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Josh mencionó otros cuantos restaurantes, un par de bares y el restaurante para recoger la comida con el coche donde hacían las mejores patatas fritas y los mejores batidos. Todo ello la hizo alegrarse de haber aceptado el trabajo en Fool's Gold. Ojalá hubiera crecido en un lugar así, pensó con melancolía. Pero su madre habría odiado la ciudad, sobre todo el hecho de establecer vínculos y lazos.

A su madre le gustaba entrar y salir según le placía y siempre buscaba nuevas aventuras, sobre todo en lo que a hombres se refería.

Charity se había jurado que su vida sería diferente, que encontraría a alguien especial, se casaría y estaría con esa persona para siempre. Hasta el momento, no había tenido mucho éxito en ese aspecto, pero estaba decidida a seguir intentándolo.

En lugar de pararse a pensar demasiado en su asquerosa vida amorosa, preguntó:

– ¿Alguna vez habéis celebrado alguna carrera de bicis aquí?

– No. Se habló en una ocasión, pero no se llegó a hacer nada -miró por la ventanilla.

– ¿Y un acto benéfico para recaudar dinero para los niños?

– Ya no monto.

– ¿Nada?

Él negó con la cabeza.

Charity pensó que seguiría dando vueltas alrededor del lago, pero por el contrario Josh dio unos cuantos giros y antes de que ella pudiera darse cuenta de dónde se encontraba, ya estaban frente al ayuntamiento. El tiempo que habían pasado juntos había terminado bruscamente, como si ella hubiera hecho algo malo.

Y cuando él no apagó el motor, captó la indirecta.

– Gracias por el paseo -le dijo sintiéndose algo incómoda-. Muchas gracias por las molestias que te has tomado.

– De nada.

Ella vaciló, quería decir algo más, pero bajó del todoterreno y él se marchó sin pronunciar ni una palabra.

Charity se quedó en la acera mirándolo. ¿Qué había pasado? ¿Qué había dicho? Se sentía culpable aunque no estaba segura de por qué.

– Porque las hormonas no eran ya bastante complicación -murmuró con un suspiro.

La noche era fría y el cielo claro. No había luna que iluminara la carretera, pero eso no le importó a Josh. Se conocía cada bache, cada curva y no había peligro por parte de otros ciclistas porque él montaba solo. Tenía que hacerlo. Era el único modo de solucionar sus problemas.

A medida que subía la pendiente, pedaleaba con más fuerza, más deprisa, con la intención de acelerar su ritmo cardíaco y sentir la sangre bombear por su cuerpo, de quedar extenuado para poder dormir.

La oscuridad lo envolvía. A esa velocidad que llevaba lo único que oía era el sonido del viento y de los neumáticos sobre el pavimento. Tenía la piel fría y la camiseta mojada de sudor. Unas gafas le protegían los ojos y llevaba un casco. Aceleró hasta llegar a lo alto de la colina y al tramo de ocho kilómetros que lo llevaría de vuelta a la ciudad.

Esa era la única parte del camino que no le gustaba porque no había nada que lo entretuviera, nada que le mantuviera la mente ocupada y no le diera tiempo para pensar. Para recordar.

Sin querer, se vio de vuelta en Italia en la Milán-San Remo, o como los italianos la llaman, la Classica di Primavera, la Clásica de Primavera.

La carrera soñada para todo velocista, pero mortal para el velocista que no estuviera preparado para subir colinas. Era una de las carreras de un día más largas. Doscientos noventa y ocho kilómetros. Aquel año Josh se encontraba en la mejor forma de toda su vida y no podía perder.

Tal vez eso era lo que había salido mal, pensó mientras conducía más y más deprisa. Los dioses habían decidido que tanta arrogancia tenía que ser castigada, pero resultó que él no fue el único perjudicado.

Una carrera de bicis se basaba en las sensaciones: el sonido de la multitud, el del pelotón y el de la bici. Sentir la carretera, cómo ardían los músculos, el dolor del pecho al tomar aire. Un corredor o estaba preparado o no lo estaba y todo se reducía al talento, a determinación y a la suerte.

