Kate alargó los brazos y lo estrechó con fuerza. Sin embargo, lo que en un principio sólo era un dolor punzante en la boca del estómago empezó a convertirse en algo mucho más aterrador.
«En medio de la calle. Delante del laboratorio.» Kate entendía perfectamente lo que significaba aquello.
– ¿Cuánto tiempo lleva ahí dentro? -preguntó.
– Dos horas ya. Han dicho que era un arma de calibre corto. Un disparo por la espalda. Es por lo único que sigue con vida.
– Tina es fuerte. -Kate apretó la mano de Tom y dio un golpe-cito en el brazo a la madre de Tina-. Se pondrá bien.
«Por favor, ponte bien.»
Greg volvió algo más tarde y dijo que aún la estaban operando.
No podían hacer nada más que esperar, y eso es lo que hicieron. Durante más de dos horas. Kate se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. La verdad, que iba tomando forma a toda prisa, empezaba a asustarla de veras. Era ella quien debía haber estado en esa calle. Agarró la mano de Greg.
Por fin, pasada la una de la madrugada, salió el cirujano.
– Está viva -dijo mientras se quitaba el gorro quirúrgico-. Ésa es la buena noticia. La bala le ha entrado por el lóbulo occipital y se ha alojado en el frontal derecho. Aún no hemos podido llegar hasta ella; hay mucha inflamación. Por desgracia, ha perdido mucha sangre. Es un procedimiento muy delicado. Me gustaría poder decirles más ahora mismo, pero no sabemos qué pasará.
Ellen se aferró a su marido.
– Oh, Tom…
– Está luchando -explicó el médico-. Tiene las constantes vitales estables y la hemos conectado a un respirador. De momento vamos a hacer todo lo que podamos, y esperaremos a ver si baja la inflamación. Ahora mismo, para ser sincero, lo único que puedo decirles es que ya veremos.
– ¡Oh, Señor! ¡Dios misericordioso! -Ellen O'Hearn dio un grito ahogado y apoyó la cabeza en el pecho de su marido.
Tom acarició el cabello de su esposa.
– ¿Así que sólo podemos esperar? ¿Cuánto tiempo?
– Veinticuatro o quizá cuarenta y ocho horas. Me gustaría poder darles más información, pero por ahora lo mejor que puedo decirles es que está viva.
Kate se agarró a Greg. La madre de Tina empezó a sollozar.
Tom asintió.
– Suponiendo que salga adelante -tragó saliva con fuerza-, estará bien, ¿no?
Su rostro expresaba claramente a qué se refería: daño cerebral, parálisis.
– Hablaremos de ello cuando llegue el momento. -El médico le apretó el hombro-. Por ahora sólo confiemos en que sobreviva.
Confiemos en que sobreviva…
Kate dio un paso atrás y se dobló por la cintura, sintiendo la cabeza pesada y vacía a la vez. Quería llorar. Se apoyó en Greg. En su fuero interno, las preguntas se habían esfumado. Un temor nuevo e implacable empezaba a surgir en sus entrañas.
Era más una certidumbre que un miedo.
Era ella, Kate, quien siempre cerraba el laboratorio. Era ella quien debería haber salido por esa puerta. Así lo había dicho la policía: «Ha sido como si la estuvieran esperando».
Miró a Tom y a Ellen y quiso decírselo. No había sido una banda callejera.
No obstante, en una cosa sí tenían razón: Tina estaba en el sitio equivocado a la hora equivocada.
En el fondo de su corazón, Kate lo sabía: esa bala era para ella.
23
Emily Geller cruzó las puertas del instituto y vio el conocido Volvo SUV esperando al final de la larga hilera.
Ni siquiera se había acercado con el coche hasta donde estaba ella.
«Está más raro que un perro verde.» Emily sacudió la cabeza. La verdad era que, desde que había vuelto con ellos, su padre se había comportado de modo algo extraño. No era el mismo de siempre, la persona llena de curiosidad, divertida y vital que la llevaba por ahí a los torneos de squash, la perseguía para que acabara los deberes o se cabreaba con ella cuando llegaban unas facturas de teléfono astronómicas.
