– Dale una buena paliza, cariño.
Emily le devolvió la sonrisa.
– Lo haré.
Dentro, Brad ya esperaba en la pista, peloteando muy concentrado. Llevaba puesta una camiseta que decía «CABO ROCKS».
Emily entró en los vestuarios, se recogió el pelo en una coleta y se puso los pantalones cortos. Luego salió y fue hacia la pista.
– Eh.
– Eh.
Brad la saludó con la cabeza y, haciendo gala de su chulería, hizo la fanfarronada de pasarle la pelota pegándole por detrás de la espalda.
Emily puso los ojos en blanco con cierto escepticismo.
– ¿Has ido a Cabo?
– Sí. Por Navidad, el año pasado. Estuvo guay. ¿Y tú?
– Dos veces.
Ella ya había empezado a asestar golpes de derecha.
Jugaron tres sets. Brad le tomó la delantera en el primero. Tenía un golpe cruzado letal y era rápido; no se andaba con tonterías. Pero Emily se recompuso. Logró empatar a seis y fueron alternando los puntos hasta que ella ganó con un impecable smash desde la esquina. Brad pareció enfadarse y dio un golpe con la raqueta en el suelo. Hizo como si ella hubiera ganado de chiripa.
– Otra vez.
Em también lo derrotó en el siguiente set, 9-6. Fue entonces cuando Brad empezó a pisar con mucho cuidado con un pie, como si se hubiera hecho daño en el tobillo.
– Así que vas a fichar por Bowdoin… -dijo Emily, a sabiendas de que Bowdoin era un equipo de squash de primera división y que su contrincante no tenía la más mínima posibilidad.
El tercer set fue coser y cantar. Ganó a Brad 9-4.
Se lo merendó.
– Buen partido -dijo Brad, y le estrechó la mano lánguidamente-. Eres buena. La próxima vez no me dejaré.
– Gracias -contestó Emily poniendo los ojos en blanco-. Para entonces seguramente ya se me habrá curado la muñeca.
Se sentó en el banco con una toalla en la cabeza y bebió un buen trago de agua embotellada. Fue entonces cuando le vino a la cabeza. Miró hacia las gradas.
«¿Dónde coño está papá?»
No había vuelto para ver el partido. No estaba sentado donde acostumbraba a verla jugar. Frunció los labios, contrariada y algo enfadada también. Ya eran más de las cinco; le había pedido que volviera a tiempo.
«¿Dónde coño está?»
Emily salió y buscó el Volvo. Ni rastro. Entonces volvió a entrar y se quedó casi otra media hora mirando a dos de los antiguos socios disputarse encarnizadamente una victoria mientras ella hacía los deberes de mates, pendiente de la puerta todo el rato, hasta cabrearse tanto que ya no pudo aguantar.
Sacó el móvil y marcó el número de casa.
«Ahora no podemos atenderle…» anunció el contestador. Aquello ya empezaba a pasar de castaño oscuro. Tendría que haber alguien en casa. ¿Dónde estaban todos? Comprobó la hora: eran más de las seis. Tenía deberes, se lo había dicho. Emily escuchó el mensaje y esperó impaciente a que sonara el pitido.
– Mamá, soy yo. Estoy aún en el club. Papá no se ha presentado.
24
Pasaron veinticuatro horas. Sin novedad.
Al día siguiente tampoco se produjo ningún cambio en el estado de Tina.
Los cirujanos aún no podían acercarse a la bala. Los escáneres cerebrales eran estables pero la inflamación que rodeaba la herida era enorme, la presión intracraneal, elevada, y no sabían el daño que había sufrido el tejido. Lo único que podían hacer era esperar a que remitiera. No sabían si Tina saldría adelante.
Kate pasó la mayor parte de los días siguientes en el hospital, con Ellen y Tom. Explicó a la policía que Tina había cerrado por ella aquella noche. Que no estaba metida en drogas ni nada ilegal. Que era la última persona sobre la faz de la Tierra que podría estar relacionada con algún tipo de banda.
Los policías aseguraban tener pistas. Habían visto a un hombre con un pañuelo rojo saltar al interior de una furgoneta blanca al otro lado de la calle y dirigirse a la avenida Morris. Los pañuelos rojos eran el sello característico de los Bloods. Según los investigadores, así era como se estrenaban: disparando a una víctima inocente en medio de la calle. Un informante de una banda rival les había dado el chivatazo.
