Kate pestañeó.
– No comprendo.
¿Qué trataban de decirle, que su padre estaba vivo?
– Kate, un hombre que coincide con la descripción de tu padre embarcó en un vuelo la noche del miércoles, en una ciudad cuyo nombre no revelaremos, con destino a Minneapolis -dijo Phil Cavetti, mostrándole unas páginas-. El pasaje se compró a nombre de un tal Kenneth John Skinner, un corredor de seguros de Cranbury, Nueva Jersey, que hace dos años había denunciado el robo del permiso de conducir. Mostramos la foto de tu padre a varias agencias de alquiler de vehículos del aeropuerto de Minneapolis. El mismo Kenneth John Skinner alquiló un coche en la oficina que Budget tiene allí, y el mismo hombre lo devolvió al cabo de dos días. Según sus registros, el cuentakilómetros marcaba mil trescientos kilómetros.
– Vale… -Kate asintió, sin saber muy bien cómo sentirse.
– Si hace números, seguro que verá que mil trescientos kilómetros es más o menos la distancia de ida y vuelta entre Minneapolis y Chicago.
Kate lo miró fijamente. Por un instante, la invadió un chispazo de alegría. ¡Le estaban diciendo que su padre estaba vivo!
Sin embargo, el silencio sepulcral de ellos dio al traste con ese instante.
– En el sistema GPS del coche constaban las consultas que se habían realizado, Kate. Estaba programado para ir al polígono de Barrow, en Schaumburg, Illinois, a pocos kilómetros del centro.
– Bien… -A Kate ya le empezaba a latir más rápido el corazón.
Cavetti le puso una foto delante. Una de las fotos de la escena del crimen de Margaret Seymour.
– A Margaret Seymour la asesinaron en un almacén vacío del polígono de Barrow, Kate.
A Kate se le paró el corazón. De pronto, vio claro lo que tenían en mente.
– ¡No!
– Ya sabes que tu padre desapareció el día antes de que mataran a la agente Seymour. Creemos que la agente Seymour iba a reunirse con tu padre.
– ¡No! -Kate sacudió la cabeza. Cogió la foto de Margaret Seymour. Sintió náuseas-. ¿Qué están diciendo? -Empezó a notar que le fallaban las piernas.
– Ese permiso de conducir lo robaron hace dos años, Kate. Se habían emitido tarjetas de crédito con el mismo nombre. Date cuenta de que quienquiera que lo hiciera llevaba mucho tiempo planeándolo.
– ¡Esto es un disparate! -Kate se levantó, fulminándolos con la mirada.
Ellos no creían que hubieran matado a Margaret Seymour para averiguar dónde estaba su padre. Lo que creían era que él, el padre de Kate, la había matado. Que había asesinado a su propia agente.
– Así que la respuesta a tu pregunta -Phil Cavetti se recostó en el respaldo- sobre si tu padre está vivo o muerto es, por desgracia, algo más complicada.
33
– ¡No! -Kate levantó la voz y sacudió la cabeza, incrédula-. ¡Se equivocan! Independientemente de lo que haya hecho, mi padre no es ningún asesino.
Sus ojos se clavaron en la horrible foto del crimen. La imagen del rostro inexpresivo de Margaret Seymour casi le dio arcadas.
– Fue allí a reunirse con él, Kate -dijo Cavetti-. Se escapó de tu familia. Eso lo sabemos.
– ¡Me da igual! -Se puso roja de frustración. Era imposible. Demasiado horrible hasta para planteárselo-. Ustedes arrastraron a mi padre a una condena. Le arrebataron su vida. Ni siquiera tienen pruebas de que aún esté vivo.
Cogió la carpeta. De buena gana la hubiera estrellado contra la pared. La cabeza le daba vueltas. Trató de centrarse en los hechos.
Alguien había comprado un móvil a nombre de su hermano. Eso no podía negarlo. Alguien había embarcado en un avión rumbo a Minneapolis la misma noche en que su padre desapareció. Alguien había hecho esa llamada a Margaret Seymour y había alquilado un coche. El GPS llevaba al lugar del asesinato. La nota que había garabateado Margaret Seymour.
MIDAS.
¿Por qué…?