Puede que le hubiera pasado algo mientras estaba fuera (todos habían decidido no llamarlo cárcel). Ahora, parecía siempre despistado y distante. Si le explicaba algo que había pasado en la escuela o que le había dado una paliza a alguien en la pista de squash, se limitaba a asentir con la cabeza a modo de respuesta, con esa mirada vidriosa y medio autocomplaciente en los ojos, como si ni tan siquiera estuviera allí.
Nada era como antes.
A Emily no le gustaba aquel sitio. Echaba de menos a sus amigos, a sus entrenadores.
Y, sobre todo, echaba de menos a Kate. Ahora ya no hacían las cosas igual, en familia. Un año más y se marcharía, no dejaba de repetirse Emily; a la universidad. Lo primero que haría sería recuperar su nombre.
– ¿Papá? -Emily dio un golpecito en la ventanilla del pasajero.
Tenía la mirada ausente, en el vacío, como si estuviera profundamente absorto en sus pensamientos.
– Emily llamando a papá… Emily llamando a papá…
Por fin él se percató de su presencia y abrió la puerta del copiloto.
– Em…
Ella arrojó su pesada mochila en el asiento trasero.
– ¿Te has acordado de la bolsa de squash?
– Claro -asintió él; pero tuvo que volver la cabeza para asegurarse de que estaba ahí.
– Ya, vale -gruñó Emily al tiempo que subía al asiento delantero-. La habrá puesto mamá.
Era lo único que aún podían hacer juntos. A él parecía gustarle verla jugar. Claro que donde vivían ahora no había equipo en el colegio y las competiciones no eran lo mismo, pero había un club a unos quince minutos al que iban algunos jugadores profesionales con los que podía entrenar. Era arriesgado, pero Emily anhelaba presentarse a los torneos nacionales en primavera, con otro nombre.
Salieron del aparcamiento de la escuela y circularon por la calle principal de la típica población de área metropolitana donde vivían ahora. Al cabo de un minuto estaban en la autopista.
– Hoy juego con ese tal Brad Danoulis -le dijo Emily. Era aquel gallito que jugaba en una escuela privada, a un par de pueblos de allí-. Siempre anda jactándose de que los chicos pueden comerse con patatas a las chicas. ¿Quieres venir a verlo?
– Claro que sí, fiera -respondió su padre distraído.
Llevaba chaqueta y una camisa a cuadros de vestir, como si se fuera a algún sitio. Y él ya nunca iba a ningún sitio.
– Sólo tengo que hacer una cosa. Luego vuelvo.
– Procura no llegar tarde, papá, ¿vale? -dijo Emily con dureza-. Tengo examen de química y un trabajo para casa, sobre El crisol. De todos modos, querrás ver cómo le doy una paliza a ese tío.
– No te preocupes. Tú mira para arriba; estaré en el sitio de siempre. Allí estaré.
Salieron de la autopista y entraron en el parque empresarial donde estaba el Club de Squash North Bay. Había unos cuantos coches aparcados delante del edificio de paredes de aluminio. Emily alargó la mano y cogió la mochila.
– El mes que viene hay un torneo regional en San Francisco. Tengo que participar. Necesito clasificarme en la Costa Oeste. Podríamos ir. Tú y yo. Como antes.
– Podríamos -asintió su padre-. Nos lo pasábamos en grande, ¿verdad, fiera?
– Todos lo pasábamos bien -respondió Emily, con un toque de amargura. Alargó la mano y sacó la bolsa de squash de la parte trasera-. ¿Algún consejo de última hora?
– Sólo éste. -La miró bizqueando un poco-. Recuerda siempre quién eres, Em. Eres Emily Raab.
Ella lo miró ladeando la cabeza. Todo lo que hacía ahora era raro.
– Supongo que me esperaba algo más del tipo «Machácale el revés, Em».
– Eso también, fiera -dijo, y le sonrió.
Cuando Emily abrió la puerta del club de squash, su padre le hizo un guiño y, por un instante, le pareció atisbar algo del padre de antes, aquel que Emily hacía tanto que no veía.