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– ¿El qué, bicho?

Así es como la llamaba. Su mascota. Parecía muy preocupado por ella. Se lo notaba en la voz.

Kate se sorbió las lágrimas y preguntó:

– ¿Me quieres, Greg?

Se produjo una pausa. Sabía que lo había sorprendido, que se estaba comportando como una niña boba.

– Ya sé que nos lo decimos sin parar, pero ahora es importante para mí oírlo. Es que necesito oírlo, Greg…

– Claro que te quiero, Kate. Ya lo sabes.

– Ya lo sé -respondió Kate-. Pero no me refiero sólo a eso… Quiero decir que puedo confiar en ti, ¿verdad, Greg? Quiero decir… ¿con lo que sea? ¿Conmigo…?

– Kate, ¿estás bien?

– Sí, estoy bien. Es que necesito oírtelo decir, Greg. Ya sé que suena raro.

Esta vez él no dudó.

– Puedes confiar en mí, Kate. Te lo prometo, puedes. Pero dime qué demonios está pasando ahí. Déjame que vaya. Tal vez pueda ayudar.

– Gracias, pero no puedes. Sólo necesitaba oír eso, Greg. Ahora todo está bien. -Se había decidido-. Yo también te quiero.

16

Kate lo encontró en el porche trasero, sentado en una silla Adirondack bajo la fría brisa de finales de septiembre y contemplando el estrecho.

Ya le notaba algo distinto. Tenía los dedos cerrados delante de la cara y la mirada fija en el agua, con un vaso de bourbon en el brazo de la silla, a su lado.

Ni siquiera se volvió.

Kate se sentó en el columpio de enfrente. Él la miró por fin, con una sombra inquietante en los ojos.

– ¿Quién eres, papá?

– Kate… -Se volvió y quiso cogerle la mano.

– No, necesito oírtelo decir, papá. Porque, de repente, no lo tengo claro. De repente, trato de entender qué parte de ti, qué parte de todo esto no es una mentira disparatada. Con todo eso que pregonabas sobre lo que nos hacía ser fuertes: nuestra familia… ¿Cómo has podido, papá?

– Soy tu padre, Kate -respondió él, hundiéndose aún más en la silla-. Eso no es mentira.

– No. -Sacudió la cabeza-. Mi padre era aquel hombre honrado en quien se podía confiar. Él nos enseñó a ser fuertes y a cambiar las cosas; él no me decía mirándome a los ojos que confiara en él y al día siguiente confesaba que toda su vida era una mentira. Lo sabías, papá, sabías en todo momento lo que hacías; lo sabías cada día que volvías a casa con nosotros, joder, cada día de nuestras vidas…

Él asintió.

– Lo que no es mentira es que te quiero, gorrión.

– ¡No me llames así! -exclamó Kate-. Nunca vuelvas a llamarme así. Así es como lo pagarás. Mira a tu alrededor, papá, mira el daño que has hecho.

Su padre se estremeció. De pronto, a Kate le pareció que empequeñecía, que se debilitaba.

– No puedes levantar como si nada este muro en el centro de tu vida y decir: «Por este lado soy una buena persona y un buen padre, pero por el otro soy un mentiroso y un ladrón». Ya sé que lo sientes, papá; estoy segura de que te duele. Me gustaría apoyarte, pero no sé si seré capaz de volver a mirarte del mismo modo.

– Pues no te quedará más remedio, Kate. Para pasar por esto, todos vamos a necesitarnos los unos a los otros, ahora más que nunca.

– Pues de eso se trata -replicó Kate negando con la cabeza-. No voy con vosotros, papá. Me quedo.

Raab se volvió, con las pupilas fijas y dilatadas. Alarmado.

– Tienes que venir, Kate. Podrías estar en peligro. Sé que estás muy enfadada; pero si testifico, cualquiera que pueda conducir hasta mí…

– No -lo interrumpió ella-. No. No tengo por qué, papá. Tengo más de veintiún años. Mi vida está aquí, mi trabajo, Greg. Tal vez puedas arrastrar contigo a Em y Justin, y Dios quiera que encuentres el modo de reparar el daño que has hecho; pero yo no me voy. ¿No te das cuenta de que has destrozado vidas, papá? Y no sólo la tuya: las de personas a las que querías. Les has arrebatado a alguien a quien querían y admiraban. Lo siento, papá. No dejaré que arruines también la mía.

