– Le tendieron una trampa a mi cliente -adujo enseguida Mel-. Lo empujaron a cometer un acto ilícito. Pusieron su vida, y la de su familia, en peligro. Eso es incitación a la comisión de un delito. Es más que eso; a mi modo de ver, ¡es exposición temeraria!
Booth se reclinó.
– Sólo le diré que tal vez en ese punto su modo de ver sea un poco borroso, letrado.
Su semblante parecía el de un jugador de póquer ocultando una mano ganadora.
Booth le hizo un gesto de asentimiento a Ruiz, que revolvió en su carpeta y sacó una casete.
– Tenemos la voz de su cliente grabada, señor Kipstein. En los últimos ocho años ha viajado a Colombia en seis ocasiones. ¿Quiere que reproduzca lo que dijo? -Deslizó la casete hasta el otro lado de la mesa-. ¿O nos ponemos a trabajar en lo que hoy nos ocupa, que es salvar la vida de su cliente?
– No faltaba más -respondió Mel Kipstein.
El agente se encogió de hombros y alargó la mano hacia la grabadora.
Raab puso la mano en el brazo de su abogado.
– Mel…
El abogado lo miró de hito en hito.
Raab siempre había sabido que algún día pasaría. Hasta cuando fingía a diario que nunca llegaría el día, que todo seguiría igual para siempre.
Tenían su relación con Argot, las cantidades que había recibido. Tenían su voz grabada. La ley RICO sólo necesitaba establecer un patrón delictivo. El mero hecho de estar al corriente de dicha actividad bastaba para condenarlo. Según la ley de narcotráfico, podían encerrarlo veinte años.
Lo sabía. Siempre lo había sabido. Sólo que no estaba listo para sentirse tan vacío. No estaba listo para que doliera tanto.
– ¿Qué es lo que quieren de mí? -preguntó con desánimo.
– Ya sabe lo que queremos de usted, señor Raab -respondió Booth-. Queremos que testifique. Queremos a Trujillo. Queremos a su amigo. Que nos diga todo lo que sepa de Paz y Argot. Veremos lo que el señor Nardozzi está dispuesto a hacer.
Le expusieron sucintamente cómo iban a embargarle los bienes.
La casa. Las cuentas bancarias. Los coches. Querían que incriminara a todo el mundo, incluido su amigo; de lo contrario, lo meterían entre rejas.
– Naturalmente, si no le parece bien, podemos quedarnos sin hacer nada. -Ruiz se encogió de hombros con una sonrisa de deleite-. Dejarlo ahí fuera, que se las arregle usted solo. Dígame, señor Raab: después de lo de anoche, ¿cuánto cree que duraría?
Raab se apartó de la mesa de un empujón.
– ¡Yo sólo compré el oro! -Los fulminó con la mirada-. No he robado nada, no he hecho daño a nadie. Presenté a dos personas. Hice lo que cualquiera habría hecho.
– Miren -dijo Mel, con una voz que revelaba desesperación-, mi cliente es un miembro respetado de la comunidad empresarial y de la sociedad. Nunca antes ha estado implicado en ningún delito. Desde luego, aunque sus acciones contribuyeran inadvertidamente a la comisión de un delito, esos cargos son, como poco, una exageración. No dispone de la información que buscan. Ni siquiera es él a quien de verdad quieren. Eso tendría que contar para algo.
– Sí que cuenta, señor Kipstein -respondió el agente Booth-. Es la razón por la que estamos hablando con usted, señor Raab, y no con Harold Kornreich.
Raab lo miró fijamente y tocó el hombro de Mel. Se acabó. Ya, estaba. De repente, vio todas las consecuencias cerniéndose sobre él, como las vigas de un edificio derrumbándose.
– Oigan, me están destrozando -dijo mirando fijamente a Booth-: mi vida, mi familia. Han acabado con ellas. Todo ha desaparecido.
El hombre del FBI cruzó las piernas y miró a Raab.
– Francamente, señor Raab, teniendo en cuenta lo de anoche, me parece que tiene cosas más importantes de las que preocuparse.
