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– Bien. Sigue así -Eddie dejó escapar un gran suspiro, como si en su vida no hubiera más que dolor-. No dejan de llamarme para un torneo de golf benéfico. El patrocinador tiene contactos con la estación de esquí y están pensando en celebrar el torneo aquí.

Lo del golf sí que podría hacerlo. No era su deporte, de modo que no se le exigiría perfección. Podía derrochar encanto ante las cámaras, recaudar algo de dinero y pasar así el día.

– Me apunto a lo del golf.

– Por lo menos es algo -gruñó ella-. Más tarde te daré las cifras de ventas de la tienda de deportes; los datos preliminares son buenos. Los folletos han impulsado el negocio y las ventas por Internet también han subido. Aunque si pudiéramos incorporar una fotografía tuya a las bicicletas que vendemos…

Miró hacia otro lado, lo cual significaba que estaba ignorándola. Una de las rubias pasó por delante justo en ese momento y creyó que él estaba mirándola. La joven sonrió y se detuvo. ¡Maldita sea!

Eddie se giró y vio a la chica.

– ¡Vuelve al trabajo! -le dijo bruscamente-. Esta conversación no te incumbe.

La chica hizo un puchero, pero se fue.

– ¿Te he dicho ya que me ponen de los nervios? -preguntó Eddie.

– Más de una vez.

– Necesitas una novia. Si piensan que estás saliendo con alguien, se echarán atrás.

– No, no lo harán.

– Puede que no -asintió ella-. Te juro, Josh, que algo les pasa contigo. Todas las mujeres se mueren por meterse en tu cama.

Él se estremeció, no quería mantener esa conversación con su secretaria septuagenaria.

– Supongo que la buena noticia es que si lo hubieras hecho tantas veces como dicen, ahora estarías muerto.

– Un pensamiento de lo más positivo -dijo él secamente.

Eddie se levantó.

– Volveré luego para traerte las cifras de ventas.

– Estaré contando las horas.

Ella soltó una carcajada mientras se marchaba y Josh centró la mirada en el ordenador, aunque no su atención.

Las chicas de su oficina eran el menor de sus problemas. Lo que lo mantenía noches despierto no eran esas jóvenes convencidísimas de que él era la respuesta a sus plegarias, sino la realidad de saber que era un absoluto fraude y que nadie lo había descubierto.

Durante los siguientes días, Charity siguió familiarizándose con su nuevo trabajo y conoció al resto de los empleados. Se fijó en que todos eran mujeres, con la excepción de Robert Anderson, el tesorero.

– Robert lleva con nosotras cinco años -dijo Marsha después de una reunión un miércoles y antes de excusarse para ir a hacer una llamada al comisionado del condado.

Robert era un guapo treintañero con unos ojos oscuros que resplandecieron de diversión al estrecharle la mano a Charity.

– Pareces un poco sorprendida de verme. ¿Es porque soy un chico? ¿Ya te ha contado la alcaldesa nuestro pequeño problema?

– Sí, y eso debe de hacerte muy popular.

Él sonrió y le indicó que lo siguiera hasta su despacho, donde se sentaron a ambos lados del escritorio.

– No me va mal.

– ¿Lo sabías cuando aceptaste el trabajo?

Él se rió.

– No, y en ningún momento me fijé durante el proceso de selección. Estaba centrado en el trabajo, no en el entorno. Supongo que no soy muy observador. A la segunda semana de mudarme, aproximadamente, me di cuenta de que estaban viniendo demasiadas mujeres a darme la bienvenida.

Charity aún tenía dificultades para asimilar el concepto «escasez de hombres».

– ¿Entonces es real eso del tema demográfico?

– Sí, es real, aunque lo expones de un modo muy delicado. No me he parado a pensar el por qué, pero el caso es que los hombres ni se quedan aquí ni se mudan aquí. Estadísticamente nacen más bebés varones que mujeres; es un porcentaje de unos ciento diez nombres por cada cien mujeres, pero la mayoría de los varones mueren antes de cumplir los dieciocho y cuando llegan a la mediana edad hay más mujeres. Excepto aquí. Aquí hay más mujeres en todos los grupos de edad.

