Él asintió, apesadumbrado.
– Lo sé. Lo siento.
– Si fueras un delincuente fiscal… -Kate se encogió de hombros-. O ladrón de joyas. Eso ya sería otra cosa.
Su padre sonrió.
– La próxima vez le pondré más ganas.
De repente, Kate fue incapaz de contenerse, apretó la mano de su padre y notó que un torrente de lágrimas le surcaba las mejillas; se sintió como una boba, igual que una cría pequeña, pero le era imposible reprimirse. Le dolía que después de que su padre hubiera controlado siempre tanto las cosas, ahora no pudiera evitar que su vida fuera a cambiar. No importaba cuánto intentara hacer ver que aquello terminaría. No terminaría. Planearía sobre sus cabezas. Era algo malo.
– ¿Sabes que están hablando de entre quince y veinte años? -dijo su padre en voz baja mientras la abrazaba-. En una prisión federal, Kate. Nada de televisor de plasma. Para entonces ya estarás casada, y con críos… de la edad que tiene Em ahora.
– Harás lo que tengas que hacer, papá -dijo Kate, estrechándolo más fuerte-. Estamos contigo, pase lo que pase.
Se oyeron unos pies arrastrándose. Sharon se asomó a la puerta. Iba en bata, con una taza de té en la mano. Dedicó a Ben una mirada algo inexpresiva.
– Me voy a acostar.
Fue entonces cuando oyeron el clic de la portezuela de un coche que se abría delante de la casa. Oyeron pasos que se acercaban a la entrada.
– ¿Quién es? -La madre de Kate se volvió.
Su padre suspiró.
– Será el puto New York Times.
De pronto, los disparos hicieron estallar las ventanas.
10
Se produjo una demoledora ráfaga de disparos: cristales por doquier, balas silbándoles por encima de la cabeza, fogonazos en medio de la oscuridad.
Raab se lanzó sobre Kate. Por un instante, Sharon se quedó ahí, paralizada, hasta que él alargó la mano y la agarró de la bata, arrastrándola hasta el suelo, y las estrechó a ambas con fuerza contra su cuerpo.
– ¡No os levantéis! ¡No os levantéis! -gritó.
– Por el amor de Dios, Ben, ¿qué pasa?
El ruido era espantoso, ensordecedor. Las balas rebotaban por todas partes, impactando en armarios y paredes. Nada quedaba de la gran ventana de estilo paladino. La alarma de la casa resonaba. Todos gritaban, con la cara pegada al suelo. El ruido era tan espantoso y sonaba tan cerca, justo sobre ellos, que Kate tuvo la aterradora sensación de que quien fuera que estaba disparando había entrado en la sala.
Estaba segura de que iba a morir.
Entonces, de pronto, oyó voces. Gritos. El mismo pensamiento los paralizó a todos de inmediato. «Los niños. Arriba.»
El padre de Kate arqueó la espalda y gritó en medio del estruendo:
– ¡Em, Justin, no bajéis! ¡Echaos al suelo!
Prosiguió la ráfaga. Tal vez fueron veinte o treinta segundos, pero a Kate, acurrucada con las manos en los oídos y el corazón desbocado, se le hizo eterno.
– Aguantad, aguantad -repetía su padre, cubriéndolas.
La joven oyó gritos, lloros. Ni siquiera sabía si eran suyos. La ventana estaba abierta de par en par. Las balas volaban en todas direcciones. Kate rezaba: «Seas quien seas, quieras lo que quieras, por favor, Dios, por favor, no entres».
Y entonces todo quedó en silencio. Tan rápido como había empezado.
Kate oyó pasos que se retiraban, un motor y un vehículo alejándose con una sacudida.
Se quedaron pegados al suelo durante largo rato. El miedo les impedía hasta levantar la vista. El silencio era igual de aterrador que el ataque. Sharon gimoteaba. Kate estaba tan petrificada que no podía ni hablar. Se oía un martilleo continuo muy cerca, fuerte, por encima del pitido de la alarma.
Poco a poco, casi con júbilo, Kate se dio cuenta de que era el sonido de su propio corazón.
– Se han ido -suspiró por fin su padre, rodando por el suelo hasta quitarse de encima de ellas-. Sharon, Kate, ¿estáis bien?
– Creo que sí -farfulló Sharon.