12
– Se trata de su seguridad personal -lo interrumpió el agente Ruiz.
– Mi seguridad… -Raab palideció de pronto, al recordar lo sucedido la noche anterior.
– Sí, y la de su familia, señor Raab -asintió el agente.
– Creo que es hora de explicar unas cuantas cosas. -Booth abrió un dossier-. Ahora mismo hay una guerra, señor Raab, una guerra por el control entre facciones de los cárteles de la droga colombianos. Entre los que operan en este país y los que lo hacen allí, en Sudamérica. ¿Ha oído hablar de Óscar Mercado?
– Claro que he oído hablar de Óscar Mercado -respondió Raab, palideciendo. Todo el mundo le conocía.
Ruiz deslizó hacia él una foto en blanco y negro desde el otro lado de la mesa. Rostro delgado y curtido, cabellos largos, ojos insensibles y vacíos. Tenía la barbilla cubierta por una espesa perilla, y traía a la memoria imágenes de familias y jueces asesinados por haberse puesto en medio.
– Se sospecha que Óscar Mercado lleva varios años oculto en Estados Unidos o México -empezó a explicar el agente Booth-. Nadie lo sabe. La gente con quien usted hacía negocios forma parte del brazo financiero de su organización. Esa gente asesina a sangre fría, señor Raab, y protege hasta la muerte lo que considera suyo. En los últimos años, su organización se ha visto sacudida por varias deserciones internas. El patriarca familiar ha fallecido. Hay una guerra por el control. No van a permitir que «el típico ejecutivo judío de escuela de empresariales» que lleva varios años viviendo tan ricamente con lo que saca de ellos desmonte todo lo demás con su declaración en un juicio.
– Ya ha visto lo que hace esa gente, señor Raab -intervino Ruiz-. No se limita a ir a por ti, como en esas películas de la mafia. Estamos hablando de la fraternidad, señor Raab, de la fraternidad de Mercado. Matan a tu familia. A tu mujer. A tus preciosos críos. Joder, hasta te matan al perro como ladre. ¿Vio en las noticias lo de aquella familia entera que asesinaron en Bensonhurst el mes pasado? Dejaron a un bebé de seis meses en una trona, con una bala en la cabeza. ¿Está preparado para eso? ¿Está su mujer preparada para eso? ¿Y sus hijos? Permítame preguntarle, señor Raab: ¿está preparado para no pegar ojo ni una sola noche durante el resto de su vida?
Raab se volvió hacia Mel, sintiendo un retortijón en la tripa, cada vez más fuerte.
– Podemos luchar, ¿no? Nos arriesgaremos a ir a juicio.
Booth habló con más crudeza.
– No nos está escuchando, señor Raab. Está en peligro. Toda su familia está en peligro, sólo por el hecho de encontrarse aquí.
– Y aunque opte por luchar -añadió Ruiz tímidamente-, nunca estarán del todo seguros de lo que puede llegar a decir, ¿verdad, señor Raab? ¿Está preparado para afrontar ese riesgo?
El retortijón de Raab fue a más, acompañado de náuseas.
– Lo tienen agarrado por las pelotas, señor Raab. -El agente hispano se rió entre dientes-. Me extraña que no se lo planteara cuando se paseaba por el centro con ese Ferrari suyo tan lujoso.
Raab se sentía como si las tripas se le estuvieran deslizando lentamente por un acantilado. Estaba acabado. De nada servía mantener su defensa; ahora tenía que hacer lo que le correspondía.
Ya no podía evitar que aquel tren se estrellara. Que se estrellara contra él. Veinte años de su vida arrancados…
Miró con tristeza a Mel.
– Tienes que cuidar de tu familia, Ben -le aconsejó el abogado, agarrándole el brazo.
Raab cerró los ojos y soltó un doloroso suspiro.
– Puedo llevarlos hasta Concerga -le dijo a Booth tras abrir de nuevo los ojos-. Y también hasta Trujillo. Pero tengo que proteger a mi familia.
Booth asintió, y dirigió a Ruiz y al fiscal federal una mirada triunfante.