Él la miraba fijamente, atónito por lo que estaba oyendo. Entonces bajó la mirada.

– Si no vienes -dijo-, ya sabes que puede que tardes mucho en volver a vernos.

– Lo sé -respondió Kate- y eso me rompe el corazón, papá. Casi tanto como mirarte ahora.

Él contuvo la respiración y le tendió la mano, como buscando algún tipo de perdón.

– Yo sólo compré el oro -dijo-. Jamás he visto una bolsa de cocaína.

– No, papá, no es tan fácil -respondió Kate, enfadada. Le cogió la mano, pero esos dedos no eran los mismos que había tocado el día anterior; ahora eran extraños, desconocidos y fríos-. Mira a tu alrededor, papá. Ésta era nuestra familia. Lo que has hecho es mucho peor que eso.

17

Al día siguiente por la tarde, dos miembros de los US Marshals se presentaron en la casa.

Uno de ellos, alto y fornido y de cabello canoso, se llamaba Phil Cavetti. La otra, una mujer agradable y atractiva de unos cuarenta años llamada Margaret Seymour, y que les cayó bien enseguida, explicó que sería quien llevara su caso. Les dijo que la llamaran «Maggie».

Eran del WITSEC. El Programa de Protección de Testigos.

Al principio Kate dio por sentado que sólo habían venido a explicarles el programa, lo que tenían por delante. Sin embargo, tras hablar unos minutos con ellos, quedó claro lo que en realidad pasaba.

Habían venido a poner bajo su custodia a la familia ese mismo día.

Les dijeron a todos que hicieran una sola maleta. El resto, según les explicaron, incluyendo los muebles y los objetos personales, llegaría en unas semanas. ¿Llegaría adónde?

Justin metió el iPod y la PlayStation en una mochila. Em recogió con gesto mecánico sus raquetas y gafas de squash, un póster de Third Eye Blind y unas cuantas fotos de sus mejores amigos.

Sharon estaba hecha polvo. No podía creer que hubiera partes de su vida que no podía llevarse, que tenía que dejar atrás.

Su madre. Sus álbumes familiares. La vajilla de porcelana de la boda. Todas sus cosas queridas.

Sus vidas.

Kate hizo cuanto pudo por ayudar.

– Llévatelas -dijo Sharon, dejando en manos de Kate unas carpetas llenas de viejas fotos.

– Son de mi madre y mi padre, y de sus familias…

Sharon cogió un pequeño jarrón que contenía las cenizas de su viejo schnauzer, Fritz. Miró a Kate, a punto de perder la compostura. «¿Cómo voy a dejar atrás estas cosas como si nada?»

Cuando hubieron hecho las maletas, bajaron todos al salón. Ben, vestido con americana y camisa a cuadros desabrochada, no decía gran cosa. Sharon llevaba vaqueros y chaqueta, y el cabello recogido hacia atrás, como si fuera a emprender un viaje o algo así. Se sentaron todos en silencio.

Phil Cavetti empezó a exponer lo que iba a ocurrir.

– Su marido pasará a disposición del fiscal federal hoy -informó a Sharon-. Empezará a cumplir condena en un lugar seguro hasta el juicio. Serán ocho o diez meses. Según el acuerdo que ha firmado, tendrá que testificar en los juicios adicionales que vayan surgiendo. -Luego se dirigió a los demás-: El resto de ustedes estará en custodia preventiva hasta que se fije un lugar definitivo. Bajo ninguna circunstancia pueden revelar a nadie dónde se halla ese lugar. -Miró a Em y a Justin-. Eso significa que ni un correo electrónico a vuestro mejor amigo ni un mensaje de texto. Es por su propia seguridad… ¿entienden?

Asintieron tímidamente.

– ¿Ni siquiera a Kate? -preguntó Em levantando la mirada hacia su hermana.

– Ni siquiera a Kate, desgraciadamente -dijo Phil Cavetti negando con la cabeza-. Una vez instalados, podemos concertar unas cuantas llamadas y podrán enviar correos electrónicos a través de un sitio web de intercambio de información del WITSEC. Y también podremos organizar visitas con la familia un par de veces, al año, en un lugar neutral y bajo nuestra supervisión.