Kate se quedó allí de pie con la mano levantada, bajo la lluvia que cada vez calaba más.
Entonces dos agentes subieron a los asientos delanteros del todoterreno. Encendieron el motor. Kate veía el rostro de su padre a través del cristal teñido de gris. De pronto, el pánico le atravesó las entrañas.
El vehículo empezó a alejarse.
Kate avanzó unos pasos tras él.
– ¡Papá!
Ahora el corazón le latía a toda velocidad. No podía dejarlo marchar así. Tanto daba lo que hubiera hecho; quería que lo supiera. Él tenía que saberlo.
Lo quería. Sí, lo quería. Empezó a correr tras el vehículo.
– ¡Papá, para, por favor…!
El todoterreno se detuvo casi al final del camino. Kate avanzó uno o dos pasos más, y el vidrio de la ventanilla trasera descendió poco a poco.
Vio su rostro. Se miraron, con la lluvia arreciando cada vez más. En su semblante había tristeza, una muda resignación. Kate sintió que tenía que decir algo.
Entonces el vehículo volvió a moverse.
Cuando el vidrio de la ventanilla empezó a subir y sólo pudo verle los ojos, Kate hizo lo único que se le ocurrió, lo único que sabía que él entendería, mientras el vehículo se alejaba.
Le dijo adiós con un dedo.
18
Greg detuvo el coche delante de los pilares de piedra de Beach Shore. Un coche sin matrícula de los US Marshals estaba allí, impidiendo el paso. Hacía tres días que la familia de Kate estaba bajo custodia preventiva.
Un joven agente salió del coche y comprobó la documentación de ambos, mirando muy de cerca a Kate. Luego asintió cordialmente y les hizo señas para que pasaran.
Mientras se acercaban por el largo y empedrado camino, Kate miró fijamente la casa, que estaba silenciosa y cerrada.
– Esto es de lo más increíble, Greg -dijo-. Es mi casa.
Kate no tenía ni idea de dónde se encontraba su familia; sólo sabía que estaban a salvo y bien y que pensaban mucho en ella; eso le había dicho Margaret Seymour.
El garaje de cinco plazas estaba vacío. Ya habían embargado el Ferrari de su padre, y también el Chagall, los grabados de Dalí y lo que había en la bodega, según le habían dicho. El Range Rover de su madre estaba aparcado fuera, en la curva. No tardaría en reunirse con todo lo demás.
Era cuanto quedaba.
En la puerta había un cartel. Habían embargado la casa. Le bastó con cruzar la puerta y entrar en el vestíbulo de techos altos para sentir la inquietud y la soledad más profundas que jamás había experimentado.
Las cosas de la familia estaban empaquetadas y dispuestas en el primer corredor, listas para embarcar a algún destino desconocido.
Sus pertenencias estaban allí… pero su familia se había ido.
Kate recordó el aspecto de la casa el día que se trasladaron.
– Qué grande es -había dicho su madre después de soltar un grito ahogado.
– Nosotros la llenaremos -había respondido su padre, sonriendo.
Justin encontró un cuarto con buhardilla en el tercer piso y se lo adjudicó. Luego salieron todos y miraron hacia el estrecho.
– Es como un castillo, papá -había dicho Em, atónita-. ¿De verdad es nuestra?
Ahora lo único que llenaba la casa era aquel vacío inquietante. Como si todos hubieran muerto.
– ¿Estás bien? -Greg le apretó la mano.
Los dos estaban de pie en el vestíbulo.
– Sí, estoy bien -mintió Kate.
Subió al segundo piso, mientras Greg comprobaba cómo estaba todo por abajo. Kate recordaba los sonidos del lugar: los pasos resonando en las escaleras, Emily quejándose a gritos de su pelo, su padre viendo la CNN en la pantalla grande del cuarto de estar. El perfume de las flores de su madre.
Se asomó al cuarto de Emily. Aún había fotos pegadas en las paredes: instantáneas con sus amigos de la escuela, su equipo de squash de los Juegos Macabeos Juveniles. Se habían tenido que ir tan deprisa… Aquéllas eran cosas importantes.