Él siempre había tenido suerte, tanto en la vida como en el amor… o mejor dicho en la pasión y el deseo… y en las carreras. Y aquel día había sido el más afortunado de todos.

Eso es lo que mostraron las fotografías. El destino había querido que alguien hubiera estado tomando imágenes de la carrera justo cuando sucedió el choque. Allí estaba la secuencia con total claridad. La primera bicicleta en caer y después la segunda.

Josh no iba en cabeza, había estado quedándose atrás deliberadamente para dejar que los demás se cansaran. Frank era joven, tenía veintipocos años, y ese era su primer año como velocista profesional. Josh se había esforzado al máximo para enseñar al joven, para ayudarlo. El entrenador de ambos le había dicho a Frank que hiciera lo que hiciera Josh y que así no se metería en problemas.

Su entrenador se había equivocado.

Las fotografías no captaron el sonido de aquellos momentos, pensó mientras iba cada vez más deprisa. El primero en caer había sido el chico situado a la derecha de Josh y él, más que oír lo que había sucedido, lo había sentido. Había sentido la intranquilidad en el pelotón y había reaccionado instintivamente, yendo primero a la izquierda y después a la derecha en un intento de separarse. Sólo había pensado en él; en aquel segundo se había olvidado de Frank, del chico inexperto que haría lo que él hiciera… O moriría intentándolo.

Iban a una velocidad de sesenta y ocho kilómetros por hora y en esas condiciones cualquier error supondría un desastre. Las imágenes mostraban la bicicleta situada junto a la de Frank chocándose contra él. Frank había perdido el control y había salido volando por los aires. Había caído sobre el pavimento a sesenta y cuatro kilómetros por hora. Se le partió la columna, se le desgarraron arterias y murió en cuestión de segundos.

Josh no recordaba qué le había hecho mirar atrás y romper una de las reglas más estrictas del ciclismo. Nunca hay que mirar atrás. Había visto a Frank salir volando con una inesperada elegancia de movimientos y durante un segundo había visto el miedo en sus ojos. Después, el cuerpo de su amigo había caído contra el suelo.

En ese momento se hizo un silencio. Josh estaba seguro de que la multitud había gritado, que los otros ciclistas habían hecho algún ruido, pero lo único que oyó él fue el sonido de su propio corazón latiendo en sus oídos. Se había dado la vuelta rompiendo la segunda regla del ciclismo. Había bajado de su bici y había corrido hasta el chico tendido en el suelo tan quieto. Pero ya era demasiado tarde.

Desde entonces, no había vuelto a participar en carreras. No podía. Había sido incapaz de entrenar con los miembros de su equipo. No por lo que ellos habían dicho, sino porque estar en el pelotón prácticamente lo hacía explotar de miedo.

Cada vez que se subía a su bici, veía el cuerpo de Frank tendido en el suelo. Cada vez que comenzaba a pedalear, sabía que él sería el siguiente, que la caída se produciría en cualquier momento. Se había visto obligado a tomarse un permiso de ausencia y a retirarse después dando la excusa de que estaba abriéndoles camino a los miembros más jóvenes del equipo, pero sospechaba que todo el mundo sabía la verdad: que ya no tenía agallas para seguir con su carrera.

Incluso ahora, únicamente montaba solo, en la oscuridad, donde nadie pudiera verlo. Donde nadie más que él pudiera resultar herido. Se enfrentaba a sus demonios en privado como los cobardes.

Ahora, según las luces de la ciudad se aproximaban y brillaban más, fue aminorando la marcha. Poco a poco, los fantasmas del pasado se disiparon hasta que fue capaz de volver a respirar. El entrenamiento había llegado a su fin.

Al día siguiente por la noche volvería a hacerlo: montaría en la penumbra, esperaría al último tramo y entonces reviviría lo sucedido. Al día siguiente por la noche volvería a odiarse a sí mismo sabiendo que si aquel día hubiera ido delante, Frank seguiría vivo.