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El que conducía era diferente, porque, al parecer, no le gustaba hablar. En Nueva York Lou había entablado amistad con un amable anciano que tenía un trabajo humilde en el estadio de los Yankees, adonde ella y su padre se escabullían a veces para ver los partidos. El anciano, apenas un tono más oscuro que los cacahuetes que vendía, le había contado que los hombres de color hablaban por los codos todos los días de la semana salvo los domingos, que es cuando Dios y las mujeres tenían su oportunidad.

El hombre continuaba conduciendo; ni siquiera había mirado por el retrovisor después de que Lou hubiese hablado. La falta de curiosidad era algo que Lou no pensaba tolerarle.

– Mis padres me pusieron por nombre Louisa Mae Cardinal, como mi bisabuela, pero me llaman Lou a secas. Mi padre es John Jacob Cardinal; es un escritor muy famoso. Seguramente has oído hablar de él.

El hombre ni siquiera resopló o movió un dedo. Al parecer, la carretera le parecía mucho más interesante que cualquier cosa que pudiera contarle de la familia Cardinal.

– Está muerto, pero mamá no -intervino Oz, animado por el espíritu dicharachero de su hermana.

El indiscreto comentario hizo que Lou frunciera el entrecejo de inmediato, y, con la misma rapidez, Oz miró por la ventana y se dedicó a contemplar la campiña, fingiendo un gran interés.

El Hudson se detuvo abruptamente y los dos niños salieron despedidos hacia delante.

Fuera había un chico un poco mayor que Lou pero de la misma estatura. Tenía el cabello pelirrojo repleto de remolinos y unas orejas grandes muy separadas del cráneo. Llevaba una camiseta manchada y un sucio pantalón con peto que no lograba ocultar sus huesudos tobillos. Aunque no hacía calor, iba descalzo. Tenía una larga caña de pescar tallada a mano y una abollada caja con los avíos de pesca que parecía haber sido azul. Junto a él había un chucho negro con manchas cuya lengua le colgaba por fuera de la boca. El muchacho introdujo la caña y la caja por la luna trasera del Hudson y se subió al asiento delantero como si fuera suyo, seguido del perro.

– Hola, hola, Ni Hablar -dijo el desconocido al conductor, quien recibió al recién llegado con un imperceptible movimiento de la cabeza.

Lou y Oz se miraron perplejos tras oír tan extraño saludo.

Como un juguete mecánico, el muchacho volvió la cabeza y los miró fijamente. Tenía los pómulos poco marcados y cubiertos de pecas y la nariz pequeña, y sus cabellos parecían aún más rojos cuando no les daba el sol. Sus ojos eran del color de los guisantes; a Lou aquella combinación le recordaba el papel de regalo.

– Apuesto lo que sea a que sois familia de la señora Louisa -dijo alargando las palabras con una sonrisa picara y simpática.

Lou asintió lentamente.

– Soy Lou. Él es mi hermano Oz -repuso en tono cortés al tiempo que intentaba disimular su nerviosismo.

El muchacho les estrechó la mano con una sonrisa tan amplia como la de un vendedor. Sus dedos eran fuertes y estaban repletos de las marcas propias de la vida en el campo; de hecho, estaban tan cubiertos de tierra que resultaba difícil saber si tenía uñas debajo de ésta. Lou y Oz no pudieron evitar clavar los ojos en esas manos.

El muchacho debió de percatarse, porque dijo:

– Llevo buscando gusanos desde antes de la salida del sol. Una vela en una mano y la lata en la otra. Trabajo sucio, ya veis. -Hablaba con toda naturalidad, como si Lou y Oz también se hubieran pasado la vida arrodillados bajo un sol abrasador buscando cebos.

Oz se miró la mano y vio los restos de tierra que le había dejado el apretón de manos. Sonrió porque parecía como si los dos acabaran de realizar un ritual para convertirse en hermanos de sangre. ¡Un hermano! La sola idea entusiasmó a Oz.

El muchacho pelirrojo sonrió afablemente, mostrando que tenía la mayor parte de los dientes en su sitio, si bien no todos estaban rectos o blancos.