Un rito de iniciación de una banda. Su amiga estaba ingresada, en coma. ¡Cuánto hubiera deseado Kate creer lo mismo!
Esa segunda noche Greg y ella volvieron al piso pasadas las dos de la madrugada. Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño, ni siquiera planteárselo. Sólo podían pensar en Tina. Se quedaron sentados en el sofá, trastornados y aturdidos.
Algún día saldría a la luz; Kate lo sabía. ¿Qué les diría? Tom y Ellen tenían derecho a saberlo.
– Tengo que ponerme en contacto con Phil Cavetti, Greg -dijo Kate-. Los del WITSEC tienen que enterarse.
Kate era consciente de que, en cuanto hiciera esa llamada, todo cambiaría: tendrían que mudarse, eso seguro, y a lo mejor cambiar de nombre. Greg ya casi había acabado la residencia; no podía irse sin más. Justo empezaban a vivir, como quien dice.
¿Es que aquello iba a planear de por vida sobre sus cabezas?
– La policía dice que tiene pistas -respondió Greg, tratando por todos los medios de permanecer tranquilo y recurrir a la lógica-. ¿Y si tienen razón y esto no es más que una trágica coincidencia?
– No tiene nada que ver con ninguna banda -replicó Kate-. ¡Los dos lo sabemos!
Aquello la consumía. Su mejor amiga, no una persona anónima de las noticias, estaba entre la vida y la muerte.
– Greg, ¡los dos sabemos que si han disparado a Tina es porque pensaban que era yo!
Él la estrechó contra su pecho y Kate se esforzó cuanto pudo por sentirse segura en sus brazos. Sin embargo lo sabía. Cavetti y Margaret Seymour se lo habían advertido: Mercado no iba a permitir que aquello se acabara. ¿Qué era lo que habían dicho? Que no era sólo cuestión de venganza; era más que eso. Lo llamaban «seguro». Un seguro de que la próxima vez que alguien como su padre se volviera contra la fraternidad, eso no volvería a pasar.
Al final lograron dormirse allí, el uno en brazos del otro, de puro cansancio.
Y por la mañana decidieron esperar. Sólo un día más… tal vez dos. Lo justo para que la policía agotara las pistas.
Pero Kate se despertó a media noche. Se quedó allí tendida, pegada a Greg, con el corazón desbocado y la camiseta empapada en un sudor pegajoso.
Ellos lo sabían.
Las premoniciones de los últimos días eran correctas. La policía podía agotar cuantas pistas quisiera, pero Kate sólo podría ocultarlo durante ese tiempo.
La habían encontrado. Habría una segunda vez; de eso estaba convencida. Y entonces, cuando la encontraran de verdad, ¿qué pasaría?
¿ Qué pasaría cuando se dieran cuenta de que habían disparado a la persona equivocada?
Kate se revolvió inquieta y se soltó del abrazo de Greg. Permaneció un momento sentada en la oscuridad, con las rodillas pegadas al pecho. Rezó por que su familia se encontrara a salvo, dondequiera que estuviera. Se sacó de debajo de la camiseta el colgante que su madre le había dado antes de irse, el sol dorado partido por la mitad. «Contiene secretos, Kate. Algún día te los contaré.» ¿Lograrían encajar algún día las dos mitades?
«Mamá, cómo me gustaría oírte contar esos secretos ahora.»
Kate se levantó y, en la penumbra del piso a oscuras, fue hasta la puerta, alargó la mano hacia el pesado pestillo… y lo corrió.
25
– Kate -susurró Tom O'Hearn, y alargó la mano hacia ella-. Vete a casa. -La rodeó con el brazo; estaban los dos sentados en el banco de la UCI -. Se te ve agotada. Esta noche no pasará nada. Ya sé que quieres estar aquí, pero vete a casa y duerme un poco.
Kate asintió. Se daba cuenta de que tenía razón. En los últimos dos días no había dormido ni seis horas. Tenía el azúcar bajo. No había ido a trabajar. Básicamente, desde que habían disparado a Tina, no había estado en ningún sitio que no fuera el hospital.