– ¿Por qué iba a querer matarla? -gritó Kate-. ¿Qué razón podía tener para matar a la única persona que trataba de mantenerlo a salvo?
– Puede que supiera algo que no quisiera que ella revelara -respondió Booth, el hombre del FBI, encogiéndose de hombros-. O que estuviera tratando de impedir que saliera a la luz algo que ella había descubierto.
– Pero usted lo sabría. -Se volvió hacia Cavetti-. Usted era el superior de Margaret Seymour. Constaría en su expediente. ¡Joder, estamos hablando de mi padre!
– Fuera lo que fuera, sabemos que se reunió con ella, Kate. -El agente del WITSEC se limitó a mirarla-. En cuanto al resto… ata cabos tú misma.
Kate se dejó caer en la silla de nuevo.
– Puede que haya hecho alguna que otra estupidez que le haga parecer malo. No sé por qué habrá tratado de contactar con Margaret Seymour. Puede que alguien lo persiguiera; puede que fuera ella quien contactara con él. Pero esas fotos… -Sacudió la cabeza con los ojos desorbitados, horrorizada-. Lo que hicieron… Eso no es cosa de mi padre. No es ningún asesino. ¡Usted lo conoce, agente Cavetti! ¿Cómo puede pensar que fuera él?
De pronto, Kate cayó en la cuenta de algo que la indignó.
El pestillo. De su piso.
Volvió a mirar a Cavetti.
– Por eso no me advirtieron, ¿verdad? Cuando dispararon a Tina. Fueron ustedes los que entraron en el piso. Me estaban utilizando para encontrar a mi padre. Querían saber si se había puesto en contacto conmigo.
Cavetti la miró sin disculparse.
– Kate, no tienes ni idea de lo que está en juego en este caso.
– ¡Pues dígamelo, agente Cavetti! -Kate volvió a levantarse-. Dígame lo que está en juego y yo le daré mi versión. Mi padre podría estar muerto. O, aún peor -añadió señalando la foto-, podría haber hecho eso. Y tengo a una amiga debatiéndose entre la vida y la muerte con una bala en el cerebro que puede que fuera para mí. Eso es lo que yo me juego, agente Cavetti. Sea lo que sea lo que ustedes se jueguen, ¡espero que sea algo por lo que valga la pena pasar por todo eso!
Kate agarró el bolso y fue hacia la puerta.
– Tratará de contactar con usted, señora Herrera -dijo el hombre del FBI-. Se lanzará un aviso de personas desaparecidas, pero tenga presente que hay mucho más que eso.
– He visto las fotos, agente Cavetti -replicó Kate y sacudió la cabeza, enfadada-. Y no es cosa suya. No es cosa de mi padre, por muchos cabos que se aten. Testificó para ustedes. Fue a la cárcel. Se supone que es usted quien debería protegernos; pues protéjanos, agente Cavetti. Si tan seguro está de que mi padre está vivo… ¡encuéntrelo!
Kate se dirigió hacia la puerta y la abrió.
– Encuéntrenlo. O les prometo que lo haré yo.
34
Palada…
Kate se inclinó hacia delante y se dio impulso con las piernas.
Palada… Cada cinco latidos. A un ritmo perfectamente sincronizado. Con los músculos en tensión.
Y luego deslizarse…
El bote de competición Peinert X25 se deslizaba con elegancia y a toda velocidad por las aguas del río Harlem. El sol de primera hora de la mañana brillaba en los bloques de pisos de la orilla. Kate mantenía los remos en posición mientras se deslizaba hacia delante, para luego volver a la posición inicial, una y otra vez. Su palada era fluida y compacta.
«Rema…»
Estaba desahogándose con el río, descargando toda su indignación. Sus dudas. Dos veces por semana, como un reloj, remaba antes de ir al trabajo. Hiciera frío o lloviese. Pasaba bajo los puentes del ferrocarril, más allá de Baker Field, hasta el río Hudson. Más de tres kilómetros. Tenía que hacerlo para combatir la diabetes, pero ese día lo necesitaba para poder estar tranquila.
Palada…
Kate se centró en el ritmo, al estilo zen: dos respiraciones por palada. Con el corazón a 130. Con el agua salpicándole el rostro.