Kate se limitó a asentir. No podía creérselo. Había agujeros de bala por todas partes. Cristales por el suelo. Aquello parecía un campo de batalla.
– Oh, por Dios, Ben, ¿qué demonios está pasando?
Entonces oyeron voces que bajaban por las escaleras.
– ¿Mamá… papá…?
Justin y Emily entraron corriendo a la sala.
– Oh, gracias a Dios…
Sharon se levantó literalmente de un salto y los estrechó entre sus brazos, cubriéndolos de besos. Y luego también a Kate. Todos lloraban, sollozaban, se abrazaban los unos a los otros, con lágrimas de alivio en los ojos.
– Gracias a Dios que estáis bien.
Poco a poco el pánico empezó a desvanecerse, cediendo paso al horror de ver lo que había pasado. Sharon miró a su alrededor y comprobó los estragos sufridos por la que había sido su preciosa casa. Todo estaba hecho añicos. Tenían suerte de estar vivos.
Sus ojos volvieron a posarse en su marido. En ellos ya no había terror. Había otra cosa: reproche.
– ¿Qué demonios nos has hecho, Ben?
11
– El objetivo de esta reunión -explicó el fiscal federal James Nardozzi mirando fijamente al otro lado de la mesa, con los ojos clavados en Mel- es que usted y su cliente entiendan completamente la gravedad de los cargos a los que se enfrenta, y determinar el curso de actuación que más le favorezca, y que más favorezca a su familia.
La sala de reuniones del despacho del fiscal federal en Foley Square, en Lower Manhattan, era estrecha y con paneles de cristal. En sus blancas paredes colgaban fotos de George W. Bush y el fiscal general. Booth y Ruiz estaban sentados enfrente de Mel y Raab. En un extremo de la mesa, un taquígrafo, que parecía un maestro de escuela, tomaba nota de todo. La familia de Raab estaba recluida en la casa, ahora acordonada y custodiada por el FBI.
– Para empezar, el señor Raab cree que no ha hecho nada malo -respondió enseguida Mel.
– ¿Nada malo? -El fiscal federal frunció el ceño, como si no hubiera oído bien.
– Sí. Niega haber sido consciente en algún momento de estar participando en un plan para blanquear dinero o estafar al gobierno de Estados Unidos. En ninguna ocasión ha ocultado las sumas de dinero que percibía de estas transacciones. Incluso se encuentra al corriente en el pago de todas sus obligaciones fiscales con respecto a las mismas. Las actividades existentes entre el señor Kornreich y el señor Concerga, fueran las que fueran, se llevaron a cabo en su totalidad sin el conocimiento de mi cliente.
El agente especial Booth se volvió hacia Mel, sorprendido.
– ¿Su cliente niega ser consciente de que Paz Export Enterprises era una empresa fundada para recibir mercancía transformada, destinada a blanquear dinero para el cártel de la droga de los Mercado? ¿Y que sus acciones sirvieran para ayudar o instigar a la comisión de dichos delitos cuando presentó a Paz a Argot Manufacturing?
Raab, nervioso, miró a Booth y a Ruiz. Mel asintió.
– Sí.
El fiscal federal suspiró con impaciencia, como si aquello fuera una pérdida de tiempo.
– Lo que sí admite mi cliente -continuó Mel- es que puede haber actuado de modo insensato, si no equivocado, al no sospechar que se tramaba algo, sobre todo considerando los resultados habituales, en general lucrativos, de la empresa del señor Concerga. Sin embargo, la aceptación de los pagos no supone el conocimiento de la identidad del usuario final ni de los fines con que se utilizaba el producto acabado.
El agente especial Booth se rascó un momento la cabeza y asintió pacientemente.
– Como ha explicado el señor Nardozzi, señor Raab, tratamos de darle la oportunidad de mantener unida a su familia, antes de tomar otras medidas.
– La ley RICO establece muy claramente -dijo Mel- que el sospechoso debe idear deliberada y conscientemente…
– Señor Kipstein -el agente Ruiz interrumpió al abogado de Raab a media frase-, ya sabemos lo que establece la ley RICO. El hombre que ayer presentamos a su cliente es un agente especial del FBI. El agente Espósito se identificó como un conocido del trabajo de Luis Trujillo, y su cliente le ofreció hacer negocios con él del mismo modo que contribuía a la transformación de oro para Paz. Eso es blanqueo de dinero, señor Kipstein, y conspiración para cometer una estafa.