¿Cómo podían haber quedado atrás?
Una por una, Kate empezó a despegar las fotos. Luego se sentó en la cama y se quedó mirando al cielo azul estrellado.
Se dio cuenta de que echaría de menos ver crecer a su hermana pequeña. No la vería ir al baile del colegio ni graduarse. Tampoco la vería merendándoselos a todos y quedando campeona de su escuela. Ni siquiera volverían a tener el mismo apellido.
Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Kate, furiosas e inexplicables.
Greg llegó corriendo por las escaleras.
– Eh, ¿dónde estás? ¡Mira esto! -gritó.
Entró en la habitación de Em llevando unas grandes caretas de Bill Clinton y Monica Lewinsky, de alguna fiesta de Halloween a la que habían ido sus padres el año anterior. Se detuvo al ver el semblante de Kate.
– Ay, Kate.
Se sentó a su lado y la estrechó entre sus brazos.
– ¡No lo puedo evitar! -dijo ella-. Estoy enfadadísima, joder.
– Ya lo sé… Ya lo sé… -respondió él-. Tal vez no hemos hecho bien en venir. ¿Nos vamos?
Kate negó con la cabeza.
– Ya estamos aquí. A la mierda; vamos a hacerlo.
Cogió las fotos de Emily y antes de bajar abrió la puerta del cuarto de sus padres. Había montones de cajas. Ropa, perfumes, fotos. Todo empaquetado, listo para que se lo llevaran.
Uno de los cajones del tocador estaba abierto y Kate vio algo dentro: una carpeta de piel abarrotada de papeles viejos que nunca había visto antes. Debía de ser de su padre. Estaba llena de documentos y fotos viejas: de cuando él y Sharon empezaban a salir, de cuando él estudiaba en la Universidad de Nueva York y ella hacía primero en Cornell… Unos cuantos certificados gemológicos. Una foto de su madre, Rosa. Cartas. ¿Cómo iba a dejar todo eso atrás como si nada?
Cerró la carpeta tras meter dentro las fotos de Em. Aquello era todo cuanto Kate tenía.
Bajaron y se detuvieron por última vez en el vestíbulo.
– ¿Estás lista? -preguntó al fin Greg. Kate asintió-. ¿Quieres llevártelas? -dijo sonriendo mientras le mostraba las caretas de Bill y Monica.
– No; mi padre odiaba a Clinton. Le hacían gracia las chorradas así.
Greg las tiró en un cubo de basura que había junto a la puerta. Kate se volvió por última vez.
– No sé cómo sentirme -dijo-. Voy a salir por esa puerta y dejar atrás todo mi pasado. -La invadió una oleada de tristeza-. Ya no tengo familia.
– Sí que la tienes -dijo Greg, y la atrajo hacia él-. Me tienes a mí. Casémonos, Kate.
– Genial. -Se sorbió la nariz-. Tú sí que sabes cómo acabar de hacer polvo a una chica cuando está por los suelos. A la mierda el bodorrio, ¿no?
– No, en serio -respondió-. Nos queremos. Dentro de dieciocho meses estaré ejerciendo. Me da igual que seamos sólo tú y yo. Hagámoslo, Kate… ¡casémonos!
Ella lo miró fijamente, muda de asombro, con los ojos brillantes.
– Ahora yo soy tu familia.
SEGUNDA PARTE
19
Catorce meses después…
– Eh, Fergus… ¡venga, chico, vamos!
Una fresca mañana de otoño, Kate fue a hacer footing al parque de Tompkins Square con Fergus, el labradoodle de seis meses que ella y Greg habían adoptado y que, en ese momento, atado a su correa retráctil, perseguía una ardilla a poca distancia.
Los terribles acontecimientos del año anterior parecían muy lejanos.
Ahora se llamaba Kate Herrera, y Greg y ella se habían casado ocho meses atrás en el Ayuntamiento. Vivían en un loft, en el séptimo piso de un edificio de almacenes remodelado, unas cuantas manzanas por encima de la calle Siete, y Greg estaba acabando su último año de residencia.