– Ya viste lo que pasó anoche, cariño. No creo que ninguno de nosotros pueda arriesgarse.
– Y cuando hablas de «vida normal», ¿a qué te refieres, papá? ¿A que estos guardas nos acompañarán por un tiempo cuando vayamos a la escuela o al centro? ¿A que, en pocas palabras, vamos a estar prisioneros?
– No, no me refiero a eso -le respondió Raab sentándose de nuevo-. Lo siento, pero es mucho más que eso, Em.
Se produjo una pausa, como si un terremoto hubiera sacudido el tejado y ellos estuvieran ahí sentados observándolo a punto de derrumbarse. Pero no era el tejado, sino sus vidas, lo que de pronto se venía abajo. Todos miraban fijamente a Raab, tratando de imaginar lo que eso significaba.
– Ben, vamos a tener que mudarnos, ¿verdad? -dijo Sharon con gravedad. Ni siquiera era una pregunta. Las lágrimas le nublaban los ojos-. Vamos a tener que escondernos, como delincuentes. Los hombres de ahí fuera han venido para eso, ¿verdad, Ben? Se nos van a llevar de casa.
Ben Raab apretó los labios y asintió.
– Eso creo, Shar.
Ahora las lágrimas surcaban libremente las mejillas de su mujer.
– ¿Adónde nos van a llevar, papá? -gritó Emily contrariada-. ¿Te refieres a algún lugar de por aquí? ¿A otra escuela cerca?
Era su vida lo que le estaban arrancando de repente. La escuela, los amigos. El squash. Todo lo que conocía.
– No creo, Em. Y me parece que no podrás decirle a nadie dónde estás.
– ¡Mudarnos! -Se volvió hacia su madre; luego hacia Kate, esperando que alguien dijera que aquello era alguna especie de broma-. ¿Cuándo?
– Pronto. -Su padre se encogió de hombros-. Mañana, pasado…
– ¡Esto es un disparate, joder! -chilló Emily-. ¡Oh, Dios mío!
Era como si, al llegar a casa, les hubiera dicho que toda la gente que conocían, todo cuanto hacían había desaparecido en algún terrible accidente. Sólo que en este caso más bien eran ellos los desaparecidos.
Todos a cuantos conocían, su historia… su vida hasta ese momento quedaría en blanco, muerta.
Abandonada.
– ¡No pienso irme a ningún sitio! -gritó Emily-. Yo me quedo; vete tú. Tú eres quien nos ha hecho esto. ¿Qué coño has hecho, papá?
Salió disparada del salón, y sus pasos resonaron en las escaleras. Se oyó un portazo en su dormitorio.
– Tiene razón -dijo Kate-. ¿Qué has hecho, papá?
Una cosa era verlo así, no la persona fuerte y respetada por la que siempre lo había tenido sino alguien débil, derrotado. Eso podía afrontarlo. La gente engaña a su mujer o pierde el juicio, roba en la empresa. Los hay que hasta van a la cárcel. Pero esto… Haberlos puesto a todos en peligro, haberlos convertido a todos en objetivo… A todos aquellos a los que en principio quería. Kate no podía dar crédito. Su familia se estaba resquebrajando ante sus ojos.
– ¿Y Ruthie, Ben? -Sharon lo miró con los ojos vidriosos. Hablaba de su madre-. No podemos dejarla sin más. No se encuentra bien.
Raab se limitó a encogerse de hombros, impotente.
– Lo siento, Shar…
– No lo entiendo -dijo Justin-. ¿Por qué no podemos vivir aquí y ya está? ¿Por qué no pueden protegernos y punto? Es nuestra casa.
– Nuestra casa… -suspiró Raab- ya no será nuestra. El gobierno va a embargarla. Puede que tenga que ir a la cárcel hasta que se celebre el juicio. Creen que podrán conmutarme la pena por el tiempo cumplido. Luego me reuniría con vosotros.
– ¿Te reunirías con nosotros…? -Sharon dio un grito ahogado. Abrió los ojos desmesuradamente; había en ellos una expresión temblorosa, implacable -. ¿Te reunirías con nosotros dónde exactamente, Ben?
Él negó con la cabeza. Tenía la mirada perdida.
– No lo sé, Shar…
15
En el piso de arriba, Emily estaba fuera de sí. Kate hizo cuanto pudo por calmarla. Su hermana estaba tumbada boca abajo en la cama, con los brazos y las piernas extendidos, llorando y dando puñetazos al colchón.