¡Y eso que Charity había pensado que el caso de su ordenador frito y el hecho de ver el trasero de Josh Golden en el ordenador de su secretaria sería lo más extraño de toda la semana!

– Me he quedado sin habla -admitió-. Y no es algo que pueda decir con frecuencia.

Robert se rió.

– No es para tanto.

– Para ti no. Además de ser un bien preciado por aquí, a ti no te han pedido que le traigas a la ciudad negocios que puedan desarrollar hombres.

La carcajada del joven se transformó en una mueca.

– ¿Marsha ha dicho eso?

– Fue una orden bien clara -miró la mano izquierda de Robert-. Hmm, no veo un anillo de boda ahí. ¿Por qué no estás haciendo algo por la ciudad y te casas?

Él alzó las manos con las palmas hacia ella.

– Lo he intentado. Me comprometí, pero rompimos cuando me di cuenta de que teníamos ideas distintas sobre la familia. Yo quería hijos y ella no. Se mudó a Sacramento.

– Una mujer menos de la que preocuparse -murmuró Charity preguntándose si algún famoso de la tele iba a salir de un armario y decirle que era un programa de cámara oculta. Aunque no le haría ninguna gracia la humillación, estaría bien descubrir que la alcaldesa había estado bromeando con el tema de los hombres. Pero no, no pensaba que tuviera esa suerte.

Entonces se dio cuenta de que su respuesta ante Robert no había sido nada delicada.

– Oh, espera, no he querido decir eso. Siento que tu compromiso no siguiera adelante.

Él se encogió de hombros.

– Sucedió hace un tiempo. Ahora estoy saliendo con otra chica.

– ¿Y no lo están celebrando por las calles?

– La semana pasada hicieron un desfile.

– Qué pena habérmelo perdido. Hace unos días conocí a Pia O'Brian. Parece que en Fool's Gold celebráis muchos desfiles y fiestas.

– Festivales -la corrigió él-. Es lo nuestro. Tenemos uno prácticamente cada mes. Atrae a turistas y a los lugareños les encantan. ¿Es la primera vez que vives en una ciudad pequeña?

Ella asintió.

– Y estoy deseando vivir este cambio.

– Pero ten en cuenta que aquí todos lo saben todo de todos, no hay secretos. Sin embargo, yo crecí en un lugar parecido y no querría estar en una gran ciudad -se inclinó hacia ella-. Deberíamos almorzar juntos algún día, así te contaré todas las excentricidades de una pequeña ciudad como ésta.

Robert era simpático, pensó mientras miraba sus ojos oscuros; además, era inteligente y con un gran sentido del humor.

– Me gustaría.

Se detuvo esperando que la recorriera algún cosquilleo, algo que le indicara algún tipo de atracción hacia él. Pero nada.

«Nada», pensó con un suspiro a la vez que se negaba a recordar cómo había reaccionado ante Josh Golden. Habría sido una subida de azúcar, o el resultado de tomar demasiado café y dormir poco, porque Robert era una mejor elección, con diferencia.

Estaba a punto de disculparse cuando su mirada se posó en un muñequito de plástico que Robert tenía sobre el escritorio y que le resultaba vagamente familiar.

– ¿Es ése…?

– Josh Golden -respondió él-. ¿Lo has conocido ya?

– Eh… sí.

¿Había hasta muñecos de él?

– ¿Y qué te ha parecido? -le preguntó con un tono natural y despreocupado, aunque a ella le pareció ver un intenso brillo en su mirada.

– No he tenido tiempo de pensarlo -respondió diciéndose a sí misma que era casi verdad. No ser capaz der respirar era un síntoma de un escaso funcionamiento de las neuronas.

– Es un ciclista muy famoso. Ganó el Tour de Francia y todo.

– No soy muy aficionada a los deportes -admitió-. ¿Por qué está aquí en lugar de estar compitiendo?

– Se retiró hace un tiempo. Todas las mujeres de por aquí están locas por él y tiene reputación de ser un ligón. Seguro que tú también caerás rendida a sus pies.