabello cano y largo hasta la cintura. Lleva una estilográfica y una libreta, se sienta en el suelo y empieza a escribir:
Quizás el pozo de los deseos funcionara. O tal vez fuera algo tan sencillo como el hecho de que una niña le dijera a su madre que la quería. Lo importante es que recuperamos a nuestra madre, aunque nuestra querida Louisa Mae nos dejara. Apenas tuvimos tiempo de estar con Louisa, pero faltó bien poco para que no llegáramos a conocerla.
La mujer se pone en pie, sigue caminando hasta que se detiene ante dos lápidas de granito con los nombres de Cotton Longfellow y Amanda Cardinal Longfellow grabados en ellas. Se sienta y continúa escribiendo.
Mi madre y Cotton se casaron al cabo de un año. Cotton nos adoptó a Oz y a mí y yo le mostré el mismo amor y afecto que a mi madre. Pasaron más de cuatro maravillosas décadas juntos en esta montaña y murieron con una semana de diferencia el uno del otro. Nunca olvidaré la extraordinaria bondad de Cotton. Y yo iré a la tumba sabiendo que mi madre y yo sacamos el máximo provecho de nuestra segunda oportunidad.
Mi hermano pequeño creció y acabó con los pies bien grandes y los brazos bien fuertes. Un glorioso día de otoño Oz Cardinal lanzó la pelota y ganó la Liga Mundial de béisbol con los New York Yankees. Ahora es maestro de escuela aquí y goza de la bien merecida fama de ayudar a que los niños tímidos salgan adelante. Y su nieto ha heredado ese osito inmortal. A veces siento que lo único que quiero es abrazar de nuevo a ese niño, acariciarle el pelo, consolarlo. Mi León Cobarde. Pero los niños crecen. Y mi hermano pequeño se convirtió en todo un hombre y su hermana está verdaderamente orgullosa de él.
Eugene acabó teniendo su propia granja, formó una familia y todavía vive cerca de aquí. En la actualidad sigue siendo uno de mis mejores amigos. Además, después de prestar testimonio en la sala de ese tribunal hace tantos años, nunca he oído a nadie volver a llamarle Ni Hablar.
¿Y yo? Al igual que mi padre, me fui de la montaña, pero, a diferencia de Jack Cardinal, regresé. Me casé y formé una familia aquí, en una casa construida en la tierra que Louisa Mae nos dejó. Ahora mis nietos nos visitan todos los veranos. Yo les cuento cómo crecí en este lugar. Les hablo de Louisa Mae, Cotton y de mi querido amigo Diamond Skinner, así como de otras personas que tuvieron protagonismo en nuestras vidas. Lo hago porque creo que es importante que sepan esas cosas sobre su familia.
Con los años había leído tantos libros que empecé a escribir uno. Me gustó tanto que escribí catorce más. Contaba historias de felicidad y fascinación. De dolores y temores. De supervivencia y triunfo. De la tierra y sus gentes. Como había hecho mi padre. Y aunque nunca recibí los premios que él ganó, mis libros se vendieron un poco mejor.
Tal como escribió mi padre, las circunstancias de la vida pueden poner a prueba el coraje, la esperanza y el espíritu de las personas. Pero como aprendí en estas montañas de Virginia, mientras no perdamos la esperanza, es imposible estar verdaderamente solo alguna vez.
Éste es mi hogar. Me proporciona un gran alivio saber que moriré aquí, en las alturas. Y no temo morir. Mi entusiasmo es perfectamente comprensible, ¿sabéis?, porque la vista de que se disfruta desde aquí es una verdadera delicia.
Agradecimientos
Sería una injusticia de mi parte no dar las gracias a varias personas que me ayudaron en este proyecto. En primer lugar, la gente de Warner Books, y especialmente mi querida amiga Maureen Egen, que me mostró todo su apoyo en mi intento de probar algo distinto y que realizó una maravillosa labor de edición de la novela. Gracias también a Aaron Priest y Lisa Vance por su ayuda y su aliento. Los dos se encargan de que mi vida sea un poco menos complicada. Gracias a Molly Friedrich, por robarle tiempo a su extraordinariamente apretada agenda para leer un primer borrador de la novela e iluminarme con sus muchos comentarios. Asimismo, deseo mostrar mi agradecimiento a Frances Jalet-Miller, que aportó su habitual y maravillosa capacidad como editora además de su sincero entusiasmo ante la historia. Y a mi primo Steve por leer todas las palabras, como de costumbre.
A Michelle por cuanto hace. De todos es sabido que estaría completamente perdido sin ella. Y a Spencer y Collin, por ser mis Lou y Oz.
A mi estimada amiga Karen Spiegel por toda su ayuda y ánimo con esta obra. Me ayudaste a mejorarla y quizás algún día la veamos en la gran pantalla.
Y a todas las personas excelentes de la Biblioteca de Virginia, en Richmond, que me permitieron utilizar los archivos y me proporcionaron un lugar tranquilo donde trabajar y pensar, así como por indicarme el camino hacia numerosos tesoros escondidos: recuerdos escritos por la gente de la montaña, historias orales documentadas por el personal diligente de la WPA (Work Projects Administration) en la década de los treinta, historias ilustradas de los condados rurales de Virginia y la primera publicación del estado sobre obstetricia.
Dedico un agradecimiento especial a Deborah Hocutt, la directora ejecutiva del Virginia Center for the Book en la Biblioteca de Virginia, por su colaboración en este proyecto y en los muchos otros empeños en los que participo dentro de dicho Estado.
David Baldacci