Tenía sus torneos, su entrenador, su clasificación en la liga de la Costa Este… Este año todas sus amigas cumplían dieciséis años. El sábado siguiente se presentaba a las pruebas de acceso a la universidad.
– Éste es nuestro hogar, Kate. ¿Cómo vamos a arrancar de cuajo nuestras vidas, irnos y ya está?
– Ya lo sé, Em…
Kate se tumbó a su lado y abrazó a su hermana, como cuando eran niñas y escuchaban música juntas. El techo del cuarto de Em estaba pintado de color azul cielo, con una bóveda de pegatinas de estrellas que brillaban en la oscuridad.
Kate las miró.
– ¿Te acuerdas de cuando vivíamos en la otra casa y el precio del oro estaba por los suelos? Ese año no fuimos a ninguna parte porque papá estaba pasando una mala racha. Yo iba al instituto, pero tú estudiabas en Tamblin. No te sacó de ahí, Em, aunque le costó. No lo hizo para que pudieras seguir jugando al squash.
– Eso no arregla nada, Kate. -Emily la miró, airada, y se secó las lágrimas-. No arregla lo que ha hecho. Tú ya te has ido; no estás aquí. ¿Qué se supone que vamos a decirle a la gente? Mi padre es narcotraficante y está en la cárcel y, además, nos tenemos que ir por unos años, así que nos vemos en la universidad. Es nuestra vida, Kate…
– Y eso no se resuelve, Em, ya lo sé. Sólo que…
Em se incorporó y la miró fijamente.
– ¿Sólo que qué, Kate?
– Tienes razón -reconoció Kate-. Eso no arregla nada.
Justin estaba sentado en el escritorio, con el ordenador, tirado hacia atrás y con los pies en la mesa, como en trance, jugando a un videojuego. Kate le preguntó qué tal estaba. Él se limitó a mirarla con expresión extraviada y le respondió entre dientes, como siempre.
– Estoy bien.
Ella volvió a su antiguo cuarto al final del pasillo.
Lo conservaban más o menos como cuando ella vivía en casa. A veces aún se quedaba a dormir los fines de semana o durante las vacaciones. Kate levantó la vista hacia las estanterías rojas, que todavía albergaban muchos de sus viejos libros de texto y carpetas. Las paredes estaban empapeladas con sus viejos pósteres. Bono, de U2. Brandi Chastain, la famosa foto futbolística donde salía arrodillada, cuando el equipo estadounidense se llevó el oro olímpico. A Kate siempre le había gustado más Brandi que Mia Hamm. Leonardo DiCaprio y Jeremy Bloom, el surfista mongol. Volver aquí siempre resultaba agradable.
Pero esta noche no. Em tenía razón. Con eso no se arreglaba.
Kate se dejó caer en la cama y sacó el móvil. Seleccionó un número de la memoria y comprobó la hora. En ese momento necesitaba a alguien. Gracias a Dios, él descolgó el teléfono.
– ¿Greg?
Se habían conocido en Beth Shalom, el templo sefardí de la ciudad al que asistía su familia. Él fue directamente hacia ella en el kiddush, tras los servicios del Rosh Hashanah. Ella se había fijado en él desde el otro lado del santuario.
Greg era estupendo. Una especie de judío errante de Ciudad de México. Aquí no tenía familia. Cuando se conocieron, estaba en el último curso de medicina en Columbia; ahora era residente de segundo año de ortopedia infantil. Era alto, delgado, desgarbado, y a Kate le recordaba un poco a Ashton Kutcher, con esa mata de pelo denso y castaño.
Desde hacía un año vivían prácticamente juntos en el piso de ella del Lower East Side. Ahora que empezaban a ir en serio, la gran pregunta era dónde acabaría ejerciendo él. ¿Qué pasaría con ellos si tenían que irse de Nueva York?
– ¡Kate! Dios mío, estaba de lo más preocupado. Con esos mensajes crípticos que has dejado… ¿Todo bien por ahí?
– No -respondió Kate. Contuvo las lágrimas-. No anda todo bien, Greg.
– ¿Es Ben? Dime qué ha pasado. ¿Está bien? ¿Puedo ayudaros en algo?
– No, no es cosa de médicos, Greg. No puedo explicártelo. Pronto te lo contaré, te lo prometo. Pero hay algo que necesito saber.