– Me llamo Jimmy Skinner -se presentó con modestia-, pero me llaman Diamond, porque mi padre dice que tengo la cabeza tan dura como un diamante. Éste es Jeb, mi perro.

Al oír su nombre Jeb asomó la cabeza por el asiento y Diamond le tiró de las orejas con suavidad. Luego miró a Oz.

– Qué nombre más divertido. Oz.

A Oz pareció preocuparle la observación de su hermano de sangre. ¿Es que acaso el ritual no serviría para nada?

– En realidad, se llama Oscar -explicó Lou-, como Oscar Wilde. Oz es un apodo, como en el Mago de…

Diamond caviló al respecto mirando el techo del Hudson, intentando recordar.

– Por aquí no hay ningún Wilde de ésos. -Se calló y volvió a reflexionar, con el ceño fruncido-. ¿Y el mago de qué exactamente?

Lou no ocultó su sorpresa.

– ¿El libro? ¿La película? ¿Judy Garland?

– ¿Los Munchkins? ¿Y el León Cobarde? -añadió Oz.

– Nunca he visto una peli. -Diamond se fijó en el osito de Oz y adoptó una expresión de reproche-. Ya eres mayorcito para eso, ¿no?

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Oz, entristecido, se limpió la mano en el asiento y dio por anulada la solemne alianza con Diamond.

Lou se inclinó hacia delante hasta el punto de oler el aliento de Diamond.

– Eso no es asunto tuyo, ¿verdad?

Diamond, escarmentado, se desplomó en el asiento delantero y dejó que Jeb le lamiera de los dedos la tierra y el jugo de las lombrices. Era como si Lou le hubiera escupido con palabras.

La ambulancia les llevaba cierta ventaja, si bien el conductor era precavido.

– Lamento que vuestra madre esté mal -dijo Diamond como si les tendiera la pipa de la paz.

– Se pondrá mejor -repuso Oz, que siempre era mucho más rápido que su hermana cuando se trataba de algo relacionado con su madre.

Lou miró por la ventana con los brazos cruzados.

– Ni Hablar -dijo Diamond-, déjame en el puente. Si cojo algo bueno lo traeré para la cena. ¿Se lo dirás a la señora Louisa?

Lou vio que Ni Hablar movía el anguloso mentón, como si dijera con la mayor de las alegrías: «De acuerdo, Diamond.»

El muchacho volvió a asomarse por encima del asiento.

– ¿Os apetece cenar pescado frito con manteca? -Su expresión denotaba esperanza, y, sin duda, sus intenciones eran buenas; sin embargo, Lou no estaba dispuesta a entablar amistad tan rápidamente.

– Claro que nos apetece -dijo-. Luego tal vez veamos una peli en este pueblucho.

Apenas las hubo pronunciado, se arrepintió de sus palabras. No sólo por el rostro decepcionado de Diamond, sino porque también había blasfemado el lugar en que su padre había crecido. Alzó la vista al cielo, esperando ver relámpagos o lluvias repentinas que cayeran como lágrimas.

– Venís de una gran ciudad, ¿no? -preguntó Diamond.

– La más grande. Nueva York -respondió Lou.

– Será mejor que no lo vayáis diciendo por aquí -le aconsejó.

Oz miró boquiabierto a su ex hermano de sangre.

– ¿Por qué no? -Déjame aquí, Ni Hablar. Vamos, Jeb.

Ni Hablar detuvo el coche. El puente estaba frente a ellos; Lou nunca había visto uno tan pequeño. Había apenas unos seis metros de tablones de madera alabeados tendidos sobre traviesas alquitranadas de dos por dos, con un arco de metal oxidado a cada lado para evitar una caída en picado a lo que parecía un arroyo con más rocas que agua. Suicidarse saltando desde el puente no parecía una opción realista. A juzgar por el exiguo caudal de agua Lou no confiaba demasiado en que cenaran pescado frito con manteca, si bien semejante manjar no le atraía especialmente.

Mientras Diamond sacaba sus bártulos de la parte trasera del Hudson, Lou, sintiéndose culpable por lo que había dicho, aunque dominada más por la curiosidad que por la culpabilidad, se echó hacia atrás y le susurró por la